La historiografía oficial ha destacado tradicionalmente el peso de las elites en la Transición de la dictadura franquista a la democracia en España. Se destacaba la influencia de la monarquía, las elites políticas y el sentido común del pueblo español. Sin embargo, en la década de los 80, y sobre todo en los años 90, […]
La historiografía oficial ha destacado tradicionalmente el peso de las elites en la Transición de la dictadura franquista a la democracia en España. Se destacaba la influencia de la monarquía, las elites políticas y el sentido común del pueblo español. Sin embargo, en la década de los 80, y sobre todo en los años 90, empezaron a publicarse investigaciones que resaltaban el potencial de las movilizaciones populares (clase obrera, estudiantes, asociaciones de vecinos, colectivos de mujeres y abogados laboralistas, entre otros). «Sin la presión del antifranquismo seguramente ni siquiera se hubiera producido la Transición tal como hoy la entendemos», afirma el profesor de Historia Contemporánea en la Universitat de València, Julián Sanz. Respecto a las tesis que subrayan el contraste entre el caso español (de transición a la democracia) y los de Alemania, Francia o Italia (de ruptura con el pasado), el historiador matiza y señala cambios y continuidades en ambos modelos: «A veces tenemos la idea de que en 1945 cambió todo en Europa».
Julián Sanz ha centrado sus investigaciones en la derecha española contemporánea, sobre todo la evolución durante la II República y la dictadura franquista. Es autor de los libros «De la resistencia a la reacción. Las derechas frente a la II República (Cantabria, 1931-1936)» y «La Construcción de la dictadura franquista en Cantabria. Instituciones, personal político y apoyos sociales (1937-1951)». En 2016 ha coeditado «E.P.Thompson. Marxismo e Historia Social» y editado los discursos en las Cortes Constituyentes de la II República del diputado del PSOE y sindicalista de la UGT, Bruno Alonso. Sanz es, asimismo, miembro del Aula de Història y Memòria Democràtica de la Universitat de València y del grupo coordinador de la sección de «Historia» de la Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM).
-Durante mucho tiempo los historiadores han discutido sobre la naturaleza del franquismo. ¿Está cerrada la polémica? ¿Fue el franquismo una dictadura de corte fascista?
La polémica historiográfica no está resuelta. Se continúan generando debates, aunque no tan encendidos como hace unos años y no tan centrados en torno al adjetivo «fascista». El profesor Ismael Saz decía hace unos años que hay un cierto acuerdo de fondo en que si se considera al franquismo por alguna de sus particularidades, como el integrismo y la fuerte fundamentación católica, sería el más cercano al fascismo de los regímenes no fascistas. En cambio, si se le considera «fascista», lo sería pero de manera especialmente singular precisamente por sus elementos tradicionalistas. Personalmente considero que la dictadura de Franco tiene un claro componente fascista hasta el final, y no se «desfascistiza» del todo en ningún momento. A veces depende del concepto de «fascismo» que se utilice. Si es más amplio, entra el franquismo con unas particularidades; si es más estrecho, no se le considera «fascista», aunque se aproxime al fascismo.
-¿La historiografía socialista y marxista ha utilizado el calificativo «fascista» como elemento peyorativo, más allá de un análisis riguroso? ¿Había un soporte teórico y empírico que avalara el uso del adjetivo?
Es innegable que en nuestra sociedad el término «fascista» incluye una connotación negativa, pero no creo que la historiografía marxista lo haya utilizado de manera inadecuada. Cuando se ha caracterizado al franquismo como régimen «fascista» es por su función de clase, por cómo acabó de modo violento con la democracia y el movimiento obrero. Pero tal vez haya que valorar más elementos para caracterizar a una dictadura. Sin embargo, en el caso de la historiografía marxista había razones serias, no era sólo una acusación. Tuñón de Lara consideraba al franquismo como un régimen plenamente fascista. Además, incorporaba en su análisis los elementos del franquismo que consideraba más arcaicos, como el clericalismo o el peso de los terratenientes, que provenían de una herencia histórica muy larga.
