Sorprendentemente, desde los años sesenta para acá, las economías subdesarrolladas dotadas con abundantes recursos naturales han crecido a tasas menores por habitante que las que no disponen de ellos. Estas últimas, a pesar de no poseer riquezas naturales, crecieron a ritmos que fueron entre dos a tres veces superiores a las de los primeros. Más […]
Sorprendentemente, desde los años sesenta para acá, las economías subdesarrolladas dotadas con abundantes recursos naturales han crecido a tasas menores por habitante que las que no disponen de ellos. Estas últimas, a pesar de no poseer riquezas naturales, crecieron a ritmos que fueron entre dos a tres veces superiores a las de los primeros. Más alucinante aún: el peor desempeño económico de estas últimas décadas se detecta en las economías mineras (1). Por lo que parecería confirmarse, una vez más, la validez de la «paradoja de la abundancia» y la maldición que pesaría sobre los «mendigos sentados en un banco de oro».
¿Cómo explicar esta curiosa contradicción entre la abundante riqueza natural y la pobreza humana en la gran mayoría de nuestros países? ¿Qué implicaciones tiene para economías como la peruana? ¿Podremos sobreponernos a los efectos negativos que ejerce la abundancia de recursos naturales? ¿Será inevitable repetir en el Perú los fiascos que representaron las famosas bonanzas de la plata, del guano, del caucho, del petróleo, de la harina de pescado y demás, ahora que la boyante exportación de oro y cobre ya está en marcha y promete ser apoteósica?
La literatura especializada ha detectado una variada gama de mecanismos y efectos que, paradójicamente, nos mantienen en el subdesarrollo, por habernos concentrado casi exclusivamente en la primario-exportación. Enumeraremos las principales patologías que genera este esquema de acumulación, el que se retroalimenta y potencia sobre sí mismo en círculos viciosos cada vez más perniciosos.
Un primer factor, el más nombrado y conocido, deriva de la «enfermedad holandesa» que infecta al país exportador de la materia prima, cuando su elevado precio o el descubrimiento de una nueva fuente o yacimiento desata un boom de exportación primaria. El ingreso abrupto y masivo de divisas que resulta de ahí lleva a una sobrevaluación del tipo de cambio y a una pérdida de competitividad (en especial, del sector manufacturero). Por ello, los recursos migran del sector secundario a los segmentos no transables y al sector primario-exportador, distorsionando la estructura de la economía, al recortar los fondos que pudieran ir precisamente a los sectores que propician mayores valores agregados y efectos de encadenamiento.
Un segundo proceso perjudicial que se aduce, el más antiguo y empíricamente más resbaloso (la tesis Prebisch-Singer), plantea que una especialización en la exportación de bienes primarios -a la larga- ha resultado nefasto, como consecuencia del deterioro tendencial de los términos de intercambio, en contra de los bienes primarios que exportamos (por su baja elasticidad ingreso, porque se vienen sustituyendo por sintéticos y porque el contenido de materias primas de los productos manufacturados es cada vez menor) y a favor de los bienes industriales que importamos. Lo que nos impediría participar plenamente en las ganancias que provee el progreso técnico a escala mundial.
En tercer lugar, la elevada tasa de ganancia -por las sustanciales rentas ricardianas que contiene- que genera un producto de ese sector exportador, lleva a su sobreproducción, la que a la larga termina en un «crecimiento empobrecedor» (Bhagwati, 1958), ya que el exceso de oferta hace descender el precio del producto en el mercado mundial… fenómeno que habría acaecido durante la década pasada en el caso del cobre en Chile.
En cuarta instancia, ligada en parte a los efectos anteriores, debemos mencionar la conocida volatilidad que caracteriza los precios de las materias primas en el mercado mundial, con lo que la economía primario-exportadora sufre problemas permanentes de balanza comercial, genera dependencia financiera externa y somete a erráticas fluctuaciones las actividades económica y sociopolítica nacionales. Todo esto se agrava cuando se desata la cíclicamente inevitable caída de esos precios internacionales y la consecuente crisis de balanza de pagos, que se profundiza por la fuga masiva de los capitales golondrinos que aterrizaron en el país por la repentina bonanza. En esa comparsa los acompañan prestos los huidizos capitales gallinazos de nuestros propios compatriotas, que agudizan la restricción externa.
Quinto: El auge de la exportación primaria también atrae a la siempre bien alerta banca internacional, que en esas circunstancias desembolsa préstamos a manos llenas, como si se tratara de un proceso sostenible; financiamiento que, por lo demás, es recibido con los brazos abiertos por el Gobierno y los empresarios del país exportador, quienes también creen en esplendores permanentes. Con lo que se acicatea aún más la sobreproducción y las distorsiones económicas sectoriales. Pero, sobre todo, se hipoteca el futuro de la economía, no tan lejano, cuando llega el inevitable momento de servir la pesada deuda externa contraída en montos sobredimensionados durante la generalmente breve euforia exportadora.
