«El corazón de la Tierra es de oro»F. Nietzsche «La ética ambiental está contra toda dominación»Karen Warren La biodiversidad es, desde luego, el rico y hermoso espectro de la vida: un millón setecientas mil formas de vida [1] entre las que se encuentran desde bacterias, microbios, esponjas y miles de plantas, hasta paquidermos; desde hongos […]
«El corazón de la Tierra es de oro»
F. Nietzsche
«La ética ambiental está contra toda dominación»
Karen Warren
La biodiversidad es, desde luego, el rico y hermoso espectro de la vida: un millón setecientas mil formas de vida [1] entre las que se encuentran desde bacterias, microbios, esponjas y miles de plantas, hasta paquidermos; desde hongos y setas hasta peces, secoyas gigantes y perros, leones y otros mamíferos como el ser humano. Pero además, la biodiversidad implica el juego mismo de la vida, es decir, el conjunto de interacciones y dependencias entre los vivientes. Ella alude no sólo a una impresionante cantidad, sino a la variabilidad genética, a la evolución de la vida, así como a la función que cumplen las distintas especies en los ecosistemas y éstos en la conformación de paisajes y regiones [2]. La biodiversidad implica el equilibrio entre las partes de un determinado ambiente y, al mismo tiempo, cada ecosistema es fuente del equilibrio relativo del todo. De tal suerte que cuando una especie se extingue no muere sola, se alteran seriamente algunos ecosistemas y puede ser que también la Tierra misma. La biodiversidad es, sin duda, el corazón áureo de la Tierra.
Sobrepoblación y ecosistemas
El equilibrio entre los ecosistemas depende en gran parte del número de ejemplares de las distintas especies. Para que haya biodiversidad es preciso que todos los vivientes tengamos espacio y alimento suficiente. De hecho, las especies autorregulan su número de acuerdo a los nutrientes existentes, la abundancia de depredadores y microbios patógenos y de acuerdo al clima y la pluviosidad [3]. Pero la humanidad ha tenido un crecimiento demográfico desbordado a partir de 1950, al grado que nos hemos convertido en una auténtica plaga que consume en exceso los recursos terrestres para subsistir. Actualmente, somos ya casi 7 mil millones!!!! y cada año aumentamos por 100 millones [4]. El resultado es que estamos provocando la sexta extinción masiva de especies animales. Se calcula que cada día desaparecen 100 de ellas y al año unas 27 mil o 30 mil [5].
La negación del problema y sus causas
La especie pensante y con capacidad de ser responsable se está convirtiendo en una amenaza para el planeta entero. No obstante, hay una gran ceguera ante esto, abundan las justificaciones tanto del hombre común como de algunos ecólogos y eticistas ambientales. Se concibe la actual extinción como un fenómeno extrahumano y un cambio necesario. Algunos sostienen que siempre se han extinguido ciertas especies y que el cambio climático ha ocurrido en varias ocasiones por causas cósmicas, no humanas. Kristin Shrader-Frechette, ecologista famosa, con gran cinismo declara:
Obviamente no podemos afirmar sobre bases ecológicas que esté mal que los humanos hagan lo que hace la naturaleza: eliminar especies [6].
Por su parte, la filósofa Teresa Kwiatkowska piensa que si aceptamos la inexistencia de un ser eterno como el que imaginó Parménides y que, en consecuencia, todo es cambiante, no tenemos por qué ver con malos ojos el cambio y la extinción de especies. Por el contrario, conviene asumir que estamos en una época ecológica de transición y que, a fin de cuentas, la vida perdurará en alguna de sus formas, además de que la inteligencia humana, la ciencia y la tecnología encontrarán siempre una solución a la sobrevivencia [7].
