En el último mes se han publicado, a propósito de los escraches a políticos españoles, toda una serie de informaciones y opiniones que sería conveniente matizar y contextualizar. Rosa Montero afirma, con razón, que los políticos no deberían preocuparse por los escraches porque, tras décadas de hacer oídos sordos al pueblo, el pueblo tiene por […]
En el último mes se han publicado, a propósito de los escraches a políticos españoles, toda una serie de informaciones y opiniones que sería conveniente matizar y contextualizar.
Rosa Montero afirma, con razón, que los políticos no deberían preocuparse por los escraches porque, tras décadas de hacer oídos sordos al pueblo, el pueblo tiene por lo menos derecho al pataleo. Pero los escraches son mucho más que dar cuatro gritos en un portal. Según Diana Taylor, profesora en NYU, son una práctica de denuncia social con toda una historia detrás, inscrita en el «ADN de la performance«, que convierte a sus protagonistas y espectadores en herederos del esfuerzo y la lucha por definir su identidad nacional.
El primer escrache, performado en Argentina en 1996, fue organizado por la asociación de Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S). Su objetivo era denunciar y escarnecer públicamente al Dr. Magnasco, quien durante la dictadura atendió a las prisioneras políticas que daban a luz en la Escuela Superior de Mecánica de la Armada. Los recién nacidos eran luego secuestrados y entregados a familias afines al régimen.
Susana Kaiser, quien vivió de cerca la dictadura argentina y sus efectos devastadores, afirma que los escraches son una forma novedosa y dinámica de denunciar la impunidad y la amnesia política. Obligan a la sociedad a confrontar «los efectos específicos de su fracaso para administrar justicia» y a repensar su política hacia las violaciones de los derechos humanos.
Evidentemente, aquello que los escraches denunciaban en la Argentina entonces, y en España ahora, no es comparable. El primer genocidio fue literal, aunque algunos no consideren adecuado aplicar el término acuñado por Raphael Lemkin; el segundo ha sido figurado, y ha dado al traste con las esperanzas de avance y progreso de mi generación.
En España no ha habido violación de los derechos humanos. ¿O sí? Sería más que posible plantear una duda razonable. La Declaración Universal de los Derechos Humanos estipula el derecho a una vivienda adecuada, pero la forma en que los gobiernos protegen e implementan este derecho fundamental sigue siendo tierra de nadie. España -sin poseer la legislación ejemplar de Sudáfrica o Argentina- no ha logrado siquiera regular el uso del suelo para evitar la especulación, tal y como especifica el artículo 47 de la Constitución Española.
En cualquier caso, lo que sí es indiscutible es que hemos fracasado a la hora de administrar justicia en el caso de los desahucios, la corrupción política y tantos otros.
Por su parte, Fernando Savater, considera que los escraches son algo democráticamente intolerable. La democracia, afirma el pensador, consiste en parte de «procedimientos, garantías y respeto constitucional» que los escraches supuestamente vulneran. El problema es que, la otra parte, la más olvidada, es la democracia como experiencia colectiva de autogobierno y autonomía. ¿Acaso no es la acción ciudadana la mejor escuela para formar ciudadanía? ¿Por qué se nos niega ahora a los españoles el derecho a disentir -de forma ilegal, en ocasiones- que sí tuvimos en el pasado? Al fin y al cabo, de esa dolorosa oscilación entre disenso y consenso nació nuestra democracia.
Un escrache no es golpista, ni es antisistema, ni es, como pretende Cristina Cifuentes, «filoetarra», y definitivamente no es «antidemocrático», tal y como nos asegura el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. Todo lo contrario. Siempre y cuando no derive en actos violentos, puede servir de catarsis, terapia y cauce para expresar tanto desamparo. Y no disminuye su valor el hecho de que todavía no esté contemplado en el derecho de manifestación. Por eso Guillem Martínez hace tan bien al definirlo, en su columna de opinión, como «derecho donde no lo hay».
Pese a todo, lo triste es que sin vergüenza y escarnio público no hay escrache. Y aquí la bondad de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) se hace notoria. Suponer que los políticos españoles que son víctimas de un escrache poseen vergüenza, en grado alguno, es mucho suponer.
La clase política dirigente está en la inopia más absoluta acerca de la precaria realidad que soporta el español de a pie. Su desvergüenza es tal, que ya ni siquiera pretenden velar por el interés y el bienestar de sus ciudadanos. A la clase dirigente, en cambio, le preocupan los escraches. Les preocupa, y mucho, que estas manifestaciones de identidad y conciencia moral colectiva se generalicen.
Han perdido el norte. Y el sur. Y se les acabó el agosto. Son una camarilla desordenada de mamporreros del capital. Hasta Europa ha declarado ilegal nuestro procedimiento de ejecución hipotecaria.
A quien me pregunte, le diré, que los escraches anuncian la primavera.
Vicente M. López Abad es escritor, becario Fulbright y doctorando en literatura hispánica en la Universidad de Wisconsin-Madison
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