Pocas cuestiones tienen tanta presencia en la escena política y en la vida cotidiana, y tantas consecuencias de todo orden, como la que se relaciona con la vivienda y su valor en mercado, y pocas se presentan de forma más confusa cuando se trata de explicar la naturaleza de ese valor y la manera como […]
Pocas cuestiones tienen tanta presencia en la escena política y en la vida cotidiana, y tantas consecuencias de todo orden, como la que se relaciona con la vivienda y su valor en mercado, y pocas se presentan de forma más confusa cuando se trata de explicar la naturaleza de ese valor y la manera como evoluciona en nuestras ciudades. La razón sin duda está en el empeño en convertir el problema en un asunto estrictamente económico o, peor aún, en una cuestión mercantil -cosa de empresarios y mercaderes en definitiva-, para que resulte legítimo confiar la solución del problema del alojamiento al sector inmobiliario privado y a su aliado financiero. Y todo en la medida en que la segunda revolución industrial ha proporcionado un abundante caudal de rentas salariales que sólo necesitaban las condiciones adecuadas para materializarse como patrimonio inmobiliario familiar de forma generalizada.
Digamos de entrada, para centrar la cuestión, que si se trata de un mercado es tan raro que incumple todas las condiciones y los rasgos propios de un mercado. Es un estado de excepción, cuya rareza fundamental es que no cumple las leyes de la oferta y la demanda en términos generales. Madrid puede ilustrar este desencuentro ya que llevamos casi una década produciendo del orden de 70.000 viviendas anuales en la región -se ha llegado a las 80.000 en los últimos años, superando la producción de los años 70 cuando se estaba construyendo el sistema metropolitano actual, con tasas de inmigración espectaculares-, y eso sin un crecimiento demográfico apreciable. Más aún, ahora que aumentan los inmigrantes y que la presión de la demanda debería pesar sobre los precios es cuando se manifiestan los primeros síntomas, en muchos años, de desaceleración. No hay que recordar que mientras se alcanzaban cifras récord de producción se alcanzaban cifras récord de precios -¿o era a la inversa?- y se agudizaban los problemas de alojamientos para los grupos que verdaderamente lo necesitaban. Por cierto que muchos ciudadanos ante los síntomas de desaceleración se han alarmado por la posible depreciación de sus patrimonios inmobiliarios, especialmente los que aún no han terminado de pagarlos. Y tienen motivos para dudar si se atienen a las explicaciones oficiales y si no se toman medidas inmediatas.
O sea que además de las dificultades con la teoría y la práctica económicas, la cuestión de los precios de la vivienda presenta profundas ambigüedades en lo político y algunas contradicciones en lo social. Que los precios se estabilicen o bajen debería hacer la felicidad de los ciudadanos, pero sólo complace a un 15% más o menos, mientras se convierte en consternación general para el 85 o 90% restantes que son propietarios, y para el 100% si se enfoca desde los efectos generales sobre la economía. Admitámoslo, nuestro moderno proceso de urbanización -desde mediados del siglo pasado- se realizó con una fórmula de alojamiento que ha conducido a una situación llena de contradicciones, dominada por mecanismos complejos de formación de los precios que, además, son incapaces de dar respuesta a las necesidades de alojamiento de los grupos sociales más débiles: jóvenes que quieren emanciparse, inmigrantes y empleados precarios, sobre todo. Se puede decir de paso que, aunque no se han establecido las correspondencias entre este fenómeno del alojamiento y el descenso de la natalidad, seguro que existen y que se integran ya en un círculo vicioso.
Así pues, la fórmula que ha gobernado el proceso de urbanización tiene la clave de los fenómenos de valoración de la vivienda que hoy podemos observar y de algunos efectos bastante perniciosos en la estructura social y demográfica de nuestra formación social. Ya no se trata pues de una cuestión mercantil sino que adopta dimensiones sociales e históricas fundamentales, yo diría que estructurales. Y es precisamente la manera cómo esas dimensiones sociales se materializan lo que condiciona la evolución de eso que se llama el mercado de la vivienda y el problema general del alojamiento. Así que vamos a hacer un poco de historia. Breve y esquemáticamente, se puede decir que el moderno proceso de urbanización en España se hizo de la mano del desarrollo industrial bajo condiciones de desregulación. Es decir, sin la presencia de los mecanismos reguladores propios del Estado de Bienestar, y sin movimientos sindicales, por lo que los salarios eran bajos y las condiciones de trabajo muy duras.
