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No hay cambios profundos para erradicar el machismo o la violencia de género

Seguiremos matando mujeres

Fuentes: Rebelión

El sistema perpetúa la falsa diferencia masculino/femenino

Seguiremos matando mujeres

Pensar que, de algún modo, una fuerza o un ser superior salió de la nada para iniciar el ‘Big Bang’ y montar todo este tinglado universal es un gesto desesperado pero que merece cierta compasión, incluso para el científico desesperado y adulto que llegó a un punto en el que, evidentemente, se ha abandonado la Razón. Pero pensar que ese ser superior escogió un punto infinitamente pequeño de ese Universo para crear criaturas como nosotros y dictarnos una serie de normas estrictas y severas -que no coinciden con las normas de otros grupos humanos que dicen lo mismo de otro ser superior propio- es una cuestión bien difícil de encajar no sólo con la Razón sino en cualquier adulto medianamente educado al que le hubieran contado estos cuentos por vez primera a los veinte años. Por eso estas creencias -que luego pueden derivar en otras más sectarias o minoritarias- suelen inocularse en los primeros años de vida, porque se adhieren a nuestros impulsos más íntimos e irracionales y acaban formando parte de unos códigos internos y profundos más allá de lo que, años después, nos puedan decir, además de la Razón, la propia ley y el Estado. Por eso hay veces en que por cuestiones de profunda religiosidad hay personas que entregan su vida y la de otros en nombre de impulsos casi irrefrenables. Casi, siempre casi irrefrenables. Lo hacen les cueste lo que les cueste, y defender esto puede llevar a algunas personas generalmente pacíficas a situaciones de extrema violencia por motivos religioso/espirituales, violencia que se emplea incluso contra seres pretendidamente queridos si está en juego ese honor u orgullo ‘sagrado’, que siempre vencerá al temor a la ley (si yo creyese en un paraíso eterno sería capaz de todo; no me para ni dios). Por eso los principios morales y una conciencia colectiva sostenida sobre la Razón pueden ser tan importantes en una sociedad avanzada. Es el único modo de imponer la ley justa.

Que me disculpe quien piense que pretendo relacionar la religión con los malos tratos a las mujeres. No es ese el objetivo de este artículo a pesar de que se podría escribir mucho sobre el depreciado y despreciado valor de lo femenino en las religiones más próximas, en las que millones de mujeres se hacen cómplices orgullosas de un patriarcado milenario. Se trata, sin embargo, de poner un ejemplo de lo difícil que es enderezar los hábitos y las creencias profundas que se han inculcado en los primeros años de vida. Sobre este aspecto tan importante no se dice gran cosa entre tanta marea de información más o menos aprovechada sobre los malos tratos de algunos hombres hacia algunas mujeres, un problema realmente gravísimo que nace en el momento en que se fomenta ‘lo masculino’ frente a ‘lo femenino’, como si realmente existieran unos, digamos, valores propios de género per se, casi como una herencia genética. Esta sí que es una ideología mayoritaria y el germen de posteriores acciones violentas. Y este invento cultural inspirado inicialmente por el macho cavernario es algo que también explota hoy un falso feminismo, minoritario todavía, que nada tiene que ver con aquellas mujeres valientes -y algunos pocos hombres- que se dejaron el pellejo y la vida luchando por la igualdad real.

En eso se parecen la religión y los códigos sociales de género, con violencia física o sin ella: en que se han grabado como al fuego en los primeros años de vida y con una presión enorme del entorno. Esto es muy importante porque echa por tierra la pretensión del Estado de reprimir con leyes penales un impulso que algunas personas entienden que está por encima de la ley. Reflexionemos un momento sobre lo siguiente. Hay muchos asesinos maltratadores que no sólo no escapan tras cometer el delito (a ellos no les importa pagar caro por ese crimen a cambio de saciar el impulso inducido por la cultura machista) sino que se entregan a la policía o llegan a suicidarse. Esto no lo hace ningún otro tipo de delincuente, que trataría de escurrir el bulto de algún modo. Por eso hay que acudir a la raíz. Si nos hubieran educado para confrontarnos entre las personas de pelo rubio y las de pelo moreno -partiendo de que entre ellas hubo, hace miles de años, una posición de superioridad de una de las partes que hoy en día no tiene excusa antropológica- habríamos trasladado el mismo problema de explotación humana. Esta misma estupidez se puso en práctica hace unos siglos entre las personas de piel blanca y las de piel más negra y todavía hoy existen lugares y personas que tienen un prejuicio inducido hacia una de las partes. La diferencia no está en la negritud, en el cabello o en el género. Los humanos somos más complejos que todo esto aunque necesitemos agruparnos e identificarnos con otros o contra otros.