Por añadidura, esa abundancia de recursos externos, alimentada por los flujos que generan las exportaciones y los créditos, lleva a un auge consumista temporal, que generalmente significa un desperdicio de recursos, en que se procesa una sustitución de productos nacionales por productos externos. Paralelamente, al Gobierno se le ocurre que es el momento de construir elefantes blancos. Pero el proceso más grave y que engloba en parte al anterior, es el que Tornell y Lane (1999) denominan «efecto voracidad», que consiste en la desesperada búsqueda y en la apropiación abusiva de parte importante de los excedentes generados y que los políticamente poderosos exprimen de la explotación del botín de los sobrerendimientos exportadores; ciertamente sin contar las regalías, que son una retribución justificada que el Gobierno tiene el derecho de captar.
Al margen de la corrupción que acompaña a ese proceso, «en este caso, la asignación de talentos en la economía se distorsiona y los recursos son desviados hacia actividades improductivas» (Bravo-Ortega y De Gregorio, 2002). Y, cuando el insumo exportado se agota, generalmente no queda nada, excepto deudas y tierras yermas. En ese contexto, también es muy común escuchar que las riquezas fáciles llevarían a la holgazanería, mientras que la escasez de recursos (¡más allá de la «ética protestante»!) despertaría el ingenio, el ahorro, la industriosidad y la responsabilidad de los gobiernos y los empresarios.
Séptimo: la actividad exportadora genera enormes rentas ricardianas, aquellas que se derivan de la riqueza de la naturaleza, más que del esfuerzo empresarial, lo que -cuando no se cobran regalías- conduce a sobreganancias que distorsionan la asignación de recursos en el país. De ahí la importancia de la recientemente promulgada Ley de Regalías Mineras, que permitiría reducir las ganancias a sus niveles «normales». Dicho sea de paso, se ha afirmado que las ‘regalías mineras’ matarían a la gallina de los huevos de oro. Pero esto no es así: el problema es que esta gallina se come sus propios huevos. Y lo curioso es que no se intoxica, pero sí al resto de la economía.
Un octavo factor evidente, derivado de la primario-exportación, ha sido la concentración del ingreso y de la riqueza en pocas manos, básicamente en las de las empresas transnacionales, a las que se les reconoce el mérito de haberse arriesgado a explorar y explotar los recursos en mención, pero que conducen a una mayor «desnacionalización» de la economía. Por lo demás, desafortunadamente, algunas de esas corporaciones aprovechan su sustancial contribución al equilibrio de la balanza comercial para influir sobre el balance de poder en el país, amenazando permanentemente a los gobiernos que se atreven a ir a contracorriente y pretenden asumir una estrategia nacional autodependiente de desarrollo, que busque la inclusión de las mayorías a la economía «social» de mercado. En tal sentido, la de por sí casi inexistente soberanía nacional, se ve vaciada de contenido y nos lleva a mendigar «ayuda externa» en todos los campos.
En estrecha relación con lo anterior, que es el fenómeno más grave, los recursos naturales no renovables se configuran en «enclaves», por su ubicación y forma de explotación, convirtiéndose en grandes Estados dentro de pequeños Estados. Las experiencias históricas de este noveno aspecto nos han enseñado que la minería no genera encadenamientos a la Hirschman (1959), que son tan necesarios para lograr un desarrollo coherente de la economía, asegurando los tan esenciales enlaces integradores y sinérgicos hacia delante, hacia atrás y de la demanda final. Mucho menos, facilita y garantiza la transferencia tecnológica y la generación de externalidades a favor de otras ramas económicas del país.
A lo anterior se suma el hecho, bastante obvio (y, desgraciadamente, necesario, y no solo por razones tecnológicas), de que, a diferencia de las demás ramas económicas, la actividad minera absorbe poco -aunque bien remunerado- trabajo directo e indirecto, es intensiva en capital y en importaciones, contrata fuerza directiva y altamente calificada foránea, utiliza casi exclusivamente insumos y tecnología foráneos, etc., con lo que el «valor interno de retorno» (Thorp y Bertram, 1986: equivalente al valor agregado que se mantiene en el país) de la actividad primario-exportadora resulta irrisorio.
Once: otro aspecto fundamental es que la explotación de recursos naturales no renovables está sujeta a rendimientos decrecientes, cuando lo que debe interesar a nuestros países es desarrollar actividades económicas sujetas a rendimientos crecientes a escala, de alto contenido tecnológico. Como lo ha demostrado Eric Reinert, en todas las actividades, los países centrales nos desplazan hacia la producción de bienes sujetos a rendimientos decrecientes (incluso en la industria) y ellos se reservan aquellos con costos decrecientes y con efectos positivos de transvase, y aglomeración.