Actualmente se tiene una visión de la historia de España menos «arcaizante», y una concepción del fascismo en el que se subraya su modernidad. Muchas veces se consideraba el carácter no «fascista» del franquismo porque se partía de que el peso de la Falange (el partido fascista) era pequeño, no tenía autonomía alguna, se hallaba plenamente subordinada al estado y había pocos fascistas «auténticos». Otros historiadores compartían esto, pero consideraban que el régimen era fascista por su función de clase, lo que implicaba una cierta paradoja que ahora se busca superar estudiando más en detalle el fascismo español.
-¿Qué diferencias señalarías, a grandes rasgos, entre el franquismo, el fascismo italiano y el nazismo? ¿Contaron con el respaldo de los mismos sectores sociales?
Es una cuestión también debatida en los últimos 20 años. Antes se vio al franquismo como algo excesivamente impuesto desde arriba, sin tener en cuenta los apoyos sociales. Las investigaciones que me parecen más afinadas, por ejemplo las de Francisco Cobo, Daniel Lanero o Miguel Ángel del Arco han trabajado sobre estos apoyos en regiones como Andalucía o Galicia. La mayor diferencia se daría respecto al nazismo. Éste logró calar en sectores mucho más amplios de la población que el franquismo o el fascismo italiano. Entre los casos español e italiano, hay bastantes similitudes. Además del apoyo de la burguesía y la oligarquía, el franquismo contó con un apoyo importante de las clases medias conservadoras. También de sectores del campesinado. Es algo que se ha sabido siempre, aunque tal vez ahora se vaya comprobando mejor. El apoyo en el campo incluye no sólo a propietarios acomodados, que en un pueblo puede ser gente relativamente humilde que forma parte de la élite local, sino también a ínfimos propietarios y arrendatarios con una cosmovisión conservadora. El fascismo italiano posee un componente urbano más fuerte, pero también cuenta con un apoyo significativo en el campo. En ambos casos, salvo escasas excepciones, la penetración en la clase obrera es muy pequeña. En cambio, en Alemania sí hay un sector de la clase obrera que se ve captado por el nazismo.
-Hay historiadores que han preferido reservar el término «fascista» para los partidos, sea la Falange en España, el NSDAP en Alemania o el PNF italiano, más que a los regímenes o gobiernos. ¿Estás de acuerdo con la idea de que el partido, y no las formaciones estatales, constituirían el reservorio de la esencia?
El fascismo en España está representado por la Falange (partido), pero también por la Falange «unificada»; es decir, la que surge de la unificación «desde arriba» con el carlismo mediante un Decreto de Franco (abril de 1937). Se constituía así el partido único del naciente régimen. Decía Dionisio Ridruejo, poeta falangista en sus inicios, que con el Decreto de Unificación se produjo un golpe de estado al revés, ya que era el Estado el que había tomado al partido. La pregunta es si durante la dictadura hubo una continuidad con el fascismo que representaba la Falange antes de la unificación; o si, por el contrario, ésta se convirtió en un partido instrumentalizado por el Estado y vaciado progresivamente de su componente fascista. Cada vez hay un acuerdo mayor en que quienes controlaron la Falange fueron en su mayoría falangistas de antes de la guerra, o que siendo falangistas de los que se unieron durante el conflicto («camisas nuevas»), adoptaron el ideario. Desde 1945, y sobre todo en los años 60, el fascismo quedó como algo obsoleto y la Falange se tuvo que adaptar. Adquirió un carácter diferente, por lo que a veces es difícil de adjetivar. Falange perdió una parte de poder dentro de la dictadura, y dentro del partido también se dieron cambios. Fue diluyéndose la retórica fascista al tiempo que se practicaba un populismo de lenguaje diferente al de la guerra y la posguerra.
-¿Cómo explicarías la categoría analítica de «fascistizados», hace excesivamente difícil la comprensión popular del fascismo? ¿Lo blinda en la academia y aleja de la gente que lo padeció o militó en el mismo?
Hay diversos usos del concepto «fascistización» por parte de diferentes historiadores, lo que todavía complica más las cosas. La formulación más conocida, la de Ismael Saz, implica que sectores procedentes de diferentes campos de la derecha se vieron influidos por el fascismo, hasta el punto que su ideología y forma de practicar la política dejó de ser la de la derecha tradicional, conservadora o radical anterior; no llegaron a ser fascistas plenamente, pero sí mutaron sustancialmente por su contacto con el fascismo. Esta misma idea serviría para caracterizar la dictadura de Franco: incorpora muchos elementos del fascismo sin ser plenamente fascista, como sí se considera a los regímenes de Italia o Alemania.
