Director de escena, escritor, dramaturgo, pedagogo teatral, catedrático de Dirección de Escena de la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid, Juan Antonio Hormigón es actualmente Secretario General de la Asociación de Directores de escena de España y director de la revista ADE-Teatro. Entre sus últimas publicaciones (que son centenares) cabe destacar El legado […]
Director de escena, escritor, dramaturgo, pedagogo teatral, catedrático de Dirección de Escena de la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid, Juan Antonio Hormigón es actualmente Secretario General de la Asociación de Directores de escena de España y director de la revista ADE-Teatro. Entre sus últimas publicaciones (que son centenares) cabe destacar El legado de Brecht, Madrid, Publicaciones de la Asociación de Directores de escena de España.
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-¿Cuándo conociste a Manuel Sacristán? ¿Fue cuando presentó en la Universidad de Zaragoza alguna de sus conferencias?
-Fue en la Universidad de Zaragoza hacia 1968. El Sindicato Democrático de Estudiantes se encontraba entonces en una situación más o menos tolerada, y llevaba a cabo una serie de actividades culturales de sumo interés. Iban desde recitales de cantautores como Paco Ibáñez y creo que Raimon, hasta conferencias varias. Una de las primeras fue la de Manuel Sacristán. Yo había terminado ya mi carrera de Medicina pero tenía mucha relación con los dirigentes del SDEU, algunos hacían teatro conmigo en el Teatro de Cámara de Zaragoza. Asistía a todas los actos que podía y fui, claro, a la conferencia de Sacristán.
Lo que recuerdo muy bien es que la conferencia tuvo lugar en la antigua Facultad de Medicina, donde yo estudié, que ahora es el Rectorado. Se trata de un edificio neomudéjar, de ladrillo, proyectado a fines del siglo XIX por el arquitecto Ricardo Magdalena. Fue en el aula en que cursé Patología General, Farmacología y alguna otra asignatura. Todo era original en aquel espacio, la estructura en graderío curvo, madera oscura de bancos corridos y antepechos, gran mesa anclada sobre un pequeño estrado para el profesor, etc. Era lo propio de las antiguas facultades de medicina.
-¿Nos recuerdas el tema de su intervención?
-No lo recuerdo con precisión, pero sí que hubo una parte en que abordó cuestiones relativas a la historia reciente de España. Por ejemplo se me gravó una frase que dijo: «La guerra civil fue consecuencia de un rebelión de las clases dominantes contra la reforma agraria que había emprendido la República». Entonces aquella afirmación fue para mi un acto casi de revelación.
Sin embargo viendo documentos que tu mismo me has proporcionado, creo que pudo ser «El papel de la filosofía en los estudios superiores». Pero de lo que estoy seguro es que se pronunció en la antigua Facultad de Medicina.
-¿Y qué ambiente se respiraba en aquellos momentos en la Universidad zaragozana?
-Como te he dicho yo había terminado la carrera, pero tenía mucha relación con la universidad todavía, entre otras cosas porque mi hermano era estudiante todavía, y él y sus amigos estudiaban con frecuencia en mi casa.
Tu hermano, Mariano Hormigón, el matemático, el gran historiador de la matemática.
Exacto. En cualquier caso, no se ha dicho mucho sobre lo que pasó en aquellos años en Zaragoza. En una reunión de delegados de facultad a la que yo asistí e intervine, presidida por un catedrático, Pié Jordá en concreto, nos habíamos separado del SEU. Fue un acto memorable porque, sin una cultura política generalizada, dimos toda una lección de parlamentarismo. El Sindicato Democrático se creó después, aunque yo ya no intervine. Pero además había una importante organización universitaria del PCE, estoy hablando de cerca de ciento cincuenta militantes, que para un partido clandestino y en aquellas condiciones, era una enormidad. Que supiéramos, tan sólo había un militante del PSOE por ejemplo, pero además porque él lo decía, no sabíamos la conexión organizativa que pudiera tener. Luego surgieron algunos grupos izquierdistas, que eran, como es de suponer, minoritarios.
