Recuerdo brevemente uno de los nudos señalados por Losurdo en su libro sobre el estadista soviético [1]: el retrato de Stalin del informe secreto de 1956 ha abonado indocumentadamente la tradición antiestalinista, al igual que las consideraciones de Trotsky. «Ampliamente convergentes entre ellos, ¿hasta qué punto estos dos retratos resisten la contrastación histórica?». Su respuesta: […]
Recuerdo brevemente uno de los nudos señalados por Losurdo en su libro sobre el estadista soviético [1]: el retrato de Stalin del informe secreto de 1956 ha abonado indocumentadamente la tradición antiestalinista, al igual que las consideraciones de Trotsky. «Ampliamente convergentes entre ellos, ¿hasta qué punto estos dos retratos resisten la contrastación histórica?». Su respuesta: ninguna de ambas aproximaciones resiste un análisis histórico detallado.
Dada la importancia concedida al XX Congreso, acaso tenga interés ver como un dirigente político de amplio y dilatado currículo se aproximaba a ese mismo Congreso del PCUS en fechas muy cercanas a la publicación del ensayo de Losurdo. Lucio Magri, a él me estoy refiriendo, publicó Il sarto di Ulm en 2009 [2], medio año después aproximadamente de la publicación del ensayo del autor de Contrahistoria del liberalismo. Un resumen con algo de detalle de su aproximación.
El XX Congreso del PCUS, recuerda LM, se llevó a cabo en febrero de 1956 durante diez días. Se desarrolló en dos fases por completo diferentes, tanto por su contenido como por el modo en que se realizó. La primera ocupó casi la totalidad de los diez días del encuentro y se inició con un informe de Kruschev que planteaba un análisis de la situación internacional y de la sociedad soviética, avanzaba una línea a adoptar para una y otra, citando a Stalin fallecido tres años antes solo en un par de ocasiones y, de pasada, «la proponía en nombre de todo el grupo dirigente, línea confirmada a lo largo del debate, si bien con diversos acentos». Este informe se aprobó por unanimidad y se publicó de inmediato.
La segunda fase ocupó sólo unas cuantas horas. Se limitó a un discurso de Kruschev, «al que no siguieron ni un debate ni una votación». Este segundo informe se difundió lentamente y a través de muchos canales y muchas versiones. De ahí el nombre, aún vigente, de «Informe secreto».
El discurso, señala LM, estaba dedicado exclusivamente a la denuncia implacable de la responsabilidad de Stalin y del culto a la personalidad que él mismo había cultivado, abonado y obtenido. ¿Era necesaria una división tan marcada en dos fases tan diferentes, una denuncia tan grosera y tan personalizada?, ¿no se podía introducir ese discurso acerca del pasado, con la necesaria dureza autocrítica, dentro de una reflexión más articulada y seria sobre la historia de la Unión Soviética, para proporcionar así una base más sólida a la valoración de lo que se quería conservar, y más clara sobre lo que ahora se debía y se podía innovar?, se pregunta Magri. Estos interrogantes, en su opinión, «estuvieron presentes de inmediato entre los comunistas, entre sus amigos e incluso entre aquellos que consideraban el XX Congreso, en conjunto, un histórico paso hacia delante». Jamás se profundizó en ello y todavía hoy no han encontrado una respuesta adecuada los anteriores interrogantes.
Una respuesta a la primera pregunta, apunta Magri, podría presentar, de hecho así ha sido defendida, el siguiente desarrollo: mientras que en torno a lo discutido por el congreso todo el nuevo grupo dirigente del PCUS tenía la misma posición, «el Informe secreto sería una iniciativa tomada por sorpresa durante el desarrollo del congreso y a riesgo personal de Kruschev». Esta respuesta, para LM, «tenía indudablemente algo de cierto -tanto que, un año más tarde, ese grupo dirigente se rompió definitivamente- pero no se sostenía». ¿Por qué? Porque todas las investigaciones y memorias sucesivas coinciden en afirmar que el Informe secreto «había sido comunicado, salvo en algunos casos particulares, a todos los miembros del Buró Político y fue por todos ellos aceptado con mayor o menor convicción».
