Las aplicaciones de las tecnologías del ADN recombinante para la producción de nuevas variedades de cultivos transgénicos constituyen una problemática compleja, cuya discusión no puede restringirse a la evaluación de argumentos científico – técnicos, sino que debe incorporar la consideración del impacto económico-social, ambiental y en la salud humana, así como el marco jurídico, ético […]
Las aplicaciones de las tecnologías del ADN recombinante para la producción de nuevas variedades de cultivos transgénicos constituyen una problemática compleja, cuya discusión no puede restringirse a la evaluación de argumentos científico – técnicos, sino que debe incorporar la consideración del impacto económico-social, ambiental y en la salud humana, así como el marco jurídico, ético y político en que se inscribe el problema. Al mismo tiempo, a la hora de evaluar críticamente las distintas posiciones en juego, debe tenerse en cuenta que los actores involucrados -empresas transnacionales de biotecnología, productores agropecuarios, ONGs, comunidad científica, ciudadanos como sujetos políticos y como consumidores, y el propio Estado-, constituyen una trama diversa e intrincada que no siempre resulta visible en los debates.
Generalmente la discusión se presenta fragmentada y polarizada y los intereses de los distintos actores aparecen encubiertos o mimetizados. Esto es especialmente notable cuando las empresas biotecnológicas se expresan a través del discurso de los científicos. Frecuentemente son los científicos quienes, autolegitimados desde el lugar de autoridad en que pretenden situar a la ciencia, utilizan argumentos engañosos y ajenos a sus especialidades tales como «la necesidad de resolver el problema del hambre en el mundo», «aumentar la competitividad» o «la urgencia de encontrar nuevas variedades», para justificar la necesidad de la rápida adopción de estas tecnologías. Enmascaran así la existencia de una disputa en la que compiten distintos intereses en juego -entre los que se cuentan los de su propia corporación-, y se hacen cargo de las banderas de las compañías transnacionales de agrobiotecnología, asumiendo que el cambio tecnológico es un acontecimiento inevitable e inherentemente progresivo.
Si se acepta que en el problema en cuestión están involucrados diversos actores con distintos intereses, cuando se discute la conveniencia de adoptar estas tecnologías, es indispensable definir al mismo tiempo cuáles son los objetivos e intereses que se pretende satisfacer. Asumiendo que ésta -como toda nueva tecnología- involucra riesgos aun no dimensionados, para dar una respuesta a este problema desde una posición equilibrada y socialmente responsable, es indispensable evaluar quiénes son los beneficiados por el cambio tecnológico, y quiénes los afectados por los impactos negativos y los riesgos asociados.
Dado que los cultivos transgénicos disponibles actualmente en el mercado no presentan ninguna ventaja para los consumidores, los únicos beneficiados son, en principio, las empresas que los comercializan y aquellos productores que aspiran a aumentar su rentabilidad adoptando el paquete tecnológico, así como el interés «de corto plazo» del gobierno a través de las retenciones que genera su exportación. Como contraparte, resulta claro que la introducción de cultivos transgénicos en ambientes abiertos y la incorporación masiva de alimentos que contienen organismos genéticamente modificados (OGMs) en la dieta, involucran riesgos que afectan a toda la sociedad y comprometen la calidad de vida de generaciones actuales y futuras.
La contaminación genética de cultivos tradicionales y de especies silvestres, la pérdida de variedades locales, el estrechamiento de la base genética de cultivos milenarios, los posibles efectos en cascada de los genes introducidos y sus productos en los ecosistemas naturales y agroecosistemas, constituyen algunos de los riesgos más significativos que involucran al ambiente y a la seguridad alimentaria. El abordaje reduccionista de la biología molecular no puede predecir ni evaluar estos impactos, sólo los modelos sistémicos de la ecología o la biología evolutiva permiten dimensionar su alcance ya que se trata de alteraciones que pueden afectar drásticamente a sistemas coadaptados, complejos y dinámicos, que son el resultado de miles o aun millones de años de evolución. Debido a la naturaleza multicausal y contingente de estos procesos, resulta claro que una vez desatadas, estas transformaciones no son reversibles y que sus consecuencias no resultan predecibles.