Todo aquello no es sinónimo de que hubiera un alto nivel de politización del conjunto de la universidad, pero es evidente que se acrecentó el dinamismo crítico y la exigencia democrática de muchos estudiantes. También es verdad que hubo varios expedientados que fueron las víctimas mayores y más dolorosas de todo aquello, porque a muchos les hizo polvo la vida.
-Si no ando errado, tú habías hecho estudios teatrales en Nancy. Supongo que conocerías la obra de Althusser. ¿Observas diferencias y acaso también semejanzas entre el marxismo de uno y otro?
-Para un joven español de aquellos años, con tantas carencias para acceder a lecturas de todo tipo, pero en particular de filosofía, política o historia, e igualmente inmerso en la vida absurda impuesta por el franquismo, repleta de afirmaciones nacionalistas primarias y fanatismos lacerantes, sumida en una represión contumaz, poder estudiar en un país europeo era realmente una fortuna. Yo la tuve, al conseguir una beca en el Centre Universitaire Internacional de Formation et Recherches Dramatiques (CUIFERD). El Centro pertenecía a la Universidad de Nancy y lo dirigía Jak Lang, profesor entonces en dicha universidad y militante en un partido socialista de izquierda.
Fortuna fue igualmente tener de jefe de estudios y a la par tutor, a Jean Marie Villegier. Era un «normaliene», es decir, alumno de la Escuela Normal Superior, el centro de formación de más alto nivel en Francia. Allí enseñaba Althusser, quien le dirigió su tesis doctoral sobre Spinoza. Uno de sus compañeros de promoción era Regis Debray, que estuvo una vez en Nancy. Fue Villegier quien me llevó a casa de Althusser en un viaje que hicimos a París.
-Cuenta, cuenta…
-Vivía en la propia Escuela Normal, cerca del Panteón, en donde tuvimos una larga conversación. Bueno, yo iba a escucharle, quería traducir su pequeño ensayo «Freud y Marx», lo que hice a duras penas, y estaba entusiasmado con un artículo fundamental que había escrito y publicado en Les temps modernes: «El Piccolo, Bertolazzi y Brecht. Notas para un teatro materialista». Este texto me desveló cuestiones básicas, como el procedimiento escénico de la crítica de «la conciencia de sí» o conciencia individual, que se cree autónoma y capaz de abarcar el mundo en su totalidad.
-¿No recogió en el Pour Marx el escrito que citas?
-Sí, desde luego. Vi a Althusser en un par de ocasiones sólo, siempre en su casa. Una de las veces pasó su mujer por el saloncito en que conversábamos, como una sombra. Hablamos de España o de Francia, pero creo que nada de filosofía. También de teatro. Recuerdo que conversamos sobre una obra de Armand Gatti que le había interesado mucho y a mi también. Se trataba del «Canto público ante dos sillas eléctricas», estrenado en el Palais Chaillot poco antes. A una pregunta mía me respondió: «Me parece igual que el montaje del Piccolo», aludiendo a su artículo.
Sería una temeridad por mi parte intentar establecer semejanzas o diferencias entre la obra de Althusser y Sacristán. Tendría que cotejar textos, lo cual ahora me resulta imposible. Pero sí percibí la notable diferencia entre ambos por aquel entonces.
-La notable diferencia por favor…
-Althusser vivía en cierto modo recluido en la Escuela, escribiendo o enseñando. Era capaz de hacer aportaciones de extraordinario valor en lo que él denominaba «práctica teórica», pero sentía una especie de vértigo ante la acción. Corría un rumor cariñoso aunque también ácido que aseguraba: «cuando surge una gran crisis o conflicto, Althusser tiene un repunte neurótico y se interna en un sanatorio». Sacristán por el contrario ligaba su producción teórica a la acción política, más aún a la militancia en tiempos de clandestinidad con todos los riesgos que conllevaba. En algunas «notas» que tú has trascrito y yo he podido leer, lo llamaba la «gestión». En aquellas notas confiesa que quería apartarse de la vorágine para poder producir teoría, pero la acción le arrastraba.
Recuerdo que en aquel encuentro zaragozano nos dijo: «No hay que olvidar que Marx escribió El capital pero fue al mismo tiempo uno de los dirigentes de la Internacional».