Menos sostenible es la tesis de que el Informe fuera «secreto» con la intención de restringir el ámbito de los destinatarios y reducir así el impacto entre «las grandes masas tanto en el interior como en el extranjero». Se leyó y se difundió inmediatamente, sostiene LM, en asambleas de todos los afiliados abiertas a los demás ciudadanos, «se envió a todos los demás partidos comunistas con libertad para utilizarlo, y por último, fue publicado en los diarios estadounidenses, en Le Monde, en l’Unita». Nunca en la historia de la Unión Soviética un documento había sido leído y discutido por tanta gente en el mundo. Fue cualquier cosa menos un «informe secreto».
De ello se infieren según Magri dos conclusiones interesantes. La primera: esa ruptura era inevitable, «nadie podía oponerse frontalmente, por el simple hecho de que, una vez abierto el dique de las excarcelaciones y de las rehabilitaciones, miles y después cientos de miles de sobrevivientes de los campos, y de familias que habían sufrido una pérdida irreparable, habrían de convertirse, sin indemnización política y sin una reincorporación al trabajo, en una fuerza disgregadora de la sociedad». La segunda, que demuestra en mi opinión el excelente ojo político-práctico de LM, su dilata experiencia política: «cualquier forma, cualquier nueva movilización habría quedado bloqueada e inerte sin una sacudida traumática, capaz de modificar la manera cotidiana de pensar de la gente y permitir la sustitución de dirigentes y de procedimientos cristalizados a lo largo de décadas». Es verdad, admite Magri, que había muchos trabajadores y militantes del partido «que no podían renunciar al retrato de Stalin en la pared, o en el corazón; había muchos intelectuales que hubiesen querido que la autocrítica se extendiese a otros partidos y a otros líderes que se habían comprometido con este último; había alguna gran figura como Mao, Thorez, Togliatti, que cada uno a su manera, desconfiaba de la tosquedad del discurso de Kruschev». Sin embargo, insiste el autor italiano y el nudo es importante, todos ellos coincidían al menos en un punto: no se podía liquidar todo lo que Stalin había hecho y dicho, y mucho menos achacar cualquier degeneración al culto de la personalidad.
LM cree, así piensa en 2009, medio siglo más tarde., que todo lo anterior era muy justo pero, en su opinión, «pues también debo hacer mi pequeña autocrítica», en esas críticas se escondía la supresión de un hecho. El siguiente: «En el Informe secreto, entre un montón de cosas que conocía desde hacía tiempo y que ya había digerido, por ejemplo las concernientes a la liquidación de Trotsky y Bujarin, había surgido un elemento nuevo que creo que Togliatti no había sabido o no quería saber». ¿Qué elemento? La dimensión de masa del ejercicio del terror estalinista, la falta de criterios en ejercerlo, la predominancia entre las víctimas de comunistas de probada lealtad. Este era el elemento, insiste LM, «que exigía la denuncia drástica y reiterada de la explicación racional (¿cuál era la necesidad, con qué motivo, a qué fin?)».
Magri señala a continuación que cuando, al cabo de tantos años, releyó el informe se dio cuenta de un aspecto que, como La carta robada de Poe, era tan evidente que había escapado en su momento a su atención: «La crítica del estalinismo, aun siendo tan detallada y drástica, se imponía a sí misma una neta autocensura, porque se detenía en la frontera inviolable de los años veinte, nada decía acerca del giro fundamental de la construcción del socialismo en un solo país, que no se valoraba como autosuficiencia, y nada decía ni de la transformación del régimen interno del partido, ni de la colectivización forzada de la tierra, ni del error cometido con la teoría del socialfascismo, luego corregida por el VII Congreso de la Internacional». Es decir, se omitía en el Informe de 1956 todo aquello que estaba en el origen del estalinismo pero que, al mismo tiempo, por otra parte, podía evidenciar las condiciones objetivas que a él habían contribuido, «conquistas y metas que de todos modos se habían conseguido» y que, desde luego, Magri está lejos de liquidar u ocultar. Ese nudo, sostiene, ofrecía una clave de lectura del valor y de los límites del XX Congreso.
LM se encontró con numerosas sorpresas. La más simple e inmediata está relacionada con el tono de intrépido optimismo del discurso introductorio, del primer informe al congreso, del propio Kruschev. ¿Fue fruto de un optimismo propagandístico y de rutina dirigido a amortiguar el golpe de la denuncia que se preparaba y que realmente iba a herir el alma de los comunistas y a ofrecer argumentos a sus adversarios? Esta hipótesis, responde Magri y la reflexión también es importante, «la desmienten los hechos, porque, si bien con muchas dificultades, el XX Congreso en conjunto obtuvo a la postre un consenso entre los comunistas, les infundió una renovada confianza, al menos durante años afianzó la unidad entre sus partidos y, paradójicamente, sus adversarios lo consideraron no como el inicio de una descomposición, sino como el inicio de una nueva fase de expansión que los obligaba también a ellos a buscar un diálogo y prepararse ante un nuevo reto». La historia del Partido Comunista de España corrobora en mi opinión la conjetura de Magri.