Aquí no disfrutamos de alternativas sociales al problema del alojamiento como las de Francia o Reino Unido, aunque el traslado masivo de la población rural a las ciudades lo hicimos en menos de la quinta parte del tiempo que ellos emplearon. Las viviendas que proporcionaron algunas instituciones del régimen franquista (la Obra Sindical del Hogar y el INV) nada tenían que ver con el Estado del Bienestar.
Se trataba de intervenciones de tipo paternalista y clientelar al margen de mecanismos fiscales que en realidad no existían y que decaen definitivamente a finales de los años 50, aunque permitieron esbozar el mapa social de algunas ciudades que van a crecer inmediatamente de forma espectacular. La desaparición de estas instituciones públicas deja en el tablero del espacio social apenas esbozado a los usuarios y al sistema promocional frente a frente. Un encuentro difícil, con instrumentos deficientes. Ni los usuarios disponían de rentas suficientes, ni el sistema promocional tenía las claves ni la capacidad para producir viviendas en condiciones y cantidades adecuadas, y mucho menos la ciudad que se necesitaba. El sistema de subvenciones es el único mecanismo que permite acercar posiciones, es decir, precios y capacidad de pagar, junto con un sistema financiero que dirigen las Cajas de Ahorro. Así, con muchos déficits de equipamiento y mala urbanización, se construyen las grandes periferias urbanas y metropolitanas durante los años 60 y 70. Lo cierto es que, a finales de los 70, cuando se dibuja nítidamente la crisis del modelo de industrialización que había dirigido todo este proceso de urbanización, el 80 % de la población urbana española se alojaba en su propia casa que constituía su principal, aunque en general modesto, patrimonio. Nunca en la historia de España había ocurrido algo semejante.
La reordenación del espacio social y el boom
Los años 80 se inician bajo el signo de una reorganización del modelo de crecimiento que intenta implantar un Estado del Bienestar que la derecha irá desmontando a medida que vaya llegando a las instituciones. A la relativa homogeneidad del conjunto de asalariados de la industrialización reciente, le sigue un proceso de diferenciación social que se corresponde con las categorías laborales de la nueva sociedad, más tecnificada y estratificada en sus modos de vida y de consumo, con sus grupos emergentes y sus grupos en declive, con una remodelación piramidal que se apuntala con nuevas dimensiones -la nueva división internacional del trabajo- que aporta el fenómeno de la globalización. Y aquí es cuando nace el nuevo operador que nos conduce a la situación actual, mientras va remodelando el espacio social heredado. En realidad es al revés, es la construcción de la física de una sociedad más diferenciada que reordena en una jerarquía sus amplios efectivos de clase media, lo que genera el mecanismo que asegure la segregación efectiva y duradera de los diferentes componentes de la sociedad. Ese operador es la renta inmobiliaria, es decir, el precio de la vivienda que vincula renta familiar y espacio urbano y que, si bien, presenta ciertas dificultades para ser verdaderamente eficiente -el tamaño dispar de la vivienda desdibuja su efectividad, por ejemplo-, tiene otras muchas ventajas. La primera de ellas es que es universal, en el sentido de que a mediados de los 80, cuando se produce el primer boom inmobiliario, la mayor parte de la población dispone ya de una vivienda. También que esa vivienda representa un valor que se corresponde con la renta familiar. O sea que se parte con un material muy modelable y con un esbozo de forma: la población ya se encuentra clasificada según su renta según una geografía relativamente precisa. Y un motor.