De los varios elementos anteriores, se desprende una tendencia a una distribución del ingreso y de los activos que se vuelve aún más desigual. Con lo que, además, se cierran las puertas para ampliar el mercado interno porque no hay «chorreo» y surgen más presiones para exodirigir la economía porque «no hay a quién vender domésticamente».
Todo lo que, casi imperceptiblemente, desarrolla una inhibidora monomentalidad exportadora (Watkins, 1963), que termina ahogando la creatividad e incentivos de los empresarios nacionales que habrían estado dispuestos a invertir en ramas económicas con altos valores agregado y de retorno. También en el Gobierno, e incluso entre los ciudadanos, se genera una «mentalidad pro exportadora» casi patológica, basada en el famoso eslogan: «Exportar o morir». Lo que lleva a despreciar las enormes capacidades y potencialidades disponibles en el interior y le cierra las puertas a un esquema de «desarrollo hacia adentro» y todo intento que pretenda alentar un «Vivir con lo Nuestro» (Aldo Ferrer), que ahora suena tan ingenuo y utópico en vistas del Nirvana que promete -¿para el próximo siglo?- la globalización.
Finalmente, para completar la variada gama de deformaciones derivadas de la exportación de recursos primarios, ya es casi una cantaleta en la literatura y uno de los cuestionamientos más repetidos y que aparentemente más resienten a sus acólitos, el hecho de que la actividad minera deteriora grave e irreversiblemente el medio ambiente natural y social en el que se desempeña, a pesar de los esfuerzos crecientes de las empresas mineras para minimizar la contaminación y las de los antropólogos contratados por ellas, para establecer relaciones «amistosas» con las comunidades aledañas. Evidentemente, agravando la situación, no hay cómo evitar que en esas zonas y las ciudades contiguas suba aceleradamente el costo de vida.
A pesar del panorama exageradamente caricaturesco y pesimista presentado hasta aquí, habiendo eliminado adrede los escasos efectos positivos que ejerce la «prosperidad falaz» de los boom primario-exportadores, todas las evidencias históricas señalan en la misma dirección: a la larga, la exportación de materias primas no renovables tiende a «desarrollar el subdesarrollo» en nuestros países (2). Y esto no es culpa del imperialismo, ni del hecho que poseamos ingentes riquezas naturales, ni de las empresas mineras.
El problema radica casi exclusivamente en nuestros gobiernos, en nuestros empresarios y en nosotros mismos, como académicos o como ciudadanos. Porque no hemos sido capaces de idear las políticas económicas y las reformas legal-estructurales requeridas, ni de conformar las alianzas y consensos necesarios, para aprovechar nuestras enormes potencialidades -al margen incluso de los auges temporales de la primario/exportación- para asegurar la transición de nuestra economía hacia la autodependencia, la integración nacional y la ampliación del mercado interno.
A alguien se le podría ocurrir la peregrina idea de que, ya que la exportación primaria genera y perenniza el subdesarrollo, la solución consistiría en dejar de explotar nuestros ricos recursos naturales. Obviamente, esta es una famosa falacia: post hoc ergo propter hoc. Por lo que, en este contexto, salta inmediatamente un interrogante obvio: ¿cómo fue posible que otros varios países sí lograran remontar la presión de periferización y el maldesarrollo, a pesar de poseer tantos o más recursos naturales que nosotros?
La receta está a la mano: estudiemos la historia económica y sociopolítica de países ricos en recursos naturales, que lo lograron a fines del siglo XIX y principios del XX, como Australia, Canadá, Finlandia, Noruega, Nueva Zelanda y Suecia. O, como lo vienen intentando por diversas vías y aparentemente con buen éxito, durante las últimas décadas, países como Costa Rica, Malasia, Mauricio y Botswana. En una próxima oportunidad podríamos plantear las medidas pertinentes a partir de nuestra propia realidad.
Evidentemente, somos conscientes de los poderosísimos intereses que quieren seguir por la misma ruta. El desafiante reto que nos compromete, radica precisamente en promover el cambio en nuevas direcciones, a partir de soluciones concretas -que ciertamente no pueden ser «ni calco, ni copia»- recogidas de experiencias exitosas y sobre la base de alianzas y consensos que conduzcan a un desarrollo en libertad, desde dentro y a escala humana.
Notas
(1) Richard M. Auty, ed., Resource Abundance and Economic Development, Oxford University Press, 2001 (http://www.wider.unu.edu/research/1998-1999-4.2.publications.htm).
(2) El lector interesado en estos temas puede obtener la bibliografía sustentatoria de lo aquí afirmado del autor. Escribir a: [email protected]
Jürgen Schuldt es Profesor Principal de la Universidad del Pacífico. Doctor en Economía de la Universidad de St. Gallen, Suiza. Publicado en La Insignia, julio 2004.