En su opinión, en ese optimismo, «realmente exagerado y generador de múltiples ilusiones, había una base real». En el momento en el que, gracias en parte al equilibrio del terror, en parte gracias a la nueva política soviética, «la construcción de la «nueva guerra fría» declinaba gradualmente, surgía con elocuencia un mundo nuevo que ésta había ocultado. Tras años de containment y rollback, los comunistas gobernaban, o se encaminaban a gobernar, una tercera parte del mundo, los imperios coloniales habían sido arrasados y las potencias occidentales estaban aún empantanadas en ellos, con dificultades crecientes, tratando de defender lo que quedaba; había surgido un grupo amplio de nuevos Estados muy pobres y frágiles pero «no alineados» y que manifestaban más simpatía por el socialismo que por quienes los habían liberado». Nacía otra cultura, no cultivadora de la ortodoxia marxista realmente existente, que ponía en primer plano el tema del Tercer Mundo (la teoría de la dependencia) y el de los derechos sociales como base necesaria de la democracia (el keynesianismo).
En cuanto a la economía, apunta Magri con innegable optimismo, la situación de los países del Este no era, desde luego, «la diseñada por la autopropaganda, pero el ritmo de desarrollo, con altibajos, resultaba notable en conjunto». La misma investigación científica había mostrado puntas de excelencia a pesar de que no siempre podía traducirse en progreso tecnológico. En el plano de la democracia política «aún no se veían progresos, pero el restablecimiento de la legalidad y una mayor tolerancia de la censura se consideraba justamente un significativo paso adelante».
Todo ello no eran sólo promesas: eran reformas que estaban ya en curso gracias a la «desestalinización»: una fe se resquebrajaba, pero una esperanza, también comunista, podía sobrevivirla. Magri señala: «Recuerdo ahora que no encontrabas un solo compañero que, aun habiendo sido herido por el pasado, o, como yo, con dudas sobre el futuro, no pensase y no dijese: de todos modos estamos yendo hacia delante. Al menos por un periodo relativamente breve la «nueva guerra fría» la había perdido quien la había promovido».
Sin embargo, nueva capa crítica del dirigente de Il Manifesto, releyendo aquel XX Congreso medio siglo más tarde, «la perspectiva que se proponía, y viendo las decisiones concretas que Kruschev tomaba, incluso tras haberse librado de sus oponentes, ya por entonces se podía vislumbrar, y hoy en día está absolutamente claro, el hecho de que faltaba una idea de reforma en el conjunto de la sociedad y del Estado, porque no se tocaba la cuestión de la democracia política ni la de la estatalización de una economía totalmente centralizada».
Ello no quiere decir, en opinión de LM, que a Kruschev le faltara voluntad de innovación o que no hubiera introducido, con más o menos éxito, reformas valientes pero parciales, «o que procediese sin brújula, improvisando, como le reprochaban sus oponentes, y mucho menos que fuese un burócrata que hablaba de comunismo sin creer en él». Nada de eso. El dirigente soviético, sostiene Magri, «era un campesino enérgico, vehemente, con poca cultura, que había combatido como soldado raso en la guerra civil, se había formado gobernando una región agrícola, tenía curiosidad por el mundo exterior y unas ganas reales de cambiar las cosas que no iban bien».