Ese patrimonio inmobiliario que es sobre todo un patrimonio de lugar en la ciudad, en el espacio social de la ciudad, resulta suficiente para algunas familias pero muchas piensan que no es el lugar que les corresponde, que nuevas modalidades de vida les atraen y que su renta disponible en la nueva situación les permite aspirar a mejorar su posición. Y se inicia un gran movimiento que ahora se nutre con las nuevas rentas, con el patrimonio ya consolidado -sólo hay que vender la vivienda actual- y con un sector financiero que, por fin, puede disponer libremente de su crédito. La capacidad de pagar de las familias se ve así multiplicada y no tarda en reflejarse en los precios. Ese primer boom que se inicia alrededor de 1985 se quiso ver como un problema de escasez de oferta de suelo o como una burbuja pero nadie aceptó entonces que se trataba una transformación del espacio social con nuevos mecanismos de modelado. Y eso que presentaba fenómenos espaciales bastantes elocuentes, como la vuelta al centro urbano, -una especie de reencuentro con la ciudad después de un largo exilio en la periferia que tuvo incluso sus dimensiones culturales: la movida- de ciertos grupos emergentes de clases medias. Estos ciudadanos podían añadir al valor de su patrimonio en la periferia sus rentas mejoradas recomponiendo el espacio central de la ciudad y modernizando buena parte del parque histórico edificado, al mismo tiempo que revitalizaban sus calles y sus servicios. Fue un fenómeno intensivo que en algún momento alcanzó dinámicas inmobiliarias muy altas. En 1987 se venden en Madrid del orden de 70.000 viviendas, la mayoría de segunda mano, lo que demuestra su escasa relación con la producción inmobiliaria privada que por entonces no superaba las 10.000 viviendas anuales. Este primer momento de construcción del nuevo espacio social se concluye a finales de la década.
Después de un corto periodo de asentamiento en el que los precios se estabilizan, a mediados de los 90, y alentados por la bajada de los tipos de interés que multiplican la capacidad de endeudamiento de las familias que han consolidado posiciones en el nuevo escenario laboral, se desencadena el segundo boom, ese que ahora empieza a manifestar síntomas de agotamiento. En este segundo boom hay diferencias notables con respecto al primero. Ahora, la consolidación del espacio de clases central -ese espacio fuertemente jerarquizado del primer boom- se complementa con un fenómeno paralelo más allá de la M-30, siguiendo el modelo del suburbio de clase. En cierto modo es una duplicación del espacio social que adopta dimensiones metropolitanas y que resulta muy costoso para los usuarios y para los recursos colectivos empleados en construir infraestructuras tan caras como ineficientes.
En cierto modo, la M-30 renovada expresa la conexión entre estos dos universos que reproducen el mismo o parecido espacio social en dos versiones. Si el primer boom se materializó bajo la cultura mesurada del Plan de 1985 inspirado en la teoría de la austeridad, con reutilización del patrimonio edificado en la almendra central de la ciudad y una intervención muy selectiva del sistema inmobiliario privado, el segundo es hijo directo de la nueva alianza financiero-inmobiliaria, inspirado en el neoliberalismo más zafio, y centrado en la urbanización periférica.
Si entre las oscuras sombras del primero luce la idea de ciudad, de ciudad viva y ciudadanos activos aunque muy depurados, en el segundo la oscuridad se ensombrece aún más con la desaparición de cualquier rastro de lo urbano y la destrucción generalizada del territorio. Si el primero consolidó el núcleo del espacio de precios sobre el que cada familia orientó su localización más ajustada a sus posibilidades y aspiraciones, el segundo amenaza con sus excesos ese orden riguroso, poniendo en peligro la estabilidad de todo el sistema de precios y su estructura geográfica. Pero no nos engañemos, tanto uno como otro perseguían la construcción de un orden exclusivo y excluyente, un espacio segregado para consolidar la segregación. Y una jerarquía no es un organismo.
Así pues, el sistema de precios actual de la vivienda con su mapa característico expresa la capacidad de acumulación de las familias durante una o dos generaciones -capacidad diferenciada y desde los años 60- y la voluntad colectiva, de crear un espacio de estatus -o de clase puesto que es consciente-, diferenciado por la calidad de la vivienda y por el entorno, por las modalidades de vida y de consumo, pero sobre todo por el vecindario, que se ajuste a los anhelos identitarios de estos (nuevos) grupos que cobran en su propio paisaje la necesaria conciencia de clase. Todo ello construido según un cuadro general de representaciones que se actualiza periódicamente y que describe «lo normal» para cada estrato. El propio sistema de precios de la vivienda y su mapa (su forma espacial) integra de manera muy precisa ese cuadro de representaciones que informa nuestra memoria colectiva. La construcción de un espacio de estas características, que tiene dimensiones económicas tan extraordinarias, es una obra colectiva también, cuyos rasgos y cuya métrica van a ser defendidos por todos sus integrantes.