Desde el punto de vista analítico, creo que es muy útil la idea de que existen elementos «fascistizados» a caballo entre la derecha tradicional y el fascismo. En la misma encaja mucha gente. Sirve para analizar la deriva de un sector muy amplio de la derecha española y europea. ¿Un ejemplo? Carrero Blanco, militar y presidente de uno de los últimos gobiernos de la dictadura, asesinado por ETA en 1973. Se le juzga habitualmente como «monárquico» o «autoritario», pero muchas de las ideas que defiende son de matriz fascista, no se le puede considerar propiamente un fascista, pero sí se ve influido por esta ideología. No se trata de un monárquico autoritario sin más; a veces, creo que se ha exagerado su consideración como antifalangista dentro del régimen. Por otro lado, resulta difícil de trasladar a la esfera pública la idea de «fascistizados». Hay que hacer un esfuerzo para explicarlo con claridad, no estoy seguro de si contribuye o no a aclarar la cuestión.
-Se ha sostenido que en España ha tenido lugar una Transición de la dictadura franquista a la democracia, sin ruptura ni cambios en el aparato del estado; la ruptura sí se habría producido, por el contrario, en Alemania e Italia tras la derrota del fascismo en la segunda guerra mundial. ¿Estás de acuerdo con estas interpretaciones o habría que matizarlas?
Matizaría bastante. La ruptura brusca existe en Italia y Alemania porque, en efecto, es derrotado un régimen fascista y se constituye una democracia. Pero en la Transición española también habría, en ese sentido, una ruptura. Muchas veces las rupturas se mezclan con las continuidades. Tal vez se haya idealizado lo ocurrido en Alemania, Italia, Francia y otros países europeos, donde hubo muchos elementos que pervivieron. Por ejemplo, en el caso italiano, el Concordato fascista con el Vaticano se mantuvo posteriormente; además, buena parte de la legislación fascista se mantuvo hasta los años 50 y 60. La razón es que muchos aspectos recogidos en la Constitución, por ejemplo penales o respecto a la censura, tardaron años en desarrollarse mediante legislación concreta. La depuración de jueces y policías que venían del fascismo fue, asimismo, bastante leve. En Alemania se produjo una ruptura legal mayor, pero ocurrió lo mismo: la pervivencia en los aparatos del Estado de muchísimos nazis. Esto desmiente la idea que tenemos a veces de que en 1945 cambió todo en Europa. En Francia hubo mucha gente que colaboró con el Régimen de Vichy, y que todavía en los años 60 eran altos cargos de la policía. El caso más conocido es el de Maurice Papon, jefe de la policía francesa responsable de la matanza del Sena, en 1961, donde hasta dos centenares de argelinos murieron asesinados en París, durante una manifestación en el contexto del conflicto por la independencia de Argelia.
-¿Sostienes, por tanto, que la Transición española implicó una ruptura con la dictadura franquista?
Hay una ruptura en el plano legal bastante clara. Se pasa de una dictadura con un importante componente fascista a una democracia parlamentaria, con todos los límites que se quiera. Casi todas los han tenido. Pero la legitimación del poder cambia radicalmente. Otra cuestión son los límites impuestos por la presencia del ejército y la pervivencia absoluta de los aparatos del Estado, que no es parcial como en otros países: en el caso español es enorme.
-Las interpretaciones oficiales de la Transición española han puesto el énfasis en el papel «reformista» de las élites, que pilotaron el cambio. Figuras como la del monarca Juan Carlos I de Borbón, Adolfo Suárez o Torcuato Fernández Miranda, sumadas a una izquierda «responsable», una derecha con capacidad de reciclarse y la madurez del pueblo español hicieron posible el cambio político. El «búnker», los sectores más ultramontanos de la policía y el ejército, así como los llamados «incontrolados» de extrema derecha presionaban a la contra. ¿Qué influencia tuvieron en el proceso las clases populares?
