En el centenario de su nacimiento y a los veinte años de su muerte, Soler Puig permanece vivo en el rico anecdotario de sus coetáneos y, en especial, en su obra diversa. Este año la cultura de Santiago de Cuba, personificado en su ilustre escritor, está enaltecida por la celebración del centenario de este personaje […]
En el centenario de su nacimiento y a los veinte años de su muerte, Soler Puig permanece vivo en el rico anecdotario de sus coetáneos y, en especial, en su obra diversa.
Este año la cultura de Santiago de Cuba, personificado en su ilustre escritor, está enaltecida por la celebración del centenario de este personaje raigalmente cubano y santiaguero, en síntesis inmanente e indefectible, cuyo nombre irrumpió algo tardíamente, a los cuarenta y tres años de edad cumplidos, en la literatura nacional y latinoamericana. Y es que José Magín Soler Puig (Santiago de Cuba, 10-11-1916, 30-8-96) entró, quizás sorpresivamente, en la historia literaria del país y el continente gracias a la puerta que abrió la Revolución a través de la Casa de las Américas, y su primer concurso en 1960 titulado entonces Primer Concurso Literario Hispanoamericano.
En esa ocasión Soler Puig se alzó con el premio de novela con la obra Bertillon 166, acompañado de otros escritores latinoamericanos: el dramaturgo argentino Andrés Lizárraga con su obra teatral Santa Juana de América; el ensayista argentino Ezequiel Martínez Estrada, con su Análisis Funcional de la Cultura; el ecuatoriano Jorge Enrique Adoun, con su libro de poesía Dios trajo la Sombra; y el guatemalteco José María López Valdizón con su obra del género cuento La Vida Rota.
Asombra que precisamente durante el primer año del triunfo de la Revolución Cubana, Soler se convirtiera, mediante su obra, en el cronista literario más conspicuo, reflejando el paisaje urbano y los personajes esenciales de la trama y el drama social que se vivían en Santiago de Cuba en la etapa de la tiranía y la insurrección popular.
Su visión narrativa del entorno citadino comienza justo a las siete de la mañana en el centro de la ciudad presidido por la Catedral. Cuenta Soler que «Las campanadas del reloj de la catedral resonaron entre los muros centenarios, rebotaron cruzando el parque, en el nuevo edificio colonial del ayuntamiento y se esparcieron sobre Santiago. Las siete.»
Luego continúa Soler su hilo narrativo y va introduciendo los personajes y las escenas del mundo real y de ficción, que cohabitan indisolublemente. Y existe algo de iluminación especial en el hecho de que Soler introdujera al inicio de la obra un personaje del estrato más bajo de la sociedad: Nemesio, el pordiosero sordo. A quien la curiosidad o la conciencia doliente de los pobres, le lleva a ojear en la prensa en busca de un titular en la página tercera, precisamente en la más significativa para él, que luego lee para enterarse de las defunciones y sus causas. Así comprueba que son tres jóvenes, de 15, 18 y 24, las víctimas clasificadas como Bertillon 166. Debe destacarse también la presencia junto a Nemesio del gordo Manuel, en su vidriera y sitio de apuntaciones de la bolita y de venta de periódicos.
En el colofón de la novela estos personajes reaparecen con actos repetidos en un tiempo reiterado. Y Soler cuenta que «Las campanas del reloj de la Catedral, comenzaron a sonar, dando las siete. El mendigo bajó la escalinata. El gordo levantó la puerta metálica de su vidriera de apuntaciones.»
Finalmente la novela concluye con el acto maquinal de Nemesio leyendo las defunciones en la página del periódico, y la comprobación de que ese día son nueve las víctimas de muerte violenta clasificadas como Bertillon 166.
Esta novela tuvo en 1960 dos tiradas de veinte mil ejemplares, la primera en junio y la segunda en noviembre, impresa por la Imprenta Nacional. En su portada, diseño de J. Herrera Zapata, destaca una flor estilizada de color rojo. A cincuenta y seis años de su publicación la novela está ahí incólume dando testimonio de un pasado terrible que ni la ciudad ni el país pueden olvidar.
En el centenario de su nacimiento y a los veinte años de su muerte, Soler Puig permanece vivo en el rico anecdotario de sus coetáneos y, en especial, en su obra diversa. En el campo de la literatura quedan para ahora y el futuro, junto a Bertillon 166, sus otras novelas: Un mundo de cosas, Pan dormido, El derrumbe y El caserón, y otras, y su consagración como Premio Nacional de Literatura en 1986.
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