-Tras la conferencia iríais a cenar a Casa Emilio. Yo estuve allí una vez con tu hermano y compañeros de historia de la ciencia. Y alguna vez más, con José Romo y Luisa Trueba. ¿Qué recuerdas de aquella cena?,
-Sí, fuimos a cenar a Casa Emilio que era entonces y lo sigue siendo, lugar de encuentro y punto de referencia. Pero además Emilio Lacambra, el hijo del patriarca, es como mi hermano, fuimos juntos al colegio, hicimos teatro juntos y también política.
Aquella cena fue para mi algo muy especial. Manolo estuvo muy cercano y habló con la confianza de saberse entre amigos. Todos los que estábamos allí éramos estudiantes o con la carrera recién terminada como era mi caso. Y claro está, hablamos de la situación española y de los proyectos de futuro. La impresión que yo tuve es que se sentía un comunista integrado en el partido, aunque tuviera, ¡cómo no tenerlas!, opiniones críticas al respecto. Recuerdo que en un momento que comentábamos la formación de grupos izquierdistas que entonces florecían como las amapolas en primavera, comento: «A esos les echamos sólo lo que tenemos en Terrassa y ya somos más».
En aquella cena, Manolo me mostró una nueva forma de ejercer el magisterio, lo cual me sirvió de mucho siempre. Contó muchas cosas, algunas de una rara sinceridad. Tal fue el caso al referirse a su juventud y a como fue descubriendo la lucha de clases: «Yo estuve en Falange porque era lo único que había. Una noche fui a ver al jefe de nuestro grupo y me dijo: Se habla de que la lucha de clases no existe, pero yo te aseguro que claro que existe la lucha de clases».
No hace mucho, el propio Emilio me ha recordado un lance pintoresco. Casi al final, se dirigió a Manolo de manera muy formal: «Don Manuel, ha sido un honor que haya estado usted en nuestra casa». Según parece, yo le corté jocoso y le espeté: «Déjate de hostias y llámalo camarada Manolo». Reconozco que no me acuerdo en absoluto de aquello y que nunca, ni siquiera entonces, me refocilaba en ese ritual partidario. Pero en aquellos años estas reafirmaciones nos subían la moral.
-Sé que te hablo de cosas de hace muchos años pero me atrevo a preguntarte. ¿Qué opinión tenía Manuel Sacristán de la construcción del socialismo en la URSS? Hacía poco que las tropas del Paco habían invadido Checoslovaquia.
-Por aquel entonces todos teníamos una actitud bastante crítica con la Unión Soviética. Manolo participaba de una opinión parecida pero recalcó: «La cosa es que la oposición que hay allá es la de la Santa Rusia, con eso no vamos a ninguna parte». Luego pudimos comprobar que era incluso peor. Yo creo que hicimos un análisis más voluntarista que profundo en aquel tiempo.
La Unión Soviética tenía muchas cosas que cambiar, siempre hay cosas que cambiar, es un principio dialéctico. Pero el riesgo consiste en cambiar por cambiar, sin fundamento ni horizonte, que suele conducir a estar peor de lo que se estaba. De aquel periodo sospecho que no sabemos muchas cosas, tampoco se ha indagado quienes estaban trabajando ya para eliminar los principios y en definitiva, contribuir al control de la inminente transición política española. Se hizo una auténtica demonización de la Unión Soviética porque había intereses determinados que se fueron poco a poco desvelando, al menos en mi opinión. Los discursos de Carrillo resultan a ese respecto de una banalidad abrumadora, en tanto que los del Berlinguer de aquel periodo, en la tradición de Gramsci o Togliatti, son de una enorme profundidad, propios de un gran dirigente político. No se privaba insistir en su fidelidad a los principios, aunque elaborara una estrategia política propia para Italia. Así y todo, mira en donde acabó el PCI, casi un misterio en la historiografía contemporánea.
-¿Te habló en alguna ocasión de su afición por el teatro? Como sabes, fue crítico teatral en Laye y escribió una obra de teatro, «El pasillo».
