La sucesión de procesos judiciales y la creación de alternativas como EKKI en el País Vasco aceleran el final del modelo de gestión de los derechos de autor, monopolizado por la SGAE durante décadas.
La escena no pudo resultar más premonitoria. Era una noche de junio de 2005 en Madrid. Presidiendo la mesa, en la sala Valle-Inclán del Palacio de Longoria, sede de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), se encontraba Eduardo –Teddy– Bautista, líder máximo del Consejo de Dirección de la entidad desde 1995. A su derecha, el expresidente del gobierno Felipe González, siempre cordial con el otrora cantante de Los Canarios. Frente a ambos, José Dirceu, entonces ministro y hombre fuerte del presidente de Brasil Lula da Silva. Entre los invitados a la cena organizada por la SGAE para agasajar al político brasileño, sin reparar en gastos, figuraba una selecta representación de periodistas, empresarios y autores.
En el salón también cenaba Pedro Farré, un joven directivo que un año antes había ascendido al cargo de responsable de relaciones institucionales de la casa. Todo iba a pedir de boca hasta que el séquito que acompañaba a Dirceu empezó a dar evidentes síntomas de preocupación. Continuas conversaciones telefónicas, abandono de la mesa, idas y venidas.
No era para menos. Al día siguiente se publicaría en Brasil la entrevista que destapó el escándalo Mensalão, un sistema de mordidas y sobornos parlamentarios para favorecer al partido de Lula, el de los Trabajadores. En 2012, el homenajeado aquella noche por la SGAE fue condenado a siete años de prisión por su implicación en esa red. Posteriormente también fue detenido en la operación Lava Jato y acusado de liderar la trama de sobornos y lavado de dinero en Petrobras, la petrolera estatal de Brasil.
Con el tiempo, sus anfitriones también han probado el banquillo. Farré fue condenado en 2014 por apropiación indebida y fraude documental, tras haber gastado 37.000 euros en prostitutas y cocaína, con cargo a la SGAE.
Y Teddy, principal dirigente de la entidad durante tres lustros, recibió el 4 de septiembre la imputación por pertenencia a asociación ilícita, falsedad en documento mercantil, administración desleal y apropiación indebida en lo que se conoce como pieza principal del caso SGAE, abierto desde el 1 de julio de 2011, cuando, en el curso de la operación Saga, la Guardia Civil registró el Palacio de Longoria y detuvo a nueve personas, entre ellas Bautista, por el presunto desvío de fondos a empresas privadas pertenecientes la junta directiva, entre otras acusaciones. La Fiscalía Anticorrupción pide siete años de cárcel para Teddy, y 12 y medio para José Luis Rodríguez Neri, exdirector de la Sociedad Digital de Autores y Editores (SDAE), la filial digital de SGAE.
Con el juicio, cuando se celebre, debería cerrarse definitivamente una de las etapas más convulsas de una entidad convertida en una suerte de ministerio de cultura a la sombra, un poderoso grupo de presión al servicio de intereses muy determinados y una máquina de recaudación con el rumbo perdido -tres presidentes se han sentado en el sillón de Bautista desde su defenestración-, las cuentas inexplicables y una orientación muy alejada de quienes son su soporte básico, los autores cuyos derechos gestionan.
PERDER EL CONTROL
Pocas creadoras de canciones han reflexionado tanto sobre la propiedad intelectual y los derechos de autor como lo ha hecho Ainara LeGardon en las últimas dos décadas. «Durante los años 90, a medida que iba perdiendo el control sobre mis propias decisiones artísticas, me fui dando cuenta de que los mecanismos que mueven la industria musical pueden llegar a ser muy crueles con los autores y artistas», explica a El Salto.
Por entonces cantaba al frente de Onion, grupo de rock que en 1997 colocó una de sus canciones en la banda sonora de Abre los ojos, la película dirigida por Alejandro Amenábar. Una experiencia que resultó muy negativa, la gota que colmó el vaso para LeGardon: «Pregunté qué debía firmar y autorizar, y me dijeron que no me preocupara por nada, que ya se arreglaban entre la productora audiovisual y la discográfica. Ese es el mayor problema de los músicos: nos indican dónde firmar, o nos ocultan dónde deberíamos hacerlo, y por desconocimiento acabamos aceptando acuerdos de cuyas consecuencias no somos conscientes».
A partir de ahí decidió formarse en propiedad intelectual y compartir lo que iba aprendiendo, firmando algunos trabajos de corte académico. También desde entonces su obra musical ha visto la luz en la orilla de la autoedición, con cinco discos publicados desde 2003 y un sexto en camino. En la actualidad, imparte talleres sobre autogestión cultural y junto a David García Aristegui ha publicado este año SGAE: El monopolio en decadencia (consonni), una revisión crítica del devenir de la entidad.
