El periodista cubano Luis Báez acaba de editar en La Habana el libro Así es Fidel, donde recoge anécdotas contadas por deportistas, diplomáticos, periodistas, científicos, intelectuales y gente sencilla que compartió algún momento con el líder de la revolución. Esta es una pequeña selección
Ahora sí ganamos la guerra
Raúl Castro Ruz
Yo no he visto a nadie ―y lo digo apoyándome en hechos concretos― que haya tenido una voluntad más grande mientras mayores son las dificultades, que Fidel. Hay que pensar en el esfuerzo que hubo que hacer para organizar un ataque como el del Cuartel Moncada, y pensar en cómo en unas poquitas horas se desvaneció tanta entrega, tanta esperanza, sobre todo tanta sangre.
Después vinieron el presidio, el exilio, la organización del Granma, la clandestinidad y ocasionalmente la persecución en México ―donde ciertamente violamos algunas leyes, pero no contra ese hermano país, sino porque nos alentaba la liberación de Cuba―; y luego llegamos a la patria, y tres días después, en pocas horas, vimos desaparecer de nuevo todo el esfuerzo acumulado, cayeron decenas de compañeros…
Cuando dos semanas después, el 18 de diciembre de 1956, me encuentro con Fidel ya metido en la premontaña de la Sierra Maestra, en un lugar llamado Cinco Palmas, después del abrazo inicial su primera pregunta fue: «¿Cuántos fusiles traes?». Contesté que cinco. Y él resumió: «Y dos que tengo yo, siete. Ahora sí ganamos la guerra».
Todo el respaldo al ballet
Alicia Alonso
La primera vez que Fidel va a mi casa aún yo no había regresado a Cuba. Volvió en una segunda ocasión. Vino a comer en unión de Antonio Núñez Jiménez. Eran los primeros meses de 1959.
Cuando llegó se sentó en la terraza. Pasé una vergüenza terrible.
Sabía que le gustaban los ostiones y los mandé a comprar, pero no los encontraron. La persona que cocinaba se puso muy nerviosa. Comimos arroz con pollo. Fidel habló muchísimo. Conversamos de ballet, de lo que podía hacerse, de cómo debía desarrollarse. Me dijo que teníamos todo el respaldo del gobierno revolucionario.
Al poco tiempo salimos de gira por América Latina como embajada cultural. Ya en el año 1960 se hace la Ley 812 que oficializa toda la ayuda al Ballet Nacional.
¡De aquí no me muevo!
Adalberto Álvarez
En una ocasión citaron a un pequeño grupo de músicos y al ministro de Cultura, Abel Prieto, además, a Alicia Perea, quien presidía el Instituto Cubano de la Música en esos momentos, a una reunión con Carlos Lage en una casa del reparto Siboney que, coincidentemente, fue la primera casa en que estuve cuando entré en la Escuela Nacional de Arte. Allí estuvimos hasta que llegó el compañero Lage, pero, de manera inexplicable, la reunión no comenzaba, hasta que al poco rato siento una voz a mis espaldas que dice: «Buenas tardes, compañeros» y, sin poder aguantarme, exclamé: ¡Coño, Fidel!
No puedo expresar con exactitud la sensación que sentí con tan agradable sorpresa, que se extendió porque tuve la suerte de que se sentara a mi lado en un sofá y estuviera escuchando por casi una hora todos nuestros planteamientos. Pero aquí va lo otro: cuando comenzó a hablar, sin darse cuenta, gesticulaba y golpeaba mi rodilla con sus dedos. De más está decir la fortaleza que posee, y yo me dije: ¡ay, mi madre, yo me quedo sin rodilla, pero de aquí no me muevo!
Recuerdo escrito especialmente para este libro, Ciudad de La Habana, Cuba, 18 de enero de 2008.
Yo no te abandono
Ernesto Che Guevara
Hubo quienes estuvieron en prisión 57 días con la amenaza perenne de la extradición pero en ningún momento perdimos nuestra confianza personal en Fidel Castro. Y es que Fidel tuvo algunos gestos que, casi podríamos decir, comprometían su actitud revolucionaria en pro de la amistad.
Recuerdo que le expuse específicamente mi caso: un extranjero, ilegal en México, con toda una serie de cargos encima. Le dije que no debía de manera alguna, pararse por mí la Revolución, y que podía dejarme; que yo comprendía la situación y trataría de ir a pelear desde donde me lo mandaran y que el único esfuerzo debía hacerse para que me enviaran a país cercano y no a la Argentina. También recuerdo la respuesta tajante de Fidel: «Yo no te abandono».
