Desde que Bodino escribiera Los seis libros de la República en 1576, el concepto de soberanía ha recorrido un largo camino. En un principio se asociaba al Estado absolutista e implicaba la potestad de expedir y derogar leyes y obtener la obediencia de los súbditos sin necesidad de su consentimiento. Sin embargo, no será hasta […]
Desde que Bodino escribiera Los seis libros de la República en 1576, el concepto de soberanía ha recorrido un largo camino. En un principio se asociaba al Estado absolutista e implicaba la potestad de expedir y derogar leyes y obtener la obediencia de los súbditos sin necesidad de su consentimiento. Sin embargo, no será hasta bien entrado el siglo XVIII, tras un arduo conflicto social y político, que se reconozca al pueblo como verdadero titular de la soberanía y se afirme el papel de la ley como expresión de la voluntad popular. Había hecho su aparición Rousseau. Desde entonces, la idea de soberanía ha sido desarrollada y matizada por innumerables pensadores, generalmente en el sentido de establecer límites al poder del Estado e introducir garantías frente a la arbitrariedad. Pero conservando siempre aquella sustancia que había identificado Rousseau y que está en la base de la democracia: la capacidad de los pueblos de autogobernarse y decidir el modelo social, económico y político en el que desean vivir.
Pues bien, la Unión Europea es la negación de la soberanía y de la democracia. Lo hemos dicho en el pasado y no vamos a insistir mucho en ello. La Europa neoliberal ha exacerbado la competencia entre países, ha liquidado los derechos sociales y está corrompiendo los valores cívicos de las sociedades europeas. Aún más, el neoliberalismo ha dividido el continente europeo en un núcleo de países industrializados dirigido por Alemania y una periferia cada vez más dependiente desde el punto de vista económico. En el espacio europeo no hay lugar para las políticas redistributivas; aquí lo único que cabe es un neomercantilismo feroz e inmisericorde que, en el mejor de los casos, genera crecimiento empobreciendo a las mayorías sociales. Los ciudadanos europeos empiezan a entender el significado de la lex mercatoria que impera en Europa: voten lo que voten, siempre es lo mismo. Y si alguien osa desafiar la autoridad de Bruselas, los mercados le hacen entrar en razón desencadenando ataques especulativos hasta provocar un corralito bancario. Primero fue Grecia. Ahora, tal vez, Italia.
Ha llovido mucho desde la aprobación del Tratado de Maastricht. Tras casi tres décadas de neoliberalismo, las sociedades están reaccionando en el sentido previsto por Polanyi. Millones de personas lo han perdido todo y asisten atónitas a la desintegración de sus comunidades sociales. La miseria se extiende cada día y la juventud carece de horizonte. ¿Acaso puede sorprender el auge que el populismo de derechas está experimentando en Europa? ¿Puede extrañar la reaparición de demandas de soberanía, de seguridad, de protección frente a las consecuencias deletéreas del mercado autorregulado? Cada vez más ciudadanos apelan al Estado y reivindican un marco nacional porque saben que es el único en el que pueden intervenir y vencer. Tildarlos de «fascistas» es no entender, o no querer entender, la verdadera naturaleza de la Unión Europea, su carácter jerárquico y destructivo, su orientación profundamente antidemocrática. La re-nacionalización de la política europea no es un efecto coyuntural de la competencia entre partidos, sino el producto histórico de la globalización capitalista y de la forma específica que ésta ha adoptado en Europa.
Llegados a este punto, tenemos que ser claros. Lo que se está produciendo en Europa no es un enfrentamiento entre un fascismo atávico y un europeísmo pretendidamente liberal y cosmopolita. Lo que se está produciendo en Europa es un enfrentamiento entre dos nacionalismos exacerbados por la competencia que tiene lugar en la economía europea: el nacionalismo económico de Alemania, que propugna una política neomercantilista, y un nacionalismo reactivo y revanchista que emerge en países como Italia, Francia o Gran Bretaña, por no hablar de Europa del Este. El europeísmo vacuo que exhiben las élites políticas y económicas, su defensa cerrada del euro y del mercado único, no es más que una coartada ideológica del nacionalismo económico alemán. Hace casi doscientos años, el gran economista alemán Friedrich List advirtió lúcidamente que la doctrina cosmopolita obedecía a razones nacionalistas de los países industrializados, que predican la libertad de comercio a los países pobres sólo cuando saben que no pueden competir con ellos.
El europeísmo y el globalismo pueden todavía cautivar a las clases medias intelectuales, pero no frenarán el avance del populismo de derechas. Para ello se necesita una nueva síntesis política que sea capaz de interpelar a los estratos populares con ideas fuertes, con pasión e imaginarios radicales. La clave es unir un discurso dirigido a las grandes mayorías sociales con un programa orientado a la defensa de la dignidad de las clases populares y trabajadoras: la recuperación de la soberanía como base de la democracia; la reindustrialización de España a partir de la intervención pública en la economía; una política orientada al pleno empleo; y una profunda transformación del Estado en un sentido republicano, federal y democrático. Naturalmente, ello exigirá un replanteamiento de las alianzas internacionales y una nueva unión entre los países europeos que respete la soberanía de los Estados: una Europa confederal. De fondo, la posibilidad real de una gran alianza entre las clases trabajadoras, los estratos medios empobrecidos y las pequeñas y medianas empresas golpeadas por la globalización. Si no la construye la izquierda, no lo hará nadie.
El soberanismo ha venido para quedarse. Lo que estamos viendo sólo son los primeros vientos de la tempestad que se avecina. A estas alturas, la única pregunta relevante es quién hegemonizará las fuerzas sociales que ha desencadenado la globalización y que demandan protección, seguridad, identidad. La inquietud de las élites neoliberales europeas resulta comprensible: es el correlato lógico de su hostilidad al Estado y a la democracia. Por el contrario, la postura de algunos intelectuales de izquierda es muy difícil de entender. Las personas que nos han criticado estos días soslayan que el control de la soberanía es una condición indispensable de la democracia. No parecen comprender el carácter dependiente y subalterno del país en que viven. Rechazan, en fin, cualquier posibilidad de realización histórica concreta de las aspiraciones populares. Hermann Heller escribió algunas páginas luminosas sobre esta contradicción del movimiento socialista. La única alternativa real al populismo de derechas es una síntesis política que anude soberanía, democracia y socialismo como respuesta a los sufrimientos sociales provocados por el neoliberalismo. Pero una cosa es segura: el futuro de los pueblos se construirá sobre las cenizas de esta Unión Europea.
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