Este texto se ha escrito para las Jornada de autoformación de Corriente Roja sobre la cuestión nacional. Se ha escrito antes de las manifestaciones de Barcelona y Donostia del pasado sábado 10 de junio. Muy probablemente, las dos versiones fundamentales del nacionalismo español analizarán con detalle lo que expresan a gritos las muchedumbres que han […]
Este texto se ha escrito para las Jornada de autoformación de Corriente Roja sobre la cuestión nacional. Se ha escrito antes de las manifestaciones de Barcelona y Donostia del pasado sábado 10 de junio. Muy probablemente, las dos versiones fundamentales del nacionalismo español analizarán con detalle lo que expresan a gritos las muchedumbres que han «votado con sus pies» a favor de la independencia nacional de sus pueblo catalán y vasco. En este sentido, pienso que el borrador presentado a las compañeras y compañeros de Corriente Roja, organización marxista consecuente, es decir, internacionalista y revolucionaria, sirve también para todas las personas y grupos que no se arrodillan ante el terror material y simbólico del nacionalismo imperialista español.
1.- PRESENTACION:
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Antes que nada, os agradezco el reto que me habéis lanzado al pedirme que viniera a vuestras Jornadas de autoformación para debatir sobre la construcción histórica del nacionalismo español y la identidad vasca. Digo que es un reto por tres razones: porque el tema a debate afecta a una de las contradicciones irresolubles del capitalismo español; otra, porque además para un independentista y comunista vasco esta contradicción se extiende a la vez a la construcción histórica del nacionalismo francés, lo que nos obliga a disponer de una perspectiva más amplia; y, por último, porque, me habéis dado muy poco tiempo para ordenar y escribir las tesis que ahora os presento, lo que me obliga a prescindir de las citas y referencias bibliográficas y a dejar para más adelante una explicación detallada sobre la génesis de la identidad vasca, entre otras razones porque tendría que extenderme en le formación del capitalismo francés y también en un período en el capitalismo inglés y británico, que ha sido más importante de lo que se cree en la formación de la actual Euskal Herria.
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Para colmo de limitaciones, por una azarosa desgracia de última hora me ha sido totalmente imposible acudir en persona a exponeros estas tesis para debatirlas con vosotras y vosotros. Os pido mil perdones, en serio. La única solución que se me ocurre es la de avanzaros ahora unos puntos de resumen rápido del texto, y luego el texto entero.
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El nacionalismo español es producto de una larga construcción ideológica realizada por las clases dominantes a lo largo de varios siglos pero con un punto decisivo centrado en el primer tercio del siglo XX. Como todo nacionalismo, en su seno coexisten en unidad y lucha de contrarios dos corrientes: la de las clases explotadoras, propietarias de las fuerzas productivas, que crean el grueso, la mayoría y la oficialidad referencial de ese nacionalismo, con su cultura de elite y universitaria, y su escritura y formas de arte, etc., en cuanto instrumentos de poder y alienación; y la de las clases explotadas que solamente pueden crear mal y con muchas limitaciones lo que se define como cultura popular, que es objeto de una desesperada presión manipuladora por la cultura oficial y dominante, para reducir la cultura popular, creativa y crítica, a mera culturilla de masas.
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En los Estados que han obtenido u obtienen parte de sus beneficios económicos con la opresión nacional y explotación imperialista, la ideología nacionalista, la cultura y la propia lengua oficiales terminan convirtiéndose en instrumentos de dominación de esos pueblos explotados pero también de las propias clases trabajadoras de la nación opresora. La opresión nacional que ejerce un Estado termina más temprano que tarde determinando toda la estructura conceptual, cultural e ideológica del pueblo que oprime a otro pueblo. Aunque sus efectos alienantes varían en las clases sociales del pueblo opresor, todas ellas se benefician en mayor o menor grado, pero siempre en alguno, de las sobreganancias de todo tipo, materiales y económicas, culturales y simbólicas, y también las sexuales, que se extraen con la explotación imperialista.
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La historia oficial de España construida de forma abrumadoramente mayoritaria por la versión dominante de su nacionalismo, la versión reaccionaria e imperialista, esta historia ha creado una línea ascendente que va desde las «aportaciones españolas» a la civilización europea mediante el imperio romano, hasta el presente más actual. Incluso, sin afán alguno de hacer bromas baratas de una técnica de manipulación tan efectiva como es la del deporte de masas industrializado, ahora mismo vemos cómo la derechona españolista habla con orgullo de las supuestas «aportaciones del fútbol español» al deporte mundial.
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La burguesía española habla así porque sabe de los grandes beneficios políticos y económicos que se obtienen con la manipulación del complejo y enrevesado mundo de los sentimientos colectivos e identitarios, del imaginario, de las tradiciones culturales, etc. Semejante universo palpita muy frecuentemente de forma inconsciente o subconsciente, emotiva, siendo por ello manipulable con facilidad mediante técnicas psicopolíticas estrechamente relacionadas con las técnicas del marketing de ventas del consumismo compulsivo e irracional. Y el fútbol, como una de las ramas más rentables de la industria del consumo alienado de masas, del llamado «ocio», es de lo más rentable no sólo en lo económico, sino también en lo político y en determinados períodos de crisis sobre todo en el azuzamiento del nacionalismo imperialista.