Al mismo tiempo, dado que la introducción de genes extraños en un organismo puede tener efectos inciertos sobre su fisiología y bioquímica, se ha señalado el posible impacto en la salud humana que podría ocasionar a corto, mediano o largo plazo, la ingesta de alimentos que contengan OGMs, potencialmente portadores de sustancias nocivas. En este sentido, la falta de etiquetado de los alimentos transgénicos, violenta las voluntades y las conciencias de los ciudadanos, bloquea la posibilidad de realizar estudios poblacionales en el presente y en el futuro y protege a las compañías transnacionales de las demandas de los consumidores frente a futuros daños.
En virtud de la magnitud de los riesgos y de la incertidumbre propia del conocimiento científico disponible para evaluar estos riesgos, se ha invocado la pertinencia de aplicar el Principio Precautorio como marco legal para el tratamiento de este problema. Ello significa que, dado que la «ausencia de evidencias» de efectos perjudiciales no puede ser considerada como «evidencia de ausencia» de daños y riesgos potenciales, el cultivo y consumo de OGMs no debería ser autorizado hasta que existan mayores y mejores criterios de evaluación.
Notablemente, pese a la clara necesidad de contar con más elementos de juicio para la toma de posición frente a este problema, son casi inexistentes las líneas de investigación independientes que apunten a una mayor comprensión y evaluación de estos riesgos, siendo las «evidencias científicas» disponibles producto casi exclusivo de la investigación de las propias empresas biotecnológicas.
Las dimensiones ecológica, social y ética del problema, ponen de manifiesto que su curso no puede quedar en manos de científicos y tecnócratas, ni librado a las fluctuaciones de los intereses del mercado. Esta advertencia es especialmente significativa en países periféricos como Argentina o Brasil, en que las compañías transnacionales de agrobiotecnología promueven el rápido avance de los paquetes tecnológicos (que incluyen la semilla patentada y los agroquímicos asociados), mediante políticas comerciales agresivas, comprando a las empresas periodísticas a través la publicidad y ejerciendo presión sobre los estados para obtener un marco legal relajado que favorezca la introducción y comercialización de OGMs.
Por su parte, y en ausencia de políticas públicas definidas, cuando la rentabilidad inmediata resulta conveniente, los productores adoptan masivamente las nuevas tecnologías, independientemente de los costos ambientales o sociales de tales decisiones. A este panorama se suma la falta de espacios de debate y de canales de participación, de lo cual resulta que la mayor parte de la sociedad queda excluida de toda decisión y el paquete tecnológico y sus productos se imponen rápidamente en ausencia de debate público. Unos pocos disfrutan los beneficios inmediatos y la sociedad toda paga los costos sociales y ambientales y asume los riesgos ecológicos y sanitarios.
En este sentido, el caso de la soja transgénica resistente al herbicida glifosato (sojaRR) en Argentina, resulta paradigmático. Actualmente, la mitad de la producción de cereales y oleaginosas esta constituida por soja, casi 100% transgénica, la cual es destinada a la exportación para ser usada como forraje. El país produce 35 millones de toneladas anuales que representan un 20% de la producción mundial, abastece el 50% del mercado mundial de aceites, es el principal productor de harina de soja y el tercer productor mundial de poroto de soja. ¿Cómo se estableció este modelo en un país típicamente productor y exportador de alimentos variados y de buena calidad?
El avance de la soja, tuvo un auge sostenido desde la década de 1970, pero en los últimos siete años el incremento del área cultivada se aceleró notablemente, conjuntamente con la introducción del paquete tecnológico soja RR-glifosato-siembra directa. El liderazgo en el mercado se estableció debido a la rápida y masiva adopción de esta tecnología, favorecida por la relajación de los procedimientos para autorizar el cultivo y el consumo de transgénicos.