Lo urbano como única alternativa
Nada de esto tiene que ver con el proceso de producción real de una vivienda. Está claro que construir un metro cuadrado de vivienda apenas cuesta 800 €, ó 1000 € si se trata de calidades altas, pero si se pagan 5.000 ó 6.000 € (y mucho más) no es porque el propietario del suelo sea un siniestro especulador, sino porque los compradores desean estar en un determinado lugar al que se accede pagando esos precios, que ordenan la jerarquía, blindando sus sucesivos escalones convertidos en recintos de exclusión para los que están debajo, y evitando así contaminaciones que puedan afectar al valor de su inversión y a los incrementos que la evolución del sistema les vaya asignando. Y este mecanismo actúa a todos los niveles de la jerarquía ¿Quién no recuerda haber visto la consternación de los propietarios de viviendas de un modesto barrio ante la inminente instalación en él de un grupo de marginales por una operación pública de alojamiento social? Y en buena medida tienen razón porque lo más probable es que sus viviendas se deprecien considerablemente y sumen una desposesión más a las que ya han ido acumulando en su vida. A estas alturas, son los propios ciudadanos convertidos en inversores los que defienden ferozmente su patrimonio que, en un escenario de acumulación generalizada, ha seguido creciendo. Mantener a cada cual en su sitio -que es la condición fundamental de funcionamiento del sistema- cuando todos acumulan rentas exige corregir constantemente al alza los límites (los umbrales) que separan los grupos de clase: o sea, los precios. Una estabilidad prolongada del sistema de precios o un descenso, puede descomponer el tablero de juego. No ha ocurrido todavía en los últimos 50 años y no sabemos qué pasaría si ocurriese, pero se admiten hipótesis sobre qué clase de equilibrio sustitutorio pondríamos en marcha.
Si esto es así, y parece que es la única explicación que responde a todas las cuestiones que suscita el fenómeno, la figura del siniestro propietario del suelo que ha animado el discurso teórico y político desde hace medio siglo se desvanece considerablemente. En el primer boom hemos visto que brillaba por su ausencia y en el segundo donde la producción era dominante, parece que ha sufrido la competencia desleal de otros agentes, como concejales y sus asesores, agentes inmobiliarios con sus estrategias de suelo y toda una galería de personajes cada vez más pintorescos. La diferencia entre el coste de producción y el de venta -un precio de naturaleza social como hemos visto-, es demasiada y atrae a predadores cada vez más poderosos y especializados y a bastantes oportunistas. El diálogo entre promotor y propietario de la segunda revolución industrial, ha derivado en la comedia de enredo actual donde se multiplican los comensales y la corrupción de forma disparatada. La simple clasificación del suelo genera más dinero que la propiedad. Y ese es el objetivo central de nuestra legislación urbanística desde 1998: clasificar suelo. Urbanizarlo todo sin ninguna preocupación por hacer ciudades. Las ciudades, ahora, sólo son redes expansivas de infraestructuras y equipamientos privados para consumidores de clase. Construir ciudades era cosa de ciudadanos, urbanizar es cosa de promotores inmobiliarios y sus agentes políticos.
Toda la legislación del suelo sólo ha servido para sustituir al viejo propietario rural por el agente urbanizador y su corte de los milagros, pero ninguna de estas normativas se ha empeñado en recuperar para la colectividad, para la ciudad y los ciudadanos, la diferencia entre el coste de producción y el valor -los diferentes y jerarquizados valores- que adopta la vivienda, por voluntad colectiva, en los diversos lugares del mosaico social.
No hay que esforzarse para imaginar lo que una buena administración ciudadana podría hacer con ese volumen de recursos que ahora se acumulan profusamente entre las manos de operadores que, por otra parte, ya cuentan con sus beneficios ajustados a lo que hacen. Se podrían cubrir las necesidades de alojamiento de los grupos más vulnerables. Se podría reinventar lo colectivo, devolverle la dignidad a lo público hoy despreciado y al servicio de la segregación social. Ni el mercado, ni los intereses de los agentes inmobiliarios y sus aliados financieros, van a resolver el problema de los precios de la vivienda. No está en su mano, pero sí lo está agudizar sus desajustes y quedarse con todo el provecho. Ya va siendo hora que nos dejemos de leyes del suelo y pongamos en marcha la ley de la ciudad, a partir de una nueva cultura de lo urbano y del territorio.
* Fernando Roch es catedrático de Urbanismo, Departamento de Urbanismo y Ordenación del Territorio en la Escuela Técnica de Arquitectura de Madrid.