Es tal el oportunismo electoralista de los grandes partidos políticos que se hace imposible la puesta en práctica de medidas de calado real en la educación y formación de la sociedad. A esto se unen los intereses comerciales millonarios empeñados en mantener este modelo de dualidad masculino/femenino bien arraigados en esos impulsos primarios. Desde mi punto de vista, por poner un ejemplo, la estúpida galantería de género -alimentada por ambos sexos- tiene la misma raíz que la violencia contra las mujeres: considera que existen lo femenino y lo masculino como condiciones hereditarias fijas para cada género, parten de una desigualdad y de la necesidad de un trato diferente. (Sería bueno recordar una inolvidable respuesta de José María Aznar cuando le preguntaron hace años cuál es, a su juicio, la principal viirtud de una mujer y respondió «que sea mujer mujer». El primer mujer es un sustantivo y el segundo un adjetivo que mide el grado de mujer de una mujer).

En lugar de aplicarse a reflexionar sobre la igualdad real entre personas de cualquier género y sexualidad por el hecho de ser humanos (la gente es distinta por su entorno y por su forma de asimilarlo, no por su género o su pelo), las dos grandes corrientes de opinión se radicalizan cada vez más y se concentran en dos modelos de entender el problema, en mi opinión erróneos aun sin dudar de los que tengan buenas intenciones. El primero es el modelo de la fuerza bruta y del castigo puro y duro, del miedo antes que el pensar las causas. Este es el camino más corto que impulsa la derecha clásica -que insiste en penas más duras y nada más que eso- pero que ha sido perfectamente asimilado por la autoproclamada izquierda, que ha descubierto un filón de populismo en esta postura de la amenaza permanente y la penalización antes que la formación. Esta es una posición evidentemente limitada que no soluciona el problema cuando el maltratador -como he dicho en líneas anteriores- está dispuesto a ignorar el castigo. Es una postura, desde el punto de vista de nuestra aberrante cultura que confiere valores inamovibles de género, del tipo masculina, del machote/Bush que pretende doblegar voluntades a fuerza de golpes sin atender a las causas. El contrapunto a esta corriente está en el victimismo de un nuevo y todavía minoritario feminismo que entiende que cualquier mujer es una desvalida víctima por el hecho de ser mujer. Así, de un plumazo ideológico, comparten de modo cómplice una misma ‘diferencia’ las Koplowitz, la reina Sofía, la vice presidenta del Gobierno, Ana Botella y una limpiadora que cobra 500 euros al mes y al volver a casa recibe cuatro ostiazos de su segundo patrón, el que tiene en casa. Yo aquí sólo veo una única víctima entre personas tan privilegiadas como aquellos varones que también son privilegiados. Es tan repugnante esta falsa comunión femenina como la de los machos cuando ejercen de tales, lo que llevan haciendo miles de años. Esta opción victimista y defensora de la ‘sensibilidad femenina’ es la que más le gusta a los políticos varones más demagogos, que parecen hablar otro idioma cuando pretenden dirigirse a la votante femenina, como si fueran ciudadanos de otra especie que no tienen los mismos problemas que la otra mitad de la sociedad, la masculina. Peor todavía son aquellos, y aquellas, que aluden al «toque femenino en la política» y se quedan tan anchos y aplaudidos por su público.

Es evidente que es mucho peor la secular agresión machista que este minoritario modelo feminista nacido de la opresión. Por supuesto. Pero también es cierto que esa vía alimenta y da alas a los más reaccionarios y acaba siendo esgrimida por falsas feministas como determinadas presentadoras de programas del corazón que se forran a cuenta de maltratadas reales con las que, en el fondo, no tienen nada qué ver. Estas ideas tienen el mismo origen que el del machismo: la presunta gran diferencia entre géneros, el muro entre ‘lo femenino’ y ‘lo masculino’ como un polvorín de peligrosa convivencia y con la cuestión del género por encima de otras circunstancias del entorno como la formación sexual, religiosa o política recibida, la posición económica y social, la ideología o el entorno geográfico y cultural.