-Sí, claro. Al final de la cena, casi en un aparte, me contó que el teatro le interesaba mucho y que incluso había publicado una obra, en donde había algo de las concepciones brechtianas. Yo le pedí que me la enviara, y me dijo que la buscaría. Nunca lo hizo, puede que porque no la tuviera. No recuerdo cómo pero la leí años más tarde e incluso puede que la tenga entre las revistas antiguas, pero ahora ya no tengo tiempo de buscarla.
-La publicó en Revista Española, la revista de Aldecoa, Sánchez Ferlosio y Alfonso Sastre. La tituló «El pasillo».
-Exacto, exacto.
-Vosotros lo acabáis de reeditar en ADE-Teatro. ¿Qué autores teatrales tenían especial interés para él? Brecht seguro. Pero, ¿también García Lorca, Buero,…? ¿Quiénes más?
-De Brecht hablamos un poco, aunque no recuerdo el contenido de la conversación. La verdad es que no mencionamos otros autores.
-Si tuvieras que decirlo en pocas palabras, ¿qué crees que pudo significar Sacristán para los jóvenes antifranquistas y comunistas de aquellos años?
-Si me refiero a mi experiencia creo que en primer lugar su magisterio, su maestría en la transmisión de saberes y procedimientos para el análisis de la historia y la realidad presente. Además era un referente en la lucha antifranquista coherente, meditada, con enunciados plausibles respecto al futuro. También, sin duda, su compromiso ético con una forma de actuar en el plano intelectual, en la acción política y en el ser ciudadano. Yo creo que muchos jóvenes de entonces participamos de estas opiniones.
-¿Volviste a verlo en alguna ocasión? Si no estoy mal informado, viviste en Cataluña durante un tiempo.
-Sí, lo encontré en Barcelona en una ocasión. Yo vivía entonces allá cuando proclamaron el Estado de excepción. Zaragoza resultaba inhóspita. Una tarde en compañía de un amigo fue a un lugar público, no sé cual. Allí lo encontré creo que acompañado de Paco Fernández Buey y una muchacha. Hablamos animadamente en una cafetería cercana, pero al estar con más gente no era cosa de entrar en profundidades.
-No es improbable que la muchacha de la que hablas fuera su hija Vera Sacristán, matemática como tu hermano.
-Seguramente, seguramente.
Tras la muerte de Franco, ¿no coincidisteis en colectivos de la dirección del PCE por asuntos culturales o afines?
Una vez y por sorpresa. Fue en 1976, m eses antes de que el PCE fuera legalizado. Existía ya un cierto clima de tolerancia y el partido había alquilado un piso en la calle Virgen de los Peligros, ¡la de chistes que se hicieron con lo del peligro!
Vivíamos un periodo de emergencia democrática y aunque con la necesaria prudencia, íbamos, veníamos y nos reuníamos aunque, como se dice de modo coloquial, aquello parecía en ocasiones el camarote de los hermanos Marx. Allí se agrupaba casi toda la actividad partidaria promovida directamente desde la dirigencia. Un día me convocaron a una reunión de la Comisión de Cultura del Comité Central, que, según me explicaron, era de nueva creación. Yo no pertenecía a dicho órgano, creo que era el único entre los llamados que no formaba parte del mismo. Fui allí unos minutos antes de la hora convenida y me encontré a Manolo. Me produjo una gran alegría verlo.
Tras el saludo afectuoso me hizo de inmediato una pregunta: «¿Cómo está tu hermano?» «Bien», le respondí, añadiendo: «ya sabes que lo han expulsado del partido». Se refería a mi hermano Mariano, quien sí había sentado plaza en el Comité Central, y que poco antes fue expulsado a consecuencia de unas rocambolescas y oscuras intrigas zaragozanas. En aquellos tiempos debían de ser frecuentes. Supe lo que me contaron porque yo llevaba ya tiempo en Madrid. Manolo hizo un gesto inefable e insistió. «Eso ya lo sé; te he preguntado que cómo esta». Volví a repetirle: «Bien, de salud bien».
-¿Y quiénes estabais en esa reunión?