Como autora asociada a la SGAE desde 1995 -una decisión no muy meditada, reconoce, pero común entre quienes empiezan: «No contaba con la información suficiente ni con la madurez necesaria para cuestionarme si aquella era la única posibilidad para alguien que empieza a tocar en salas y festivales, y a sonar en radios. Estaba a punto de firmar mi primer contrato discográfico y alguien me dijo que para poder cobrar mis derechos debía asociarme a SGAE, y lo hice»-, LeGardon vive en primera persona algunas de las prácticas que han caracterizado, para mal, la manera de operar de la entidad.
«Me encantaría dejar fuera de la gestión de la entidad ciertas obras y no puedo hacerlo -resume-, me encantaría que no cobraran en mi nombre en ciertas ocasiones, y algo que puede parecer tan sencillo a veces resulta imposible». También, añade, le gustaría conocer cuánto pagan por el uso de su música plataformas como YouTube, «pero resulta que el acuerdo con SGAE es confidencial y los autores no tenemos derecho a conocer estos datos».
Como socia, LeGardon ha cobrado derechos de autor, pero desconoce si le ha sido abonado todo lo que le correspondería por este concepto o no. «Ese es uno de los conflictos -apunta-, la falta de transparencia y lo complicado de entender cómo se efectúan tanto la recaudación como los repartos». Como ejemplo, señala que ella nunca ha recibido nada por derechos de autor provenientes de YouTube -no royalties por ventas o streams, que se ingresan a través de los agregadores digitales-, siendo SGAE la única vía que tiene para cobrarlos.
Pese a sus discrepancias, LeGardon prefiere «luchar por un cambio desde dentro» y seguir ejerciendo su derecho al voto en una entidad muy poco abierta a la participación democrática: solo el 18% de sus asociados disfruta de tal derecho. Y un porcentaje mucho menor lo ejerce en las asambleas.
EL PENDIENTE Y LA RUEDA
Junto a la opacidad, LeGardon sitúa como los errores más gravesde SGAE el abuso de su posición de monopolio, no escuchar la voluntad de los autores y servir a los intereses de los editores, la E del nombre de la entidad, a quienes los músicos ceden los derechos de reproducción, distribución y comunicación pública de su obra.
El abogado David Bravo coincide con ella y añade a su enumeración «un sistema de voto que solo permite que los que más ganan puedan elegir a sus representantes y ofrecerse como tales para ser votados, mantener una postura conservadora con cualquier idea que contradiga su visión clásica de la propiedad intelectual, no permitir en su repertorio la gestión de obras copyleft, y la existencia de una enorme bolsa de dinero recaudado sin socios identificados a quienes repartir».
Esto último, el llamado pendiente de identificar, es uno de los asuntos más controvertidos de la gestión de la entidad. La SGAE acumula importantes cantidades de dinero recaudado que no puede repartir porque no conoce a sus legítimos propietarios -errores en la identificación de la obra, por ejemplo-, o porque son autores no asociados. Si en cinco años no se han subsanado esas deficiencias o siguen sin ser socios, el pendiente prescribe.
El destino de esas cantidades, que los autores ya no pueden reclamar y que, por ejemplo, en 2015 ascendió a 17,5 millones de euros, es múltiple. Durante los últimos años de gobierno de Teddy, se empleó principalmente en la Red Arteria, un proyecto inmobiliario que supuso la compra por la SGAE de varios teatros y edificios por un valor superior a 250 millones de euros. De uno de ellos, la Torre Berklee en el Complejo Cultural ARTeria Valencia, no llegó a colocarse la primera piedra. Rafa Tena, compositor y socio de la SGAE, es uno de los demandantes en uno de los juicios pendientes que tiene la entidad, en este caso por el reparto extraordinario de estas cantidades sin identificar que durante algún tiempo se realizó entre determinados socios.
El otro gran escándalo que ha sacudido los cimientos de la SGAE en los últimos meses ha sido la llamada Rueda. El 20 de junio, agentes de la Policía Nacional detuvieron a 18 personas en el Palacio de Longoria, acusadas de pertenencia a organización criminal. El juez Ismael Moreno cifra en 100 millones de euros el fraude que habría cometido esta trama que salpica a trabajadores de la SGAE y a varias cadenas de televisión.
La operativa de la Rueda, en esencia, consiste en el registro en SGAE, como si fueran obras nuevas, de temas musicales de carácter sinfónico, ligeramente modificados. Su emisión televisiva durante el horario de madrugada genera cuantiosos derechos de autor pese a su nula audiencia. Las ‘nuevas’ canciones se registraban a nombre de personas del entorno de los miembros de la SGAE y de las televisiones implicadas en la trama.
