El anteproyecto de ley de reforma del Código Penal de julio de 2006 ha sido aprobado sin apenas debate social pese a profundizar la evolución punitiva imperante. En la propuesta, entre diversos aspectos que tienen un acusado perfil técnico, e incidencia marginal sobre el nivel de severidad del sistema (contra la corrupción en la administración […]
El anteproyecto de ley de reforma del Código Penal de julio de 2006 ha sido aprobado sin apenas debate social pese a profundizar la evolución punitiva imperante.
En la propuesta, entre diversos aspectos que tienen un acusado perfil técnico, e incidencia marginal sobre el nivel de severidad del sistema (contra la corrupción en la administración y el acoso laboral), sobresalen varios elementos especialmente preocupantes: a) nuevos delitos de tráfico: se anuncia la criminalización de conductas que no reúnen suficiente nivel de riesgo, precisamente en uno de los ámbitos delictivos de mayor comisión/persecución; b) la sanción de las asociaciones ilícitas: se profundiza en un modelo ya muy severo, que suscita dudas en cuanto a su estructura de doble sanción, y que ha permitido la persecución de colectivos que practican la desobediencia no violenta; c) un tratamiento penitenciario más severo para los reincidentes: la prisión continúa alejándose de la retórica ‘welfarista’ de la resocialización, perfeccionando su modelo de almacén de externalidades del sistema social.
Durante 2006, hemos alcanzado el dudoso honor de ser el territorio de la UE de 15 miembros con la tasa más elevada de población penitenciaria, con un crecimiento superior al 250% durante las dos últimas décadas. Frente a esta realidad, el Estado español ha venido teniendo una tasa de delincuencia notablemente baja, que hoy apenas llega al 70% de la media de la UE de 25. Estamos ante un paradoja sólo aparente: en realidad, la tasa de criminalidad no es sino un condicionante más, de carácter secundario, del nivel de severidad de un sistema penal. El verdadero factor determinante son las políticas penales que se emprenden.
Si constatamos que ese nivel de severidad del sistema penal español se ha incrementado de forma notable durante la última década, podemos intuir que las principales causas explicativas de ello son: a) la aplicación normalizada del Código Penal de 1995 (PSOE), que supuso un endurecimiento de los delitos de más frecuente persecución, como la criminalidad patrimonial menor o el tráfico de drogas a pequeña escala; b) la crisis del tratamiento penal de los migrantes (PP-PSOE), determinante de la articulación de un conjunto de mecanismos selectivos que han facilitado la inserción de los migrantes en el circuito penal; c) la reforma penal de 2003 (de nuevo, PP-PSOE), que ha supuesto la normalización de una prisión segregadora.
Nada hay en la reforma anunciada que suponga una contratendencia frente a esos factores. A la vista de las estrategias político-criminales de los últimos lustros, poco puede sorprender la orientación de la reforma. No obstante, ante disfunciones más urgentes (p. ej., la preocupante sobrepoblación carcelaria), no deja de resultar decepcionante que el actual Gobierno siga considerando las tendencias securitarias como el mejor antídoto de desajustes sociales y ansiedades colectivas.
La protección de los menores
Amaya Olivas Díaz
El anteproyecto de reforma del Código Penal incluye una sección dedicada a la «protección especial de los menores». Se prevé aumentar el número de delitos que pueden cometerse frente a los mismos, se aumenta el cómputo de prescripción (el plazo no comienza hasta que el menor que haya sido víctima sea mayor de edad) y se sancionan de forma más grave (más prisión) los abusos sexuales a niños si se producen en el marco de organizaciones delictivas. Los «enemigos apropiados», según Nils Christie, son creados por los Estados contemporáneos para obtener fácilmente un consenso simbólico y un imaginario social que apoya políticas punitivas fuertemente regresivas. Tales enemigos, identificables, aunque siempre distintos, residen fuera de la sociedad, por ‘antisociales’, pero actúan dentro de la misma, como un elemento «permanentemente peligroso»; cabe luchar contra ellos, pero nunca vencerlos de forma definitiva. Pocos delitos generan más ‘rechazo social’ que los cometidos contra los menores, precisamente por su mayor vulnerabilidad. Sin embargo, utilizar a las víctimas para realizar otra reforma, de nuevo innecesaria, y del mismo corte neoliberal que las anteriores (más encierro y cero costes para el supuesto problema) resulta, cuanto menos, ofensivo, omitiendo las voces que denuncian la «punición selectiva». Los enemigos imaginados y los castigos simbólicos son utilizados por las élites económicas para desplazar los sentimientos y problemas reales de la población hacia el castigo de los desviados, al igual que en otras épocas se recurría a la moralidad y a la religiosidad para conjurar el mal. Estamos ante espacios de mediación social entre los ciclos económicos y punitivos, que no responden a una mayor comisión de delitos.
¿Y la reinserción?
Jaume Asens
En 2002, con el Plan contra la Delincuencia, la inmigración pasaba a ser una de las ‘emergencias’ de primer orden del aparato policial y penal. La reforma, en este campo, tan sólo introduce una novedad, siguiendo las recomendaciones del Tribunal Supremo. Antes la expulsión del país de los extranjeros indocumentados condenados a penas inferiores a los seis años de prisión era automática, ahora el juez puede optar entre la expulsión o la prisión. Este cambio legal seguramente agravará todavía más la saturación de las cárceles, cuando los extranjeros representan ya un 30% de la población reclusa, con una fuerte tendencia a aumentar. Ocho de cada diez personas que ingresan en prisión son inmigrantes. Por otro lado, este cambio no facilitará la permanencia legal de los inmigrantes indocumentados, puesto que una vez cumplida la condena no van a poder legalizar su situación con los criterios de regularización actuales. En nada ayudará a la situación de saturación carcelaria -las prisiones están a casi el 171% de su capacidad- el nuevo tratamiento a la reincidencia propuesto. Se incide especialmente en la ejecución de la pena de los condenados reincidentes, estableciéndose un severo paquete de medidas complementarias a la pena. La reforma amplía la posibilidad de aplicar otros castigos aparte de la prisión -las multas, los trabajos en beneficio de la comunidad y los arrestos de fin de semana-, al mismo tiempo que crea la nueva figura de la localización permanente. Por otro lado, se reducen los posibles beneficios que se podrían obtener si no se hubiera vuelto a delinquir: restricciones para acceder al tercer grado y a la libertad condicional. El juez podrá, incluso, dictar una libertad vigilada tras el cumplimiento de la pena.