En estos tiempos donde se rememora la etapa de la transición política y los primeros años democráticos de los Gobiernos de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno de España entre 1976 y 1981 se ha destacado privilegiadamente su capacidad de estadista y los avatares de la transición de un Estado autoritario a otro democrático. Pero, […]
En estos tiempos donde se rememora la etapa de la transición política y los primeros años democráticos de los Gobiernos de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno de España entre 1976 y 1981 se ha destacado privilegiadamente su capacidad de estadista y los avatares de la transición de un Estado autoritario a otro democrático. Pero, también, hay que resaltar las respuestas económicas que dieron sus gobiernos a esos años. Específicamente a los Pactos de la Moncloa y la reforma fiscal que los acompañó.
Esa reforma fiscal, protagonizada por Fuentes Quintana y Francisco Fernández Ordóñez, normalizó a España en el planteamiento fiscal con los países de nuestro entorno. La ciudadanía comprendió que la obligación de pagar impuestos es un mecanismo de tener y exigir derechos.
Esa fue una de las consecuencias de querer vivir en democracia. El perfil de esa reforma es acorde con la correlación de fuerzas, el grado y forma de la globalización existente, el peso de la economía real frente a la financiera de la época y finalmente, la ideología predominante de lograr un Estado inclusivo y cohesionador.
Todo eso explica que la reforma planteada fue un éxito y que, a su vez, contase con claros enemigos. De los detentadores de la riqueza y de los que no habían pagado impuestos en las cantidades que ahora se les exigía. El tipo marginal máximo del recién IRPF alcanzó el 65,51 por ciento y posteriormente, se implantó como ‘extraordinario’ (así fue la denominación para salvar escollos parlamentarios) el impuesto sobre el patrimonio. La presión fiscal que había en España pasó del 21 % en 1978 al 32 por ciento en 1989, con un incremento anual de un punto por la extensión de la aplicación de las normas y reducción del fraude, el aumento de las bases imponibles y a pesar de los sucesivos recortes a la progresividad.
En esos años, la participación de los salarios dentro de la Renta Nacional era del 52 %. Las rentas salariales eran superiores a beneficios y a cargas públicas.
En resumen, un acercamiento a la presión fiscal europea, aunque en la zona menor de la Europa anterior a la ampliación al Este; un reforzamiento y protagonismo de la imposición directa, en una sociedad desigual pero con un relativo mayor peso de los ingresos salariales.
Las sucesivas reformas fiscales siempre han sido para rebajar la progresividad del IRPF y del sistema fiscal en general. En 1991 ya ese tipo marginal máximo se rebajó al 53 por ciento y sigue cayendo en años posteriores, siendo su mínimo el 43 por ciento en el año 2006 con el agravante de que ya se tenía implantada la dualidad impositiva en ese impuesto con tipos fiscales diferentes a las rentas de trabajo y capital.
La evolución económica posterior ha sido a grandes rasgos que la tarta de la economía española ha crecido mucho, más de seis veces, no así la renta per cápita y las rentas salariales que han caído hasta el 48 por ciento. Ha aumentado la desigualdad y en la agenda internacional no hay voluntad de reformar una globalización que tiene como fundamentos la libre circulación de capitales, la permisividad con los paraísos fiscales y la elusión fiscal de las multinacionales. La estructura económica ha variado, pero hay escasas multinacionales con matriz y capital ‘español’, sigue habiendo un universo de pymes en el tejido productivo con limitada capacidad de capital, tecnología y con diversificación de mercados para sus productos y servicios. Por lo tanto la dependencia de decisiones externas de localización industrial o de inversiones financieras se ha hecho mayor.
En estos momentos, se plantea una próxima reforma fiscal, liderada por el Ministro Montoro que ya tiene antecedentes por sus planteamientos contrarreformistas. Será con toda probabilidad, si hacemos caso a los planteamientos conocidos que el Informe Lagares ratifica, de hacer lo inverso de lo que se hizo en tiempos de ese Suárez que ahora glorifican desde la FAES hasta Solbes o viceversa.
Se plantea quitar progresividad al sistema, aumentando ingresos de impuestos indirectos frente a los directos, seguir privilegiando a las rentas del capital sea con SICAV, reduciendo el tipo del impuesto de sociedades, suprimiendo el impuesto sobre el patrimonio o achatando el tipo máximo del IRPF. No hay mayor interés en lograr mejorar la recaudación o influir en la composición del consumo con criterios sociales en la fijación de una panoplia de impuestos indirectos. En ese sentido es destacable la pasividad gubernamental en establecer el impuesto sobre las transacciones financieras para que fuera ese sector económico el que mejorase su contribución a las arcas públicas.
El Gobierno no tiene capacidad para reducir la presión fiscal global -dado el compromiso de reducción del déficit público-, pero sí para bascular la presión a los diferentes contribuyentes. También para que varíe la composición y distribución del gasto fiscal. Cuando se consiga reducir el gasto y déficit estructural se podrá hacer, aunque como con las medidas anunciadas aumente la desigualdad y la provisión de bienes públicos.
Ojalá, que esas palmaditas a la figura del que fue el presidente Suárez se transformasen en medidas fiscales más equitativas, suficientes y progresivas para un país que necesita más políticas de cohesión y desarrollo. Y para eso se necesita otra reforma fiscal.
Santiago González Vallejo. Economista. Unión Sindical Obrera
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