¿Por qué no se puede ver el daño que estamos causando con la sobrepoblación, por qué se le oculta en el imperio del cambio, del puro fluir que ahora hace vivir a unos y mañana a otros? Por un lado, no se toma en serio la diferencia que biólogos y paleontólogos han encontrado entre las extinciones aleatorias y las que son en masa. Las aleatorias han ocurrido desde siempre: responden al éxito de una especie, son lentas y provocan una renovación de la vida. Las extinciones masivas, por su parte, son abruptas, profundas y de graves consecuencias, en vez de un mero cambio -afirma Sthephen Jay Gould- constituyen auténticas rupturas: crean un largo impasse en el fluir de la vida y ésta sólo se reconstruye después de periodos milenarios. Éste es el tipo de cambio que estamos provocando. Aunque siempre ha habido extinciones, nunca antes se habían dado con la celeridad y la radicalidad con que se dan ahora: 100 especies al día!!!!!!
Pero hay algo más importante: no se quiere asumir que nuestra especie es responsable de la destrucción de la vida y del planeta como hábitat y que, en consecuencia, tendríamos que limitar el actual crecimiento poblacional. Incluso las tendencias más honestas de la ética ambiental no ven el peligro que representa la sobrepoblación excesiva (tan sólo lo hacen Rolston III y Paul Ehrlich). Los ambientalistas clásicos conciben la crisis de la biodiversidad como consecuencia del exceso de industrialización, el estilo de vida consumista [8] y nuestra falta de valoración y de la vida. El problema, nos dicen, está en el antropocentrismo vanidoso, utilitario y dominador de la naturaleza que nos conduce a sentirnos superiores, a no ver más que nuestros propios intereses sin conceder valor a las otras formas de vida, así como a una pragmatización de la existencia, al imperio del capitalismo y la búsqueda de comodidad. De este modo, la ética ambiental ha centrado sus esfuerzos, nada despreciables, en fundamentar el valor intrínseco de la biosfera y en una crítica a la razón pragmática y al capitalismo.
Pero esta ética no ha llevado a fondo, la crítica al antropocentrismo, sólo lo ha hecho en verdad el ecofeminismo. Y es que el antropocentrismo no consiste sólo en privilegiar nuestros intereses utilitarios, en sentirnos con derecho a usar todo para nuestro beneficio y, por ende, explotar la naturaleza; implica la negación de otras formas de vida tan dignas como la humana e implica también la afirmación de una identidad cerrada y autoreferente. ¿Pero identidad de quién? ¿Quién mide la diferencia? En la mayoría de las ocasiones, los ambientalistas se refieren al conjunto de la humanidad como eje del antropocentrismo. Lo «otro» abarca a todos los demás seres vivos, las otras especies, la biosfera, la naturaleza toda. Lynn White [9] denunció muy atinadamente el antropocentrismo de la tradición judeo-cristiana, presente en el Génesis [10] que pone a los animales, las aves del cielo, los peces del mar, el ganado y todo lo que repta sobre la Tierra, bajo el poderío humano y concede al hombre el lugar de un tirano que ha de hacer temer a todo lo vivo.
Se trata de una fuerte denuncia; no obstante, hay algo que se escapa en esta concepción del antropocentrismo, pues en ella quien ejerce el poder es la humanidad en un conjunto y no se advierte que, en realidad, el dios judeo-cristiano habla al varón, no a la mujer. El varón es digno y posee valor intrínseco, todo lo «otro», lo diferente a él es objeto de su dominio, incluso de su destrucción, carece de dignidad y valor propio. La mujer no es igual al varón, ella nace de una simple costilla masculina. En rigor, la tradición judeo-cristina impone un androcentrismo patriarcal, autoritario, anti-vida y misógino en el que el varón ejerce su poder dominante tanto respecto de la naturaleza como de la esfera interhumana.