¡Contra Fidel ni en la pelota!
Camilo Cienfuegos
Tras el triunfo revolucionario de 1959, Fidel Castro y Camilo Cienfuegos acudían con regularidad a encuentros de béisbol, algunas veces como espectadores y en otras como jugadores.
Una noche, ambos acudieron al estadio Latinoamericano de La Habana para un desafío. Surgió entonces la idea de que jugaran divididos en los dos equipos rivales para dar mayor viveza al juego.
Camilo, acariciando su amplia barba, oyó la proposición mascando y exhalando con vigor el humo de su habano. Cuando le explicaron la idea, como un rayo respondió: «¡Contra Fidel ni en la pelota!».
Ese día, mientras el líder de la Revolución actuaba como lanzador para la novena de los Barbudos, el inolvidable comandante Camilo Cienfuegos atrapaba sus lanzamientos como receptor de su equipo.
Prensa Latina, Ciudad de La Habana, Cuba, 28 de octubre de 2006.
Me hubiera gustado vivir en esa naturaleza
Wifredo Lam
Mis regresos a Cuba siempre me han producido dicha infinita, pero ninguno como el de fines de abril de 1963, después de 5 años de ausencia. «Voy a contemplar una Cuba nueva», me dije, al pisar tierra patria. Horas después, iba con mi esposa Lou a la Plaza de la Revolución, a conmemorar el 1ro. de Mayo bajo las banderas del socialismo.
En 1966, en el Museo de Bellas Artes de La Habana, expuse Tercer Mundo, mi homenaje plástico a la Revolución Cubana. Para hacerlo no tenía a mano muchos materiales. Lo pinté en el propio museo, en uno de sus almacenes, donde se guardaban los retratos de generales españoles que gobernaron en Cuba. No hay duda de que sirvieron de incentivo.
Esa fue la primera vez que tuve la oportunidad de saludar a Fidel. Me invitaron a una recepción al Palacio Presidencial. Haydeé Santamaría me lo presentó. Fue cuando nos hicieron esa foto donde estamos Lou y yo junto a Fidel.
Fidel me pareció un hombre eminentemente bello, un héroe con sus barbas negras y su nariz recta. Al saludarlo solo atiné a decirle: «¡Es un placer enorme!». En aquel momento hablaba muy entusiasmado con unos latinoamericanos.
―Me estaban hablando de Humboldt y de la naturaleza de Sudamérica. Me hubiera gustado vivir en esa naturaleza, hacer la revolución por allá ―nos dijo Fidel.
Seguimos hablando de la selva sudamericana, tal como la describe Rómulo Gallegos en Doña Bárbara, y de la lucha entre la serpiente y el burro con que termina la famosa novela.
El Quijote
Roberto Fernández Retamar
Con motivo de la toma de posesión de un presidente latinoamericano, Fidel decidió incluirme en la delegación que lo acompañaría, y al anunciar este hecho en un discurso me llamó, debido a mi triste figura, el Quijote. Algún tiempo después, en una reunión en que también estaba su hermano Raúl, volvió a llamarme así terció para decir: «¿No te das cuenta de que él no quiere ser Quijote? ¡Quiere ser Cervantes!».
Recuerdos narrados al autor, Ciudad de la Habana, 2007.
Te he dicho que iré
Jean Paul Sartre
( … ) Es lo que Raúl Castro expresa muy bien, a mi juicio, en uno de sus discursos:
«Las campañas contra Cuba son un dínamo que produce una fuerza más grande en provecho de la Revolución».
( … )
Castro no es hombre fácil de encasillar. En la mayor parte de los países, para entenderse con un ministro, se necesita más bien atenuar la luz: el poder simplifica mucho las cosas. Para comprender a Fidel creo que lo mejor es alimentar su propia llama al extremo: esclarecer lo nuevo como se presenta, sin recurrir a viejas experiencias.
La primera vez que lo vi fue en Holguín, en traje escolar: se devolvía un cuartel al pueblo y Castro inauguraba esa nueva vestimenta.
Llegamos muy retrasados: apenas salió de la ciudad, el auto había seguido una increíble fila de vehículos y peatones: coches privados, taxis ―que hacían el viaje gratuitamente― y camiones cargados y recargados de niños. Presas en las mallas de aquella inmensa red, las máquinas iban, como suele decirse, «a paso de hombre».