SGAE CONTRA TODOS, TODOS CONTRA EL CANON
Pedro Farré, de momento el único alto cargo de la SGAE condenado, entró en la cárcel en la primavera de 2016. Un año después, Ediciones Península ha llevado a librerías Cazado, una especie de memorias en las que cuenta su versión, reconoce su culpa y aporta detalles del día a día de una entidad sin ánimo de lucro que llegó a recaudar 500 millones de euros al año.
Para él, los tres grandes errores de la SGAE han sido no haber sembrado alianzas con los medios de comunicación que dulcificaran la imagen de la entidad; dedicarse a la represión por vía policial y judicial; y entrar en el negocio inmobiliario con la citada compra de edificios. Farré inició su trabajo en la SGAE en 2002 como director de la Oficina de Defensa de la Propiedad intelectual, y fue responsable de la durísima campaña publicitaria y penal lanzada contra la llamada «piratería». Que la detención de personas por copiar discos abriese el telediario o que cantantes multimillonarios festejasen públicamente el ingreso en prisión de manteros fueron algunos logros de la campaña, que situó a la SGAE en la agenda de los medios de comunicación.
Quizá el conflicto más relevante fue el que la SGAE mantuvo con Traxtore, un pequeño negocio de informática, que, tras un largo litigio judicial, terminaría con la modificación del llamado canon, la compensación recaudada por las entidades de gestión de derechos por la supuesta pérdida ocasionada por la copia privada.
Traxtore llegó hasta la justicia europea, que en 2010 determinó que el canon se aplicaba de manera indiscriminada en España y que contravenía la normativa europea en materia de derechos de autor. El canon digital fue uno de los caballos de batalla más duros de la SGAE, ya que le suponía una importantísima vía de ingresos, y suscitó una oposición enconada: la campaña ‘Todos contra el canon’ entregó en 2008 al Gobierno más de dos millones de firmas por su derogación.
Finalmente, en noviembre de 2016 el Tribunal Supremo declaró ilegal el canon, siguiendo la directriz del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Sin embargo, el Gobierno aprobó el 4 de julio el decreto ley que regula la compensación equitativa por copia privada, que a todas luces supone el regreso al modelo del canon, con una tarifa sobre teléfonos móviles, discos duros, ordenadores y cualquier soporte para el almacenamiento de datos digitales.
BROTES DE ESPERANZA
Aunque el consejo de Ministros dio luz verde el 22 de septiembre a la tramitación urgente de un anteproyecto de ley, trasposición de una directiva europea, que obligará a las entidades de gestión de derechos a auditar anualmente sus cuentas y a publicar un informe de transparencia, LeGardon considera que desde los sucesivos gobiernos se ha mirado hacia otro lado en lo tocante a la SGAE.
Ella recuerda que, por la Ley de Propiedad Intelectual, corresponden al Ministerio de Cultura las funciones de inspección, vigilancia y control, incluido el ejercicio de la potestad sancionadora, sobre estas entidades. Bravo, por su parte, puntualiza que para que el Estado realice dicha fiscalización es «necesario que antes el poder legislativo le amplíe sus facultades para que lo haga, lo que parece que de momento no despierta mucho interés en el Congreso».
De cara al futuro, la cantante se muestra esperanzada y celebra la creación de la Euskal Kulturgileen Kidegoa (EKKI), la agencia vasca de la propiedad intelectual, en lo que supone una brecha en el monopolio instaurado por la SGAE y una posibilidad de gestión de los derechos de autor con otros fundamentos.
El 21 de octubre de 2014 se publicó en el Boletín Oficial del País Vasco la resolución que autoriza a EKKI a actuar como entidad de gestión de derechos. «Nuestra obsesión -explica a El Salto Igor Estankona, su secretario- es construir la entidad de gestión que desearíamos para nosotros mismos, ya que quienes fundamos EKKI somos autoras y autores, no profesionales de la suplantación».
En esta entidad, asegura, plantean el cobro por uso efectivo, y toda persona o entidad socia tiene un único voto en su asamblea general.
«Son las y los titulares de derechos quienes nos dicen qué cobrar, cuándo cobrar, dónde cobrar e incluso establecen si quieren cobrar o prefieren la vía libre de derechos», afirma Estankona, quien añade que «gestión de derechos de autor es lo que toca comenzar ahora. Es más importante que nunca que las que crean cultura sean las que gestionen, con la gran responsabilidad que ello comporta, sus frutos sociales».
Fuente: http://www.elsaltodiario.com/instituciones-culturales/sgae-ultimos-dias-de-un-imperio