Varios factores adicionales contribuyeron a incrementar el ritmo de las transformaciones sufridas por el sistema de producción agropecuario: el alto precio internacional de la soja, el bajo costo del glifosato cuya patente había vencido, y la existencia de la llamada «bolsa blanca» de semillas, práctica que consiste en que los productores resembraban su propia semilla, con la permisividad de las empresas que apostaban a imponer sus modalidades productivas para garantizar la conquista del mercado en el mediano plazo.
El resultado de este proceso fue que en unos pocos años, la producción de soja transgénica reemplazó a otros cultivos, desplazó a otras actividades agropecuarias y avanzó sobre ecosistemas naturales. El área sembrada con soja pasó de 10 millones de hectáreas en 1990 a 35 millones de hectáreas en 2003. Este aumento en la producción de soja, se corresponde con una notable reducción en la producción de girasol, maíz y arroz. En las provincias del Noroeste y el Noreste argentino, la soja avanzó sobre cultivos tradicionales que requieren mano de obra intensiva, como el algodón, la batata, la caña de azúcar y los frutales. Al mismo tiempo, las plantaciones de soja RR reemplazaron a otras explotaciones agropecuarias destinadas a ganadería de vacunos, ovinos y porcinos, y a establecimientos tamberos y hortícolas.
El aumento del área sembrada también involucra una expansión de la frontera agropecuaria. En los últimos cinco años, en la región chaqueña fueron taladas un millón de hectáreas para plantar soja, y en la región de las yungas salteñas está ocurriendo un proceso similar, que puede conducir a la destrucción de uno de los ecosistemas que reúnen mayor biodiversidad de Argentina. Esto es especialmente penoso si se asume que estos suelos vulnerables y no aptos para la agricultura, sobreexplotados y erosionados, se agotarán en sólo cinco años.
El cuadro presentado pone en evidencia que, en el caso argentino, a los riesgos e impactos asociados a la introducción de cultivos transgénicos, se suma el deterioro de los agroecosistemas que introduce la práctica del monocultivo. Es claro para cualquier especialista que el monocultivo es perjudicial para la sustentabilidad de la tierra, ya que provoca un consumo desproporcionado de algunos nutrientes y favorece la proliferación de plagas y malezas. La soja, tiene la particularidad de ser un extractor de nutrientes muy eficiente y es capaz de crecer aun en suelos empobrecidos. Como resultado de ello, los productores continúan sembrando y cosechando sin fertilizar, de manera tal que la concentración de fósforo, potasio, nitrógeno y azufre en el suelo está bajando drásticamente. Ello significa que junto con la soja, Argentina está exportando parte de su suelo fértil, de modo que el monocultivo se ha convertido prácticamente en una actividad extractiva.
En cuanto al uso de agroquímicos, si bien se ha presentado a esta tecnología como amigable para el ambiente, el uso recurrente de un mismo herbicida aumenta la frecuencia de las malezas resistentes lo cual conduce a utilizar concentraciones cada vez mayores. Así, el consumo de glifosato se duplicó al pasar de 28 millones de litros en el período 1997-98 a 56 millones en 1998-99, y llegó a 100 millones en la última temporada, con las consecuentes secuelas de contaminación creciente de suelos y aguas.
Pero el más significativo de todos los impactos de este modelo se expresa en el ámbito social y económico. La transformación de la estructura agroproductiva durante la última década muestra la exacerbación de tendencias preexistentes que abonan la inequidad y la exclusión social: mayor concentración de la riqueza, aumento del tamaño de la unidad productiva y reducción de puestos de trabajo. Entre 1990 y 2003 desaparecieron el 30% de los establecimientos agropecuarios medianos y pequeños (103.000 unidades productivas) y el tamaño medio de la unidad productiva pasó de 250 Ha a 538 Ha. Durante ese mismo periodo se produjo un notable aumento de los alquileres de las tierras, debido a lo cual, los pequeños productores pasaron a rentar sus parcelas a grandes corporaciones y abandonaron el campo. Así desaparecieron alrededor de 600 pueblos agrícolas y miles de pequeños productores y trabajadores agrarios, excluidos de sus prácticas de trabajo tradicionales, migraron del campo para pasar a engrosar los cinturones de pobreza de las ciudades.