Había familias por todas partes. Endomingados, los hombres vestían la ligera camisa cubana que desciende sobre el pantalón hasta medio muslo, y pequeños y grandes se resguardaban del sol con redondos sombreros de paja, de bordes levantados que, a los ojos de las gentes de la ciudad, son, más que el machete, el símbolo del trabajo en los campos.
Todos reían y charlaban y esperaban algo. ¿Qué? Ver a Fidel Castro, desde luego, y quizá tocarlo ―como hacen a menudo las mujeres para robarle un poco de su insolente mérito, de su felicidad.
Bajamos al fin de nuestro Buick y lo estacionamos entre un Packard y un Chevrolet. «Es por ahí», nos dijo un soldado rebelde. Y vimos un estadio.
En las gradas, a mis pies, había millares de niños, y abajo, en el terreno, decenas de millares. Sobre aquel mar de niños había una balsa que parecía hallarse a la deriva ―una tribuna, si se quiere: algunas tablas unidas y sostenidas por unos postes delgados que hasta el día anterior eran troncos de árboles.
Castro había querido que fuera así, para hablarle lo más cerca posible a aquel joven público. Una balaustrada de madera pretendía proteger el estrado, azotado sin cesar por oleadas. Un soldado alto y fuerte les hablaba a aquellas oleadas. Yo le veía de espaldas: era él.
―Por aquí.
Un joven rebelde de uniforme nos abrió paso y bajamos hasta las gradas. En la primera fila, cruzamos una pasarela y nos encontramos en medio de los rebeldes.
Castro terminaba su alocución. Estaba preocupado: aún tenía que pronunciar dos discursos antes de que acabara el día. El más importante era el último: debía dirigirse en La Habana a los representantes de los sindicatos obreros y pedirles que sacrificaran una parte de su salario para las primeras inversiones que iniciarían la industrialización del país.
Ahora bien: sentía que, de minuto en minuto, su voz enronquecía.
Precipitó su alocución y le dio fin en algunos minutos. Todo parecía terminado, pero todo comenzaba. Durante más de un cuarto de hora, aquellos chicos gritaron como enloquecidos.
Castro esperaba un tanto confuso: sabía que a Cuba le gustan los discursos largos y que él ha contribuido a infundirle ese gusto; comprendía que no había hecho bastante. Quiso compensar sus palabras demasiado breves permaneciendo más tiempo en la tribuna.
Advertí entonces que dos de sus oyentes, de 8 a 10 años a lo sumo, se habían aferrado a sus botas. Entre la incertidumbre infantil y Castro se había establecido una extrema relación. Aquella esperaba algo más: la perpetuación de aquella presencia por un acto.
Ahora bien: ese acto estaba allí: era, detrás de nosotros el cuartel humillado por las coronas de la paz. Pero aquello se había anunciado desde hacía tanto tiempo, que había perdido la novedad. En el fondo, aquellos escolares no sabían lo que querían, salvo, quizá, una verdadera fiesta que sintetizara, en la unidad de su esplendor, el pasado que ya se esfumaba y el futuro que se le había prometido.
Y Fidel, que lo sentía muy bien, permanecía allí casi confundido: él, que se da enteramente en sus actos revolucionarios, al servicio de toda la nación, se asombraba de reducirse a aquella presencia desnuda y casi pasiva. Agarró por las axilas al chico que se aferraba a su bota derecha y lo alzó de la tierra.
―¿Qué quieres? ―le preguntó.
―¡Ven con nosotros! ―gritó el pequeño―o ¡Ven al pueblo!
―¿Ocurre algo malo?
El chico era delgado, de ojos brillantes y hundidos: se adivinaba que sus enfermedades, heredadas del régimen anterior, serían aun menos fáciles de curar que las de la nación. Respondió con convicción: ―Todo va bien, Fidel, ¡pero ven con nosotros!
Imagino que él había deseado cien veces aquel encuentro en el que ahora no sabía qué hacer. Deseaba aprovechar al hombre que le sujetaba en sus fuertes manos, pedir, obtener. No por interés, sino por establecer entre el niño y el jefe un verdadero lazo. En todo caso, es el sentimiento que experimenté. Y creí adivinar también que Castro vivía con toda lucidez aquel pequeño drama.
Prometió ir un día y no era una promesa vana. ¿Adónde no va él? ¿Adónde no ha ido? Después bajó al niño.