Respecto a las líneas de investigación sobre los sectores sociales de la oposición, hay trabajos desde la década de los 80 y un desarrollo mucho mayor a partir de los 90. Estos estudios han irrumpido con fuerza por ejemplo en Cataluña (Pere Ysàs o Carme Molinero, entre otros) y también en el País Valenciano hay algunos (Alberto Gómez Roda, Carlos Fuertes, Maria Hebenstreit, entre otros). Se ha ido avanzando en el estudio del movimiento obrero y sobre todo de las Comisiones Obreras. Es muy significativo que se hayan realizado estudios en los territorios más emblemáticos, como Madrid, Cataluña o Asturias. Las investigaciones han tratado también el movimiento estudiantil, las asociaciones de vecinos, los movimientos de mujeres, los abogados laboralistas, etc. Estos trabajos otorgan mucho más valor a la oposición antifranquista desde abajo que la que tiene en los relatos oficiales y centrados en las élites.
-Sin la agitación en la calle de la clase obrera y los movimientos sociales, ¿se hubiera producido la Transición a la democracia de otro modo, tal vez habría establecido unos límites más estrechos? En otros términos, ¿fue la presión popular la que forzó a la dictadura a hacer reformas?
Sin la presión del antifranquismo, seguramente ni siquiera se hubiera producido la Transición tal como hoy la entendemos, como un cambio significativo de Régimen. Tal vez lo habrían impedido los sectores más duros de la dictadura. Sí se hubiera producido una transición postfranquista en el sentido de que, al morir Franco, lógicamente han de darse algunos cambios. Pero sin una oposición fuerte, el Régimen habría intentado continuar. Una democratización, ni por asomo. Incluso gente como Fraga (Vicepresidente segundo y ministro de la Gobernación entre diciembre de 1975 y julio de 1976), presentado como «democratizador» y como uno de los «reformistas» de la dictadura, seguramente hubiera tenido dificultades para sacar adelante su muy moderado proyecto. Distinguiría dos periodos. Hasta 1975, la presión del antifranquismo ya aseguraba que muerto Franco se darían cambios de un cierto relieve. A partir de 1976, con Suárez en el gobierno y con la decisión de realizar cambios importantes, es la presión de la calle la que amplía mucho más los márgenes. Primero se trataba de forzar que la dictadura no pudiera continuar; después, una vez abierto el proceso en dirección a la democracia que en buena medida se condujo desde arriba, el objetivo era ampliarlo mucho más. En los dos periodos fue importante la presión popular.
-En obras colectivas has publicado dos artículos sobre la relevancia del fútbol para la dictadura («De la azul a ‘La Roja’. Sobre fútbol e identidad nacional española durante la dictadura franquista y la democracia»; y «La patria en los estadios. Fútbol, nación y franquismo»). ¿Cuál es la conclusión?
Estos trabajos fueron unas primeras aproximaciones. El franquismo tuvo un interés grande en el fútbol, un fenómeno que en principio pudiera parecer ajeno a la política. Los discursos en relación con el fútbol cambian sustancialmente en función de la percepción que el país tiene de sí mismo. Así, todo el discurso sobre la selección española basado en la furia y la raza es una manera de entender la españolidad, que no era sólo propia del franquismo pero que el Régimen tenía bastante clara. Es una manera de entender la nación que a veces ni siquiera tiene una base real en hechos. La selección española que ganó la Eurocopa de 1964, tras derrotar por dos goles a uno a la URSS, era un equipo muy técnico para la época. Y sin embargo se hablaba de la furia. En los últimos años los éxitos de «La Roja» -que ganó la Eurocopa de 2008 y 2012, y el Mundial de 2010- se insertaron, sobre todo antes de que la crisis golpeara con más fuerza, en el discurso de una nación avanzada y moderna.
-El profesor de la Universidad Complutense José Luis Ledesma afirma, sobre el coste humano de la violencia en la guerra de 1936 y la posguerra, que la represión terminó con la vida de cerca de 50.000 personas en la zona republicana y un mínimo de otras 130.000 en la España de Franco (unas 40.000 de ellas durante la posguerra), aunque la cifra real pudo ser mayor y según algunas fuentes superar las 150.000. Hay historiadores de derechas que apuntan otras cifras. ¿Dónde radica la frontera entre el debate historiográfico y la batalla política? ¿Existen las discusiones académicas políticamente neutras?