Las transformaciones en la estructura productiva del agro asociadas al nuevo paquete tecnológico conducen a un modelo de agricultura sin agricultores, industrializada y concentrada en la producción de materias primas y forrajes para exportar a los países centrales. Como contraparte, la pérdida de modos de producción tradicionales, la exclusión social y la destrucción de un modelo equilibrado de producción de alimentos que abastecía el mercado interno y permitía exportar, contribuye a poner en riesgo la soberanía alimentaria, al provocar la disminución de la calidad de los alimentos y el aumento de su precio en el mercado interno.
Estas transformaciones constituyen la expresión a nivel del agro de la política neoliberal implementada por el gobierno de Carlos Menem y promovida por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial durante la década de 1990, que condujo a la privatización de las empresas públicas, a la desarticulación del Estado y al cierre masivo de industrias, en el marco de una economía basada en la especulación financiera. La retirada del Estado y la reducción del gasto público afectaron los sistemas de salud y educación. Del mismo modo, el sistema público de investigación científica quedó arrinconado por la falta de recursos. En estas circunstancias se explica la cooptación de una parte de la comunidad científica por las empresas multinacionales de biotecnología, que encontraron en los científicos locales a promotores acríticos, calificados para el desarrollo de nuevos ensayos transgénicos y dispuestos a impulsar la rápida instalación de sus negocios. Ello explica, al menos en parte, porqué en Argentina el modelo asociado a la introducción del paquete tecnológico de la soja transgénica se estableció temprana y rápidamente, alcanzando una masividad única en el mundo, sin atravesar mayores escollos y en ausencia de un debate público.
Para revertir esta situación es indispensable ampliar la discusión y promover la participación ciudadana en la definición de políticas de estado que reflejen un marco consensuado respecto a este problema, orientado por la necesidad de atender, en primer lugar, al bien común y resolver las necesidades de las mayorías en un marco de sustentabilidad. Pero este proceso requiere asumir un nuevo desafío: la democratización del conocimiento científico. Resulta claro que el acceso a dicho saber se ha convertido en fuente de desigualdades sociales en el interior de cada país, a la vez que se acrecienta el distanciamiento entre países centrales y periféricos.
En este contexto reapropiación social de conocimiento científico representa una clave para el desarrollo económico-social de los países y un aspecto fundamental en la construcción de políticas científicas autónomas. Así entendido el problema, el desafío no sólo consiste en difundir los modelos hegemónicos del conocimiento científico actual, decodificando el lenguaje esotérico y hermético de la ciencia contemporánea para hacerlo accesible a todos los ciudadanos. El principal escollo para favorecer el protagonismo ciudadano desde una posición crítica, es desmitificar la condición de «verdad» que se atribuye al conocimiento científico, situándolo como una construcción social, atravesada por supuestos y prejuicios culturales, provisoria, perfectible, controversial, problemática y cargada de incertidumbres. Sólo así el saber científico podrá servir al pueblo como un instrumento transformador. Al respecto hacemos propio el reclamo de Gérard Fourez quien en su libro «Alfabetización científica y tecnológica» advierte que, generalmente, la divulgación …consiste en una actividad de relaciones públicas de la comunidad científica que se interesa por mostrar al «buen pueblo» las maravillas que los científicos son capaces de producir…; pero precisamente en la medida en que no se ofrece un conocimiento que permita actuar, da un conocimiento superficial; es un saber que no lo es, porque no es poder.
Alicia Massarini es Investigadora de Conicet. Maestría en Política y Gestión de la Ciencia y la Tecnología. Facultad de Farmacia y Bioquímica. Universidad de Buenos Aires. Argentina