La crisis económica, huérfana de responsables y de familia numerosa de damnificados, se apresta a centrarse en su próximo objetivo: el mercado laboral y su reforma. A los países que, como España, se resisten a abrazar medidas como el abarato del despido, el menor gasto público reflejado, principalmente, en pérdida de coberturas sociales; gobiernos que […]
La crisis económica, huérfana de responsables y de familia numerosa de damnificados, se apresta a centrarse en su próximo objetivo: el mercado laboral y su reforma. A los países que, como España, se resisten a abrazar medidas como el abarato del despido, el menor gasto público reflejado, principalmente, en pérdida de coberturas sociales; gobiernos que no quieren congelar el sueldo funcionarial o privatizar los sectores públicos rentables, a estos gobiernos se les castiga con rebajas en la calificación de su deuda pública, por parte de los mismos oráculos en forma de agencias externas de calificación que no supieron o no quisieron predecir la caída de AIG y otras megaempresas, que disfrutaron de su máxima calificación casi hasta el día posterior a su bancarrota.
El cero al Gobierno continúa desde España y desde el exterior: el Banco de España cansa nuestros oídos con sus recomendaciones de reformas del mercado laboral, es cierto que para ellos es un mercado donde se venden, compran y alquilan trabajadores. Instituciones multilaterales como la UE y el FMI lo apoyan en sus consejos, los creadores de las políticas de ajuste estructural han puesto sus ojos en países más rentables: Grecia, Portugal, España, tal vez Italia.
La última recomendación resulta alarmante: abarato del despido (un clásico) hasta hacerlo casi irreconocible (la indemnización por despido «progresiva» parece consistir en abaratar la de los trabajadores de largo plazo y de limosnear a los temporales) y negociación colectiva «local»: con la miserable excusa de que los convenios marco o sectoriales dejan en manos de las grandes empresas el futuro y las condiciones de trabajo también de los trabajadores de las pequeñas y medianas, se propone que desaparezcan estos acuerdos, sustituidas por una negociación amistosa (y, por supuesto, en igualdad de condiciones) entre cada patrón individual y sus trabajadores, dejando a la bondad del mismo la suerte de los segundos.
Las alternativas para los trabajadores resultan un tanto crueles: si el gobierno aplica estas medidas perderán derechos conseguidos en muchos años de lucha; si no las aplica, la salida de la crisis será más lenta y dura, con la colaboración desinteresada de las agencias de calificación, la desconfianza de los mercados (de oídos prestos a los rumores que le convienen) y las lecturas de cartilla periódicas del Banco Central Europeo, el FMI y el Banco de España, ansiosos de que nos unamos al club neoliberal.