Ahora, miraba a la muchedumbre, incierto, un tanto disgustado.
Llamado vivamente por sus compañeros, trató de irse dos veces. Se alejaba un poco de la balaustrada, pero no se iba: parecía intimidado. Volvió hacia adelante: el chico lloraba. Fidel le dijo:
―¡Pero si te he dicho que iré!
En vano. Los niños habían vuelto a gritar, y se apretujaban con tanta fuerza contra la tribuna, que la hacían correr el riesgo de desplomarse. Los soldados rebeldes ―unos cien, con palas y fusiles, hombres y mujeres― que debían desfilar frente a Castro, no pudieron abrirse paso.
Fidel permanecía perplejo por encima del entusiasmo desencadenado. Finalmente, tomó el sombrero de paja que le tendía un niño y se lo puso, sin sonreír.
Señalo el hecho porque es raro: Castro detesta las actitudes demagógicas y los disfraces. Hizo el símbolo de un acto porque no había acto que hacer. Pronto se despojó del sombrero de paja, el cual estuvo un instante en la cabeza del comandante Guevara y ―no sé cómo― finalmente vino a parar a la mía: yo lo conservé en medio de la indiferencia general porque no tuve valor para quitármelo.
De pronto, sin motivo preciso, Castro emprendió la fuga literalmente, y detrás de él, los demás jefes rebeldes huyeron igualmente escalando las gradas.
Un canto a la vida
Ana Fidelia Quirot
El día 22 de enero de 1993, a las 4:00 p.m. sufro un accidente doméstico con quemaduras de 2do. y 3er. grado, en el 38% de mi cuerpo. Los primeros auxilios los recibí en el hospital Calixto García, del Vedado; horas más tarde me trasladan hacia el hospital Hermanos Ameijeiras, del municipio Centro Habana.
Recuerdo que me encontraba en el piso 22 de la sala de quemados y más o menos eran las 9:30 p.m., sentí que alguien caminaba con pasos muy firmes hasta la habitación donde me encontraba; de momento siento una voz muy conocida, que me preguntaba: ¿que cómo me sentía? Giré la cabeza hacia el lado izquierdo, y vi a una persona de estatura bien alta y vestida de verde olivo, pero sobre su uniforme llevaba una bata verde, de las que usan los médicos para entrar a los salones. Sabía que lo conocía, pero no estaba segura, hasta que descubro que era nuestro querido e invencible Comandante en Fidel Castro Ruz.
Cuando lo vi fue como experimentar un canto a la vida. Él estaba muy preocupado por mi estado de salud. En su conversación, me dijo que había que avisarle a mi mamá y le respondí negativamente. Porque a mi juicio, me encontraba bien y muy pronto volvería estar en la pista para continuar representado a mi país.
Fidel me respondió así: «En estos momentos, no importa que vuelvas a la alta competición, lo que realmente interesa es que te recuperes». No sabía yo la magnitud de mis quemaduras, pues pensé que no eran de tanta gravedad. Por eso, ese gesto tan humano de mi querido Comandante, jamás lo olvidaré. Él estuvo en la cabecera de mi cama para darme el aliento de luchar por la vida que tanto necesitaba para resurgir, como el ave Fénix.
Me siento eternamente agradecida por todo el esfuerzo realizado por los médicos del hospital Hermanos Ameijeiras y el pueblo de Cuba, el cual con su constante preocupación y mensajes de aliento, influyó notablemente en mi recuperación.
Después del proceso de salvación, vino la fase de cirugías reconstructivas, esto me iba a permitir ganar en movilidad en las partes dañadas de mi cuerpo: fueron secciones muy duras de entrenamiento pero tenía un gran compromiso con Fidel y con mi pueblo: volver a las pistas del mundo y ubicarme entre las mejores corredoras de 800 metros planos.
Ese día llegó en una fecha muy especial para los cubanos con conscientes y agradecidos de la buena bondad de nuestra gran Revolución. Ocurrió el 13 de agosto, de 1995, en la ciudad de Gotemburgo, cuando gané la medalla de oro en el Campeonato Mundial de Atletismo, justamente en el día de cumpleaños del mayor impulsor de los resultados deportivos cubanos, nuestro queridísimo Comandante Fidel Castro Ruz.
Recuerdo escrito especialmente para este libro, Ciudad de La Habana, Cuba, 1 de 2008.
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