Este modelo, en el que las dos corrientes referidas crean arquetipos de ‘lo femenino’ y ‘lo masculino’, se desmonta por grotesco con la irrupción -afortunada- de los movimientos homosexuales de hombres y mujeres. Con su salida del armario, los clásicos postulantes de la guerra de sexos debida a la presunta diferencia de género ya no saben dónde encasillar a las personas con estas opciones sexuales. En su estupidez, feminizan lo gay y masculinizan lo lésbico o, peor todavía, otorgan presuntos roles masculinos o femeninos a cada uno de los miembros homosexuales de una pareja. Es de esperar que en el futuro se comprenda que cada persona, con el género que sea y la sexualidad que sea, podrá tener los múltiples y distintos rasgos de su carácter y personalidad debido a otros motivos ambientales/culturales, como los cabellos rubios y morenos.

Pero no. Nosotros -la sociedad en sentido colectivo y no unos cuantos tipos en sentido individual que ejecutan nuestras órdenes culturales- seguiremos matando mujeres por el mero hecho de serlo. Todo sigue diseñado para que así sea. Es un gran negocio para el sistema. Los telediarios que presumen de informar de los crímenes de género, especialmente los de la televisión pública, seguirán dedicando más tiempo a una pasarela de ropa con un enfoque claramente femenino (la ‘mujer objeto’ frente al ‘hombre sujeto’ creador de moda), y en el descanso pondrán un anuncio de un coche seductor en el que sólo aparecen macizas atontadas porque el comprador, un pene, va al volante. Y así todas y cada una de las comunicaciones que se vierten encima del ciudadano de a pie desde los medios, las campañas comerciales, los espectáculos deportivos (bailarinas hasta cuando las competidoras son mujeres), las declaraciones de los políticos. Es curioso que un Estado que se atreve a prohibir determinados hábitos privados para proteger la salud o se inmiscuya en asuntos íntimos como la eutanasia -y en tantas otras cosas que exceden lo público, como las calorías de una hamburguesa- sea, sin embargo, tan esquivo para tomar medidas contra las ideas machistas. Si se aplicaran con el mismo celo que tuvieron para cerrar medios de comunicación vascos, encarcelar por ideas o ilegalizar partidos políticos, habría causa sobrada para iniciar miles de diligencias diarias por apología del machismo, del terrorismo machista. Sucede como con la precariedad: la Administración puede decretar cualquier disparate pero da por sentada la ‘libertad’ para que una persona viva en la pobreza incluso siendo un trabajador. O permite la opulencia obscena delante de los pobres.

En esa línea de alimentar el machismo bruto que se convence de que tiene propiedad sobre lo femenino, se produce el mayor fracaso de la Razón: la simplificación y la generalización, que impiden acudir a las causas verdaderas de estos crímenes. Por poner un ejemplo final: una parte de estas tragedias no tienen relación con la violencia de género en el sentido machista sino que se corresponden con violencia doméstica pura y dura, un problema que no tiene género y que nace en hogares donde las personas conviven en un clima aberrante, entre gritos, insultos y crispación constante, con niños y niñas que desde que nacen manejan esos códigos infernales que acaban, lógicamente, en la agresión física. No es la ley del hombre, es la ley del animal más fuerte cuando hombres y mujeres actúan como animales.

Nota: El caso más reciente de perversión moral y complacencia con el machismo y con la injusticia en general lo encontramos en la reciente visita de Rodríquez Zapatero a Marruecos, una dictadura a la que los países ‘democráticos’ europeos alaban a diario para proteger sus intereses en el país africano. Con motivo del encuentro oficial el rey marroquí -un individuo que elige a dedo a sus ministros en un gobierno menos democrático que Irán o la mayoría de los gobierno satanizados por ‘Occidente’- regaló al presidente español la liberación arbitraria de medio centenar de delincuentes españoles. De un plumazo, fueron liberados. Lo pasmoso es que los medios de comunicación españoles acogieron con alegría semejante desprecio a las leyes y, peor todavía, la situación de que medio centenar de delincuentes anden sueltos pero que esto no importe porque son compatriotas. Como se ve, el delito es lo de menos, lo importante es quién lo hace o a quién beneficia, y eso no tiene nada qué ver con la Justicia, aunque al Gobierno español -que dice estar preocupado por la igualdad de género- no parece preocuparle mucho está cuestión.