-A la reunión asistía un granado grupo de dirigentes del Comité Ejecutivo. Estaban, que recuerde, Jaime Ballesteros, Manuel Azárate, Armando López Salinas, Ramón Tamames, José Sandoval y alguno más, puede que Romero Marín pero no estoy seguro. Manolo creo que pertenecía todavía al Comité Central.
-Sí, sí, aún era miembro del comité central.
-Yo era allí, en cierto modo, un añadido, aunque a todos los conocía: a Jaime Ballesteros de conversaciones múltiples durante años; a Manuel Azcárate de reunirnos muchas veces en París en la «Boule d’Or», un «bistrot» de la plaza Saint Michelle. De Armando López Salinas era un amigo por el que sentí siempre gran afecto y respeto. A Sandoval lo conocía menos, pero después lo traté mucho durante un tiempo.
El debate no dio mucho de sí. Se habló de demasiadas generalidades lo cual era bastante habitual cuando se abordaba la cuestión cultural. Salió el nombre de Buero no sé por qué, y Tamames repitió varias veces: «Buero tiene fuerza, tiene fuerza», se refería a la imaginería del nombre. Eso sí lo recuerdo con claridad. Que nadie entienda lo que cuento como desdoro de un partido por el que tengo un profundo respeto histórico.
-Es imposible interpretarte en esos términos.
-Comento simplemente la actitud de ciertas personas que lo han dirigido en determinados periodos, cuando se trataban cuestiones culturales. ¡Una pena!.
Aquel cónclave no se repitió. La comisión con su nombre pomposo pasó a ser dirigida por Sandoval, un hombre bueno y afable, reuniendo a los responsables de los diferentes sectores de la cultura. Sirvió para muy poco, pero esa historia te la contaré otro día porque todavía me entristece.
-¿Te habló de algo que le preocupara especialmente? ¿Qué opinión le merecía la política del partido durante los años de la transición?
-Seguramente hablamos, pero no recuerdo nada significativo.
-Me has hablado alguna vez de su comentario crítico sobre el uso de «Estado español», muy extendido entre la izquierda. ¿Por qué?
-Antes de comenzar la reunión a que me refiero, hablamos brevemente y casi de inmediato me espetó: «Estoy muy preocupado con las cosas que pasan en Cataluña. Ahora comienzan a decir Estado español en lugar de España. Yo les digo: escuchad, hay un poema de Friedrich Wolf que comienza: «Por los caminos de España va el camarada Beimler…» ¿Ahora tendremos que decir: «Por los caminos del Estado español va el camarada Beimler»? Me parece una barbaridad». Hans Beimler (1895-1936) fue un diputado comunista alemán, antifascista denodado.
Aquello le preocupaba mucho, era algo, me pareció, que iba más lejos de las palabras. Por aquel entonces yo no estaba tan sensibilizado por aquel asunto, porque en Madrid nadie hablaba de ese modo. Ni siquiera se lo escuché a los miembros de ETA condenados en el Proceso de Burgos, con quienes coincidí en el balneario franquista de Carabanchel. Era seguramente un fruto del independentismo catalán, que comenzó transformando el nombre de España por Estado español y finalmente lo dejó sólo en «el Estado», lo cual, como es evidente, no significa nada, ni siquiera para rebelarse contra él reclamando la independencia. Es una estupidez que no se da en ningún país.
-Pues en eso seguimos estando.
-Manolo, fiel a su discurso, les contó a todos lo que me había dicho respecto al nombre de España y las palabras de Wolf. ¿Reacciones?: no hubo ninguna. Sonrisas y algún gesto que podía traducirse por: «Ya esta Sacristán con sus cosas». Nadie lo dijo, pero estoy convencido que algunos lo pensaron.
-¿Os volvisteis a reunir en alguna otra ocasión?
-No, nunca volví a verlo. Cosa que siento porque conversar con Manolo era para mi un placer. Un día me enteré por la prensa de su desaparición.
-Prematura, muy prematura. ¿Qué te parece más destacable de su obra en general?
-Te diré una cosa: Lo que más me ha impresionado de Manuel Sacristán es su magisterio y su capacidad para conversar. El diálogo es una fuente de producción dialéctica en si misma y Manolo la tenía en grado sumo y yo he intentado cultivarla.