Las polémicas académicas están siempre atravesadas por significados políticos. En la academia no hay personas al margen de la sociedad en la que viven. Aunque algunos académicos ni siquiera se den cuenta, son portadores de unas ideas políticas y de una cosmovisión. De hecho, las polémicas historiográficas más importantes tienen un trasfondo político, porque están impregnadas de ideología y porque tienen consecuencias políticas. Pero esto no significa que tenga que darse una batalla propagandística. Por un lado se puede hacer historia con rigor en el manejo de los datos, debate metodológico bien afinado y una base empírica fuerte que justifique las afirmaciones. Éste es el terreno del debate académico. Por otro lado puede hacerse una historia que esté orientada a defender una posición política. A mi modo de ver, esta última opción no es la correcta. ¿Ejemplos de otros debates politizados? Los debates sobre la construcción del estado-nación en España están bastante politizados. También los debates sobre la II República revisten otra vez una notable politización; hace 20 años esto no era tan acusado, pero hoy se han vuelto a convertir en objeto de batalla. Sin embargo, hay «batalladores» con rigor académico (aunque uno pueda estar en desacuerdo con sus afirmaciones) y otros que hacen pura propaganda. Los temas relacionados con el franquismo y la represión tienen un grado de politización importante; lo mismo ocurre con la Transición.
-El rigor que defiendes, ¿pierde fuerza en la Historia Oral? La memoria no sólo es selectiva, también puede confundir hechos, vivencias y construir relatos perfectamente elaborados que no se ajusten a la realidad. Aunque sea de manera involuntaria. ¿Está totalmente asumida la Historia Oral en los departamentos de las facultades? ¿Crees que los documentos, archivos o censos son más fiables que los testimonios de las personas?
La Historia Oral está, o debería estarlo, totalmente asumida. Hay una cuestión previa. La memoria no es historia, es selectiva, y lo que nos dice un testimonio oral siempre hay que cuestionarlo. Pero lo mismo ocurre con un documento de archivo. La crítica de fuentes opera tanto para las orales como para las escritas. Las fuentes orales exigen una visión crítica de cómo se construye la memoria, conocer esos mecanismos y tenerlos en cuenta a la hora de entrevistar a alguien.
-¿Cuál ha sido tu experiencia en relación con la Historia Oral?
Para la tesis doctoral, entrevisté en Cantabria a personas que formaban parte de los apoyos al franquismo. El objetivo no era reunir un volumen importante de fuentes orales, ya que me basé principalmente en los archivos y la prensa. Los testimonios aportaron una visión complementaria, que me ayudara a entender -ante el oscurantismo del Régimen- algunos detalles de opinión y mentalidad en los diferentes sectores de la dictadura. La mayoría de las personas que entrevisté no querían ser grabadas, algunas tampoco permitieron que tomara apuntes. Así, tras un rato de conversación, tenía que entrar en una cafetería para pasar a limpio las informaciones. Entrevisté en Santander y algunos pueblos de Cantabria a falangistas, monárquicos de la rama juanista, carlistas y algún católico del sector de Gil Robles, entre otros.
-Por otro lado, en artículos y obras colectivas has escrito sobre los poderes y cuadros locales del franquismo. ¿Qué relevancia tuvieron?
El poder local es una cuestión sobre la que se ha trabajado mucho, pero no siempre a partir de una buena base. La mayor utilidad se da cuando permite comprobar quiénes apoyaban al Régimen, en qué sectores la dictadura se sustentaba, a quiénes cooptaba y buscaba colocar al frente de los ayuntamientos y diputaciones provinciales. Hay una diversidad importante según las zonas del Estado. En general, se constata una tendencia a una cierta renovación de elites. Inicialmente, durante la guerra civil, el franquismo coloca en las zonas que controla a «pesos pesados» de la derecha autoritaria: exalcaldes de la dictadura de Primo de Rivera, jefes locales de Renovación Española, de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) o caciques de toda la vida. Puede comprobarse, por tanto, que hay una restauración muy clara de las viejas elites. Después se da una tendencia progresiva al cambio, por la cual entran en los ayuntamientos gente más joven que casi siempre son excombatientes y falangistas. El proceso empieza después de la guerra y se intensifica en los años 40. La razón es que al Régimen le interesa configurar una clase política totalmente adicta y, por tanto, prefiere gente nueva que antes no haya ocupado cargos (a veces hijos de personajes relevantes). La Falange, que acabará controlando los poderes locales, considera que son más fiables que las viejas elites. Esto ocurre en todo el Estado aunque con una intensidad diferente, según el peso del falangismo.
