Hace cincuenta años, cuando me desempeñaba como director de protocolo del Ministerio de Relaciones Exteriores, fui testigo de un incidente que, sin que tuviera la menor trascendencia pública, involucró al ex presidente de Indonesio Ahmed Sukarno, el excelso escritor norteamericano Ernest Hemingway y el máximo dirigente de la revolución cubana, Fidel Castro. En el programa […]
Hace cincuenta años, cuando me desempeñaba como director de protocolo del Ministerio de Relaciones Exteriores, fui testigo de un incidente que, sin que tuviera la menor trascendencia pública, involucró al ex presidente de Indonesio Ahmed Sukarno, el excelso escritor norteamericano Ernest Hemingway y el máximo dirigente de la revolución cubana, Fidel Castro.
En el programa de la visita oficial a Cuba del presidente de Indonesia, primer jefe de Estado que visitara Cuba después del triunfo de la Revolución, se había previsto, para un domingo del mes de mayo de 1960, un almuerzo y día de descanso en la playa de Jibacoa, a unos cuarenta kilómetros al Este de La Habana, por invitación del entonces primer ministro Fidel Castro.
Por dificultades organizativas que eran entonces frecuentes a causa de nuestra inexperiencia, hubo que cambiar el destino de la visita del alto dignatario visitante para Santa Cruz del Norte, un pequeño poblado de pescadores algo más cercano de la capital pero también en la costa norte y en la misma ruta.
En plena autopista tuvimos que interceptar a la caravana de autos que trasladaba al presidente Sukarno hacia Jibacoa, como antes lo hicimos con el ómnibus que transportaba a los artistas.
Desde Santa Cruz del Norte se logró comunicación con La Habana para informar al Primer Ministro acerca del cambio de sitio.
Todo parecía felizmente resuelto cuando comenzaron a servirse los daiquiris, mojitos y entremeses a los invitados y los músicos dejaron oír sus instrumentos.
Pero media hora más tarde, el primer ministro Fidel Castro no había llegado y temíamos que Sukarno comenzara a impacientarse por la ausencia de su anfitrión.
Fue entonces cuando recibí, por microondas, un mensaje del líder de la revolución cubana.
Estaba concursando en el Torneo de pesca de la aguja en el que acaba de conocer personalmente a Ernest Hemingway, cuyo nombre en la actualidad lleva ese concurso anual que se celebra en Cuba. Se disculpaba por el retraso. En algunos minutos más esperaba poder unirse a su invitado. Sugería que almorzáramos sin aguardarlo.
Transmití las disculpas al presidente pero mentí en cuanto a los motivos: – Graves problemas de gobierno han impedido al Primer Ministro estar aquí a tiempo, ya se dirige hacia acá.
Otra media hora más tarde, recibí nuevas instrucciones del Primer Ministro. Estaba ganando el concurso y, por ello, no podía abandonar el torneo de pesca. Reiteraba su solicitud de disculpas y su recomendación de que se sirviera el almuerzo sin esperarle.
– Parece que el Primer Ministro ha tenido que convocar una reunión muy urgente del Gobierno, le pide que lo espere y le anuncia que no tardará, – fue el falso mensaje que le transmití.
Pasados otros treinta minutos, el alto dignatario extranjero no disimulaba ya su disgusto.
– Es que hay una situación muy tensa en las relaciones con los Estados Unidos y, seguramente, algún asunto extremadamente grave se ha presentado – trataba de tranquilizarle.
El mandatario extranjero aceptó que se sirviera el almuerzo sin esperar más a su anfitrión, comió con naturalidad y aparentó disfrutar el espectáculo artístico. Pero al cabo del postre se levantó y pidió retirarse.
Mientras Sukarno y su comitiva abordaban los automóviles, yo estaba convencido de que acababa de ser testigo de un grave incidente en las relaciones diplomáticas entre las dos naciones.
Pero unos 10 minutos después de haber tomado la caravana por la espaciosa Vía Blanca hacia la capital, detuvo su marcha abruptamente.
El automóvil en el que viajaba el Comandante en Jefe Fidel Castro, que transitaba en sentido opuesto, la había interceptado. Fidel abrió personalmente la puerta trasera izquierda del vehículo en el que viajaba el presidente Sukarno, penetró en él y ocupó el lugar que rápidamente dejé libre junto al Presidente.
– ¿Ya le contaron que estaba compitiendo en el concurso de pesca con Ernest Hemingway? No podía dejarlo porque estaba ganando. En definitiva obtuve el primer premio -, fue el saludo, feliz, del jefe de la Revolución.
– Sí ya lo sabía. Me alegra mucho. Lo felicito. Estoy muy contento de que haya usted podido venir -, dijo Sukarno.
Y se abrazaron sonrientes mientras que yo, actuando de traductor, sudaba copiosamente.
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