En vísperas de Rio+20 es imprescindible denunciar la nueva ofensiva del capitalismo neoliberal: la mercantilización de la naturaleza. Ya existe el mercado de carbono, establecido por el Protocolo de Kyoto (1997), el cual determina que los países desarrollados, principales contaminadores, reduzcan sus emisiones de gases de efecto estufa en un 5.2 %. Reducir el volumen […]
En vísperas de Rio+20 es imprescindible denunciar la nueva ofensiva del capitalismo neoliberal: la mercantilización de la naturaleza. Ya existe el mercado de carbono, establecido por el Protocolo de Kyoto (1997), el cual determina que los países desarrollados, principales contaminadores, reduzcan sus emisiones de gases de efecto estufa en un 5.2 %.
Reducir el volumen de veneno vomitado por esos países a la atmósfera implica reducir las ganancias. Por eso se inventó el crédito del carbono. Una tonelada de dióxido de carbono (CO2) equivale a un crédito de carbono. El país rico o sus empresas, al sobrepasar el límite de contaminación permitida, compra el crédito del país pobre o de sus empresas que todavía no alcanzaron sus respectivos límites de emisión de CO2 y de este modo queda autorizado a emitir gases de efecto estufa. El valor de ese permiso debe ser inferior a la multa que el país rico pagaría, en el caso de que sobrepasara su límite de emisión de CO2.
Pero surge ahora una nueva propuesta: la venta de servicios ambientales. Léase: apropiación y mercantilización de las selvas tropicales, bosques plantados (sembrados por el ser humano) y ecosistemas. Debido a la crisis financiera que afecta a los países desarrollados el capital anda buscando nuevas fuentes de lucro. Al capital industrial (producción) y al capital financiero (especulación) se le suma ahora el capital natural (apropición de la naturaleza), conocido también como economía verde.
La diferencia de los servicios ambientales es que no son prestados por una persona o empresa, sino ofrecidos, gratuitamente, por la naturaleza: agua, alimentos, plantas medicinales, carbono (su absorción y almacenamiento), minerales, madera, etc. La propuesta es poner un basta a dicha gratuidad. En la lógica capitalista el valor de cambio de un bien está por encima de su valor de uso. Por lo cual los bienes naturales deben tener precio.
Los consumidores de los bienes de la naturaleza pasarían a pagar, no sólo por la administración de la «manufactura» del producto (igual que pagamos por el agua que sale por el grifo en casa), sino por el bien mismo. Sucede que la naturaleza no tiene cuenta bancaria para recibir el dinero pagado por los servicios que presta. Los defensores de esta propuesta afirman que, por tanto, alguien o alguna institución debe recibir el pago (el don de la selva o del ecosistema).
Tal propuesta no toma en cuenta a las comunidades que habitan en las selvas. Dice una habitante de la comuidad de Katobo, selva de la República Democrática del Congo: «En la selva recogemos leña, cultivamos alimentos y comemos. La selva proporciona todo: legumbres, toda clase de animales, y eso nos permite vivir bien. Por eso nos sentimos muy felices en nuestra selva, porque nos permite conseguir todo lo que necesitamos. Cuando oímos que la selva puede estar en peligro, eso nos preocupa, porque no podríamos vivir fuera de la selva. Y si alguien nos ordenara salir de la selva, quedaríamos con mucha rabia, porque no podemos imaginar una vida que no sea dentro o cerca de la selva. Cuando plantamos alimentos, tenemos comida, tenemos agricultura, y también caza, y las mujeres recogen mariscos y peces en los ríos. Tenemos diferentes tipos de legumbres, y también plantas comestibles de la selva, y frutas y todo tipo de cosas que comemos, que nos dan fuerza y energía, proteínas, y todo lo que necesitamos».
El comercio de servicios ambientales ignora esa visión de los pueblos de la selva. Se trata de un nuevo mecanismo de mercado, por lo cual la naturaleza es cuantificada en unidades comercializables.
Esta idea, que suena como absurda, surgió en los países industrializados del hemisferio Norte en la década de 1970, cuando se dio la crisis ambiental. Europa y los Estados Unidos comprendieron que los recursos naturales son limitados. La Tierra no tiene forma de ser ampliada. Y está enferma, contaminada y degradada.
Ante esto los ideólogos del capitalismo propusieron valorar los recursos naturales para salvarlos. Calcularon el valor de los servicios ambientales entre US$ 160 mil y 540 mil millones (el PIB mundial, o sea la suma de bienes y servicios, totaliza actualmente US$ 620 mil millones). «Es el momento de reconocer que la naturaleza es la mayor empresa del mundo, trabajando para beneficiar al 100 % de la humanidad, y lo hace de gratis», afirmó Jean-Cristophe Vié, director del Programa de Especies de la IUCN, principal red global para la conservación de la naturaleza, financiada por gobiernos, agencias multilaterales y empresas multinacionales.
En 1969 Garret Hardin publicó el artículo «La tragedia de los comunitarios», para justificar la necesidad de cercar la naturaleza, privatizarla, y garantizar así su preservación. Según el autor, el uso local y gratuito de la naturaleza, como lo hace una tribu indígena, acaba en destrucción (lo que no corresponde a la verdad). La única forma de preservarla para el bien común es volverla administrable por quien tenga competencia, o sea las grandes corporaciones empresariales. He ahí la tesis de la economía verde.
Pero de sobra sabemos cómo enfocan ellas la naturaleza: como mera productora de «commodities». Por lo cual empresas extranjeras compran, en el Brasil, cada vez más tierras, lo que significa una desapropiación mercantil de nuestro territorio. (Traducción de J.L.Burguet)
– Frei Betto es escritor, autor de «El amor fecunda el Universwo. Ecología y espiritualidad», entre otros libros. http://www.freibetto.org/> twitter:@freibetto.