Investigaciones recientes [11] demuestran que la primera subordinación y exclusión violenta fue la del varón hacia la mujer. Esto ocurrió nada menos que con el abandono de las sociedades matriliniales del neolítico, sociedades cuidadoras de la vida y el surgimiento del patriarcado en la vieja Europa, en Anatolia y el Asia central. El patriarcado se impuso cuando el varón consideró a la mujer como su posesión y quiso que los hijos llevaran su nombre y no el de la madre -que resultaba evidente. Mientras en las sociedades matriliniales lo importante era ser en unidad con la vida, en el patriarcado la preocupación es apropiarse, atesorar, dominar a los otros: las mujeres y todo el resto de lo vivo. Se instauró, así, el reino del tener y en consecuencia, del dominio.
Por otro lado, en tanto más hijos poseyera el varón más afirmaba su identidad y más sometía a la mujer con la maternidad múltiple, lo cual se hereda de forma literal en religiones patriarcales autoritarias como el judeo-cristianismo, la religión musulmana y todos los derivados de éstas. En la religión judeo-cristina queda muy claro, en la consigna divina posterior al diluvio, el imperativo de procrear: «Llenad la tierra, procread y multiplicaos sobre ella» [12]. Era preciso que los humanos fuéramos muchísimos y no sólo para superar la crisis diluviana sino, sobre todo, porque así convenía a la superioridad del varón sobre la mujer. De esta forma, este último afirmaba su identidad. Prueba de ello es que aún hoy en día, siglos después del diluvio, el Papa se opone de forma radical al control de la natalidad y a la liberación de la mujer, sin tener la menor consideración de la dignidad de ésta, de su derecho a desarrollar otras capacidades más allá de la maternidad, ni tampoco sobre las consecuencias destructivas de la sobrepoblación humana para las otras formas de vida. El catolicismo -igual que toda religión patriarcal- es, desde este punto de vista, una religión anti-vida.
Dos consecuencias pueden derivarse de todo lo anterior: primero: el respeto a la biodiversidad requiere la superación del antropo-andro-centrismo: dar lugar a una identidad abierta, capaz de advertir la igualdad de lo otro, una identidad que asuma la igualdad en la diferencia y en la que -como afirma la ecofeminista Karen Warren- la diferencia no sea objeto de dominio [13]. La diferencia no tiene porqué romper la igualdad, por el contrario, la puede y debe confirmarla. Ambos géneros somos vivientes y compartimos la condición humana, ninguno debe imponerse al otro. Y podemos advertir también la igualdad de lo vivo en general, pues la naturaleza tiene en todas sus formas la capacidad de sentir y reaccionar, no se diga en el caso de los primates superiores que se nos parecen tanto. Pero, a la vez, hay diferencias entre las distintas formas de lo vivo que tenemos que apreciar justo por su distinción. El animal posee, en su silencio misterioso, una capacidad de vivir en el presente que es fuente de salud, una inocencia, espontaneidad, concentración de fuerza y, sobre todo, una integridad en su conducta que a nosotros, por desgracia, nos es ajena y sólo podemos barruntar a través de enormes esfuerzos [14]. Y la biosfera en conjunto posee una riqueza y belleza perfectas, así como una fuerza ajena a los humanos, tanto por su resistencia, como por su intensidad. Más aún, plantas y animales son nuestros compañeros terrestres, despiertan la imaginación humana e iluminan el espíritu y la creatividad, nos dice Elias Canetti [15].
La segunda consecuencia es que la mejor forma de evitar una mayor extinción de especies es combatir la sobrepoblación, no con algún tipo de exterminio, pero sí con educación reproductiva dirigida a mujeres y hombres, y con políticas públicas que premien el máximo de 2 hijos o incluso ninguno, ya que hay mujeres a quienes les estorban los hijos y sólo los tienen por la falsa identidad entre el ser de mujer y el de procreadora. Si seguimos creciendo de manera desbordada, de muy poco servirá salir del exceso de industrialización, abrirnos a tecnologías compatibles con el ambiente, rechazar el capitalismo y reducir el consumismo. Mientras crezcamos en exceso, seguiremos contaminando la atmósfera, calentando la Tierra y quitando espacio, oportunidades y la vida misma a la diversidad de especies.