-¿Y por qué, en tu opinión, se conocen tan poco sus aportaciones en el ámbito del marxismo o en otros campos?
-Yo creo que España produce estos olvidos y conserva en cambio nombres de significación muy relativa e incluso nula. Es un mal nacional. Un periodo difícil como fue nuestro siglo XIX o XVII, dio algunas personalidades de valor indudable que nos son casi desconocidas, o que sólo conocen algunos especialistas. Cuando las descubro me siento en ocasiones deslumbrado, porque es como si existiera otra historia de España que las clases dominantes se han encargado de ocultar, y las emergentes no han sabido o considerado importante desvelar.
Basta con recordar como Ensenada, que elaboró un formidable proyecto de industrialización a mediados del siglo XVIII, apenas supone una mención en los tratados. Cabarrús propuso medidas de indudable valor para salir del marasmo de la España de Carlos IV y cuando los fernandinos, que se proclamaron patriotas, entraron en Sevilla, donde había muerto, sacaron sus huesos de la tumba y los tiraron al Guadalquivir o los quemaron: son las dos versiones. ¿Quién se acuerda del historiador y geógrafo Isidoro de Antillón, diputado doceañista y republicano, detenido tras el regreso de Fernando VII y fallecido en el pueblo de Teruel en que nació, cuando lo trasladaban a Zaragoza en donde iba a ser ejecutado. Son sólo unos ejemplos.
España se construye con frecuencia sobre un formidable olvido. Personas que en la transición no cejaban en llamarnos «revisionistas» y a quienes no se les caía la revolución de la boca, incluso la lucha armada, acabaron pronto en el PP o la derecha del PSOE, y se han dedicado a perdonarnos la vida. En esta sistemática impostura, la coherencia de Manolo resulta molesta, agreste, tenaz y esos valores no han convenido a esta patulea de falsarios que han surgido a diestro y siniestro.
Además se lee poco y parece que hacer política no precise fundamentación teórica. A hecho fortuna la idea de que lo que hace falta es cara dura y presencia, y que el conocimiento no sirve para nada o de poco. Todo eso es igualmente contrario a lo que Manolo defendía.
Recuerdo que leí un artículo en El País, que entonces se podía leer, cuando Manolo falleció. El articulista, puede que fuera Vázquez Montalbán, con cierta cólera decía con sarcasmo que ahora no vinieran algunos con la cantinela de que «hay mucho que aprender en la obra de Manuel Sacristán», cuando ellos se encargaron de tenerlo oculto e ignorado.
-Creo que recuerdas bien, que era de Manuel Vázquez Montalbán.
-En una palabra: la derecha española ha sido siempre muy mostrenca, salvando excepciones, y sólo sueña con suprimir al contrario. Pero la izquierda está muchas veces impregnada de un cierto analfabetismo político, de una especie de ruralismo ramplón, de considerar que con cuatro banalidades mal zurcidas se puede cambiar el mundo. En este panorama es difícil que haya un sitio para el recuerdo productivo de Manuel Sacristán. Es necesario instaurar una cultura de la izquierda de alto nivel, que sepa cumplir con sus responsabilidades. Hace unos días por ejemplo, en un acto en Córdoba con Julio Anguita cité a Sacristán y hablamos de él. Algo es algo.
-Sí, sí, y ese algo es mucho más que algo. Gracias por tus palabras. ¿Quieres añadir algo más?
-Ya puestos, no pararía de decir cosas que me inquietan. Creo que es suficiente. Hay dos cosas que quisiera subrayar: Practico desde hace tiempo un escepticismo activo, he visto demasiadas cosas en mi vida para creer a ciegas en nada y tener un optimismo de catón, que siempre es idealista, en el sentido filosófico.
En segundo lugar que temo el espontaneísmo, siguiendo la estela de Lenin o Gramsci, por citar a dos clásicos. España constituye ahora un terreno abonado para estas manifestaciones. Algunas medidas que se plantean pueden conducirnos a manipulaciones de los procesos para hacernos caer en esa trampa permanente en la historia: Que todo cambie para que todo siga igual. Aquí también los fundamentos son algo imprescindible para evitarlo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.