-En otro trabajo, «Falangismo y dictadura. Una revisión de la historiografía sobre el fascismo español», sintetizas los principales debates sobre la cuestión y pones al día las referencias bibliográficas. ¿En qué punto se hallan los debates?
La conclusión es que hay una revalorización del estudio del falangismo, que en los últimos años se está investigando en todas sus ramas: la Sección Femenina, el Frente de Juventudes, el Auxilio Social, el Sindicato Español Universitario (SEU), así como la presencia de la Falange a nivel local y provincial. Además, si en el pasado se estudiaba al partido falangista sólo en los primeros años de la dictadura y con la perspectiva de un aparato absolutamente dependiente del Estado, sin potencia propia, hoy se tiende a considerar que la Falange fue importante casi hasta el final del Régimen, además de uno de los principales sostenes de la dictadura y con un margen de autonomía dentro de las limitaciones que imponía Franco. Falange tenía una agenda propia, seguía las directrices que marcaba Franco pero pugnaba por sus posiciones políticas.
-¿Se continúa defendiendo la tesis de que la Falange fue el gran aparato de agitación, propaganda y movilización de la dictadura franquista?
Se mantiene esta tesis, pero se ha profundizado en la investigación de los mecanismos. Por ejemplo en «La captación de las masas. Política social y propaganda en el régimen franquista» la historiadora Carme Molinero ha estudiado cómo los falangistas tratan, a través de su discurso, de hacerse con apoyos sociales más amplios. Con un éxito escaso respecto a la clase obrera, pero sí en otros sectores. Por ejemplo, Àlex Amaya ha estudiado el discurso del diario «Pueblo», desde los años 60 con Emilio Romero, uno de los referentes periodísticos del franquismo.
-¿A qué elementos discursivos te refieres?
Tal vez algunas de las cuestiones más persistentes sean el populismo y la obsesión por la unidad nacional (territorial, pero también en un sentido superador de las clases). Falange se presentaba a menudo como la defensora del pueblo frente a las supuestas oligarquías o sectores «antinacionales». Se reclamaban como una especie de «izquierda» del Régimen, incluso había sectores que se autodenominaban la «izquierda nacional». En ocasiones se despachaba al antifranquismo como «antinacionales», al servicio de la URSS, las potencias extranjeras y la masonería. También apuntaban a un «enemigo» interno: las oligarquías del capitalismo español, que son quienes frenan la revolución «nacional-sindicalista». Se les permitía hacer este discurso, ya que era funcional al Régimen.
-Por último, en 2016 has editado con José Babiano y Francisco Erice, «E.P. Thompson. Marxismo e Historia Social», publicado por Siglo XXI a iniciativa de la Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM). ¿Qué resaltarías de la obra del historiador británico?
El libro surge de unas jornadas que realizamos en 2013, a los 50 años de la publicación de «La formación de la clase obrera en Inglaterra», uno de los clásicos de la historia social. Fue un libro tremendamente influyente. Nos pareció un buen momento para evaluar su importancia, y ver hasta qué punto se mantenían vigentes las ideas y aportaciones de Thompson. La conclusión es que sus ideas «fuertes» continúan bastante presentes. La necesidad de hacer una historia desde abajo y atenta a las clases populares; también la necesidad de una historia social que tenga en cuenta la experiencia de vida de las personas, lo que incluye la cultura, las experiencias de trabajo y de vida, las relaciones económicas. En los últimos años se ha producido una deriva hacia la esfera exclusivamente cultural, de modo que la obra de Thompson puede servir para rearticular una visión más social. Pero los aspectos económicos, sociales y culturales son inseparables. Esto lo pone de manifiesto el libro.
Nota:
Artículo publicado en la revista «Historia, Voces y Memoria» de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires http://revistascientificas.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.