El planeta es finito, nosotros más que demasiados; ojalá comprendamos que es hora de que el corazón de mujeres y varones empiece a latir con el valor de la biodiversidad.
[1] Broswimmer, Franz, Ecocidio, Méx., Océano, 2005, p. 24. [2] www.conabio.gob.mx [3] Eldredge, Niles, La vida en la cuerda floja, Barcelona, Tusquets, 2001, p. 191 [4] www.censusbureau.com [5] Idem. Algunas de las especies animales desparecidas para siempre son: el elefante, el león y el tigre europeos, el pato del labrador, el alca gigante y la cotorra de Carolina del Norte, el mamut y el rinoceronte lanudos euroasiáticos, el buey almizclero y el alce irlandés gigante de la Edad del hielo. Ya no existen el elefante enano y el hipopótamo pigmeo de Chipre y Creta. Asimismo, sólo quedan 300 ballenas francas en el Atlántico Norte y unas 250 en el Pacífico Sur. La ballena jorobada o yubarta se cazó hasta su extinción en el atlántico, pero sigue existiendo en el Pacífico Norte.[5] Por otra parte, el cambio climático -propiciado por una industria excesiva que tiene que satisfacer las necesidades de la sobrepoblación mundial- está poniendo en peligro al oso polar, está ocasionando -entre otros hechos-que cada vez vengan menos mariposas monarcas a Morelia y que la vida marina peligre por la acidificación del agua debida a la absorción del exceso de CO2 en la atmósfera. A todo esto hay que sumar la desaparición de plantas, especies originales de granos, de frutas y vegetales, de tierra cultivable que se convierte en desierto y la desaparición de las selvas: todos los días perdemos 300 kilómetros de selva, lo que suma 110, 500 km2 al año.[5] [6] Shrader Frechette, «Ecologial theories an ethical imperatives: Can ecology provide a scientific justification for de ethics of environmental protection?» in Scientists and Their Responsibility, ed. W.R. Shea and B. Sitter (Canton, MA:,Watson, 1989), pp. 73-104. [7] Cf., Kwiatkowska, Teresa, Controversias de la ética ambiental, UAM/Plaza y Valdés, 2009 [8] A esto hay que añadir el estilo de vida consumista de los países desarrollados y de algunos en desarrollo -como China y la India- que apenas se insertan en el mercado mundial quieren copiar el consumo de EEUU y Europa. [9] White, L., «The historical roots of our ecological crisis», Science, 155, 3767, marzo, 1967. [10] Génesis, I: 26. [11] Véase a este respecto el magnífico artículo de Jorge Silva García, «El largo peregrinar hacia la humanización», Rev.Consciencia, de la Universidad La Salle, No. 12, marzo, 2010 [12] Génesis , 8, 17 y 9, 10 [13] Warren K., «El poder y la promesa del feminismo ecológico», en «Naturaleza y valor», Margarita Valdés, coord.., México, FCE/UNAM, 2004, p. 237 [14] Vid., Nietzsche, «Segunda consideración intempestiva», en Consideraciones intempestivas. Con estas ideas quiero decir que hemos de valorar al animal por su silencio, su inocencia y misterio inaccesibles y no sólo por su leguaje, conciencia y conducta científicamente observable. Hemos de valorarlo por esa otredad que lejos de amenazarnos nos enriquece. [15] Cannetti, E., La agonía de las moscas, citado por Broswimmer, F., en op.cit., p. 31. Pero abrirse a la diferencia como parte sustantiva de la mismidad, ver lo otro en tanto tal, requiere una mirada amorosa que -como afirma Maryleen Frey- es capaz de distinguir los intereses del yo de los del otro, capaz de poner una peculiar atención a este último, y experimentar un sentimiento desbordante de gratitud porque lo diferente le permite autoconocerse.[15] El amor a la vida es indispensable para valorar la biodiversidad.