Magri construye un balance no negativo de las posiciones del «campesino vehemente» en temas de política exterior: «Creía en la coexistencia pacífica aunque fuese a su manera; buscó, por ejemplo, la distensión con la potencia rival, que ya no era vista como el reino del mal, tratando al menos de mantener un contacto para evitar la guerra atómica «por error», pero también reaccionando ante sus actos de arrogancia (como en el caso del avión espía U2). Adelantó alguna propuesta de desarme recíproco y controlado; apoyó los movimientos de liberación nacional (como el palestino, el argelino o el cubano) aceptando su independencia hasta el punto de tolerar la absorción e incluso la disolución impuesta a los partidos comunistas locales (como en Egipto); en concreto logró establecer un acuerdo importante con China, que hasta entonces había quedado «lejana» y que luego volvería a estarlo aún más, aunque por su culpa; mostró cierto interés en el diálogo con la socialdemocracia europea que, sin embargo, no encontró eco. No era una política exterior lineal y no se correspondía con transformaciones de la política económica interna que la hubieran complementado, pero contribuyó a la reducción de la guerra fría y a construir algunas alianzas muy importantes (por ejemplo con la India de Nehru, con el Medio Oriente y luego también con la aún indefinida Revolución cubana)».
En dos puntos, sostiene Magri, el impulso innovador se redujo a poco o incluso se volvió desorientador. El primero: la persistencia de la interrelación sofocante entre Estado y partido, y su poder directo y absoluto sobre la economía y sobre la sociedad y su carácter piramidal. Sin embargo, el paso dado «hacia adelante en el XX Congreso con el restablecimiento de la legalidad no se eliminó jamás, a pesar de alguna que otra arbitrariedad aislada». Empero, ciertamente, «los límites que marcaba la ley no eran muy generosos, los espacios de libertad de prensa y de palabra, y las posibilidades reales de influir en las decisiones eran escasas, o estaban concedidas caprichosamente desde arriba (como simbolizan, con signo opuesto, la publicación del libro de Solzhenitsin y la prohibición de la novela de Pasternak o la supresión de NoviMir)».
El segundo punto: «la crisis de la ideología bajo la forma de una disociación. Por una parte la ideología oficial, el marxismo-leninismo, no casualmente adjudicada a Suslov, se volvía lentamente un simple catecismo, una demarcación con respecto a cada herejía incapaz de despertar pasiones en el pueblo y un obstáculo para la investigación de los intelectuales, un caparazón vacío». Por otra parte, ese vacío lo llenaba una idea general que fue haciéndose cada vez más explícita en el Partido y fuera del PCUS: «la idea de que la competencia entre socialismo y capitalismo se reducía a una carrera en los resultados económicos: el socialismo se habría cumplido finalmente y al comunismo se le abrirían las puertas cuando la Unión Soviética hubiese alcanzado y superado el nivel productivo de Estados Unidos».
La meta no sólo era improbable, «a pesar de que entonces muchos en Occidente se lo tomaron en serio» sino que, sobre todo, destaca Magri, despojaba al marxismo de su fuerza motriz: «la confianza en una sociedad cualitativamente diferente; perpetuaba el mayor error de Stalin, es decir, la autosuficiencia de la Revolución rusa; y ofrecía una nueva y más pobre justificación al papel del Estado guía. Además, la definición del Estado monopartidista como Estado «de todo el pueblo» -que aparentemente pretendía atenuar la aspereza del término «dictadura del proletariado» y refutaba la teoría estaliniana del recrudecimiento de la lucha de clases, justificación de toda arbitrariedad- en realidad rechazaba reconocer las «contradicciones en el interior del pueblo» y por tanto todo conflicto social o cultural».
Aquí nacían los presupuestos, en muy sensata opinión de Magri, de la futura glaciación brezhneviana, «de la sustitución, entre las masas, del hipersubjetivismo estaliniano por la apatía política e ideológica y, entre los dirigentes, el temor de las purgas por el cinismo burocrático». Para el gran intelectual italiano «la parábola del kruschevismo, desde sus éxitos iniciales hasta su defenestración casi silenciosa en 1964, estaba pues ya escrita en sus propias premisas».
PS: Señala Moshe Lewin en El siglo soviético [3] que fue gracias a una comisión encabezada por el secretario del PCUS, Pospelov, creada por Jrushchov en 1955, un año antes del discurso secreto, como empezaron a conocerse por vez primera muchos detalles de los arrestos y asesinatos masivos. De hecho, apunta Lewin, la política de rehabilitación ya se había iniciado un año antes, en 1954. Vale la pena detenerse en lo investigado por esta comisión del partido soviético.
Notas:
[1] Domenico Losurdo, Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra. El Viejo Topo, Barcelona, 2011,
[2] Lucio Magri, El sastre de Ulm, El Viejo Topo, Barcelona, 2010, pp. 117-123.
[3] Moshe Lewin, El siglo soviético, Crítica, Barcelona, 2006 (traducción de Ferran Esteve).
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