El 20 de noviembre de 1975 miles de exiliados españoles y sus hijos descorcharon botellas de cava en México. Muchos más, con menos recursos, brindaron con cubas. No celebraban un aniversario más de la Revolución de 1910, sino la muerte de Francisco Franco, el dictador español. Aunque a muchos no les creció el dedo índice […]
El 20 de noviembre de 1975 miles de exiliados españoles y sus hijos descorcharon botellas de cava en México. Muchos más, con menos recursos, brindaron con cubas. No celebraban un aniversario más de la Revolución de 1910, sino la muerte de Francisco Franco, el dictador español.
Aunque a muchos no les creció el dedo índice derecho, disminuido de tanto golpearlo regular y violentamente contra la mesa mientras aseguraban que «este año se muere Franco», la noticia del fallecimiento del llamado caudillo les pareció un acto de justicia, si no divina, sí, al menos, republicana. Tampoco disminuyó su gozo porque el chacal perdiera la vida en su cama y no volando por la tapia de un convento, como sucedió a finales de 1973 al designado por el generalísimo como presidente de gobierno, Luis Carrero Blanco, en un acto, ése sí, de ajuste de cuentas revolucionario.
Sin embargo, muchos otros exiliados no pudieron celebrar la muerte del fascista. Murieron como expulsados de su patria sin poder regresar a la tierra donde nacieron durante décadas, devorados por la historia, sin posibilidad de rescatar la identidad perdida.
Otros, los grandes olvidados, ni siquiera alcanzaron a salir. Fueron internados en campos de concentración y sus bienes incautados. Entre 1939 y 1944, presas del terror, 192 mil 684 personas murieron en las cárceles del franquismo. Muchos más, cadáveres sin nombre, fueron condenados al paredón en farsas judiciales, para luego ser enterrados en fosas comunes sin identificación alguna.
Esos transterrados que celebraron la muerte de Francisco Franco como uno de los grandes momentos de su existencia mantuvieron viva durante tres décadas y media la Segunda República española. Organizaron un gobierno en el exilio, fundaron clubes, escuelas y centros educativos y enseñaron a sus descendientes a entonar su himno y rendir honores a su bandera roja, amarilla y morada. Opusieron al 18 de julio de 1936, fecha del golpe militar fascista, el 14 de abril de 1931, día del triunfo republicano y la caída de la monarquía.
Otros más prepararon la resistencia en el interior de España. Sembraron topos, hicieron guerra de guerrillas, organizaron sindicatos clandestinos y estallaron huelgas.
Pero el fallecimiento del dictador no significó el regreso de la república, sino la restauración de la monarquía. En el tramo final del siglo XX, en una nación de la democrática Europa, un dictador fascista designó sucesor como jefe de Estado a un rey de la casa de los Borbones, saltándose, incluso, la propia línea de descendencia real. España, pues, se convirtió en un reino y no en una república, en el que la máxima magistratura del Estado responde al derecho de sangre, y el monarca, siempre hombre, recibe generosa renta a nombre de la nación. Y, en un desplante de modernidad, su sucesor será su heredero y no alguien que responda a la voluntad popular.
La transición española a la democracia, tan elogiada por nuestros políticos, tuvo entre sus bajas no sólo a la república, sino también a la justicia histórica. Los crímenes del franquismo disfrutaron de un conveniente manto de impunidad, y el pasado incómodo fue sepultado por un pacto de silencio. Los principales actores políticos que se hicieron cargo del gobierno después de la dictadura, sin importar las siglas partidarias, se olvidaron de las barbaridades cometidas por los falangistas. A los responsables no se les tocó ni con el pétalo de una rosa. La memoria de la guerra civil y de la represión de la dictadura quiso ser condenada a la amnesia.
Ese mutismo de los grandes medios de comunicación abarca también la vida y obra de la monarquía. Casi ninguno critica a los reyes. Por el contrario, es casi imposible diferenciar lo que publicaciones y noticieros de distintas posiciones políticas difunden sobre ellos. Sus enfoques y contenidos responden a un mismo guión: el oficial.
Los avances educativos de la Segunda República fueron también relegados en el nuevo Estado. La escuela gratuita, laica y única, la supresión de la educación confesional en los centros oficiales, realidad en la España de la década de los treintas, no existe hoy. En pleno siglo XXI la influencia de la Iglesia católica sobre las cuestiones pedagógicas es muy relevante.
Los antiguos republicanos siguieron siendo así los vencidos y los olvidados. La reparación plena de los agravios sufridos es aún asunto pendiente. Simultánea-mente, los restos del franquismo sobrevivieron asimilados por el Partido Popular, tan querido por Vicente Fox y el Partido Acción Nacional.
A pesar de ello, dentro del Estado español se despliega un creciente movimiento que busca rescatar la memoria de las atrocidades franquistas. Exige la intervención pública e institucional en las labores de localización, exhumación, identificación y divulgación de las fosas o enterramientos de víctimas de la dictadura. Demanda que se haga justicia a quienes sufrieron la cárcel, el garrote vil, la censura y el destierro.
Germina, también, a 75 años de la instauración de la Segunda República, una plataforma a favor de que la bandera roja, amarilla y morada ondee nuevamente en territorio español. Un movimiento para acabar con la monarquía e instaurar la Tercera República. Después de todo, una nación no puede ser verdaderamente moderna si en su vida política una institución tan arcaica como la monarquía tiene el peso que posee en España.