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Resumimos en cuatro fases y momentos críticos la creación del nacionalismo español. Las dos primeras son puramente ficticias en lo material, pero efectivas en lo ideológico. La primera es la supuesta aportación de los «emperadores españoles» de Roma a la civilización, de modo que, como veremos, se va creando ya desde entonces una ideología que se remonta a un mito clave de la civilización burguesa europea: la de los efectos beneficiosos del imperialismo romano, con su «ciudadanía universal» decretada por el emperador Caracalla, etc. De este modo, el nacionalista español actual pretende enraizar con valores supuestamente universales y protodemocráticos, falsificando totalmente la historia de Roma.
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La segunda fase es la de la catolización del Estado visigodo impuesta por Recaredo, que cierra la época de la identidad arriana y germana de la «historia española», para inaugurar su verdadera esencia católica y occidental, la que estuvo a punto de desaparecer por la invasión musulmana, pero pudo pasar a la Reconquista gracias a los efectos beneficioso del III Concilio de Toledo. Esta tesis termina de redondear la anterior, la de las aportaciones a Roma, para abrir la fase que va de la Reconquista a la Evangelización de América y al Siglo de Oro, época de esplendor que es en sí misma la tercera fase de la creación del nacionalismo español.
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Los Reyes Católicos aparecen, desde esta visión idealista, como el nacimiento de la «nación española», junto a los Tercios y la Evangelización, junto a Trento y al imperio en el que no se pone el sol. Según sean las versiones más o menos reaccionarias del nacionalismo español, se insistirá en uno u otro de estos recursos ideológicos para soldar una visión lineal y simplona del problema. Lo que ocurre es que la realidad histórica es tan aplastante por su dureza descarnada que no se puede seguir negando muchos acontecimientos, y entre ellos el de la decadencia española, que es interpretada de diferentes formas según los intereses particulares.
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Por último, la cuarta fase y definitiva a nuestro entender es la del primer tercio del siglo XX, aunque viene precedida por señales anteriores como es lógico. El nacionalismo español toma cuerpo definitivamente en medio de una crisis total de retroceso y empobrecimiento, lo que refuerza a las componentes más militaristas y reaccionarios en detrimento de los progresistas que siempre han existido, pero que van cediendo terreno desde el siglo XIV, y que desde mediados del siglo XIX aparecen representados por el federalismo republicano, que ha sido un auténtico fracaso histórico.
2.- CUESTIONES DE MÉTODO Y PRIMERA FASE
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Una de las dificultades del marxismo radica en las diferentes «lecturas» que se pueden hacer de este cuerpo teórico, que más que un «cuerpo» acabado es un método en permanente evolución creativa. Ciñéndonos a la denominada «cuestión nacional», debemos preguntarnos sobre qué problemática específica queremos estudiar como base para avanzar luego en otras investigaciones: ¿la de los testos juveniles de Marx y Engels sobre los «pueblos sin historia», sobre que si el proletariado no tiene patria, etc., o sobre la inminencia de otra oleada revolucionaria a comienzos de los ’50 del siglo XIX y la prioridad de una lectura meramente democraticista de las reivindicaciones nacionales? ¿O la lectura simplemente política en el sentido de los intereses inmediatos del movimiento socialista en la Europa de la segunda mitad del siglo XIX, centrándonos en los debates sobre el colonialismo y sobre Polonia e Irlanda, por ejemplo? ¿O la lectura más profunda y sistemática sobre las formaciones precapitalistas, sobre los «sistemas nacionales de producción precapitalista», sobre las «grandes naciones asiáticas» anteriores al capitalismo, sobre el papel de la explotación de los pueblos por el capital comercial, sobre las sorprendentes líneas de investigación que se abren en el capítulo sobre la acumulación originaria de capital, etc., etc.? ¿O sobre las implicaciones de sus estudios últimos sobre etnografía, que son una mina apenas explotada de sugerencias en bruto a cerca del tema ahora a debate?
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¿Cuál de estas cuatro lecturas de Marx, y de Engels, aunque por razones de tiempo ahora no puedo extenderme sobre éste, es la más conveniente para nuestro debate? ¿O no será que debemos sintetizar las cuatro en un método único que las abarque? Más preciso aún, ¿no será que ese método ha de tener como lógica interna el valor que Marx otorga durante toda su obra, desde su carta a Ruge de 1843 hasta sus resúmenes de las obras de Morgan y de John Budd Phear de finales de 1880 y mediados de 1881, a la fuerza de los sentimientos de identidad de un colectivo cuando es agredido desde el exterior? Pensamos que en la obra de Marx existe esa especie de idea-fuerza que late o aparece en muchos textos, que se va enriqueciendo a medida que investiga en la historia, y que reconoce la importancia de la identidad colectiva, con todas sus contradicciones internas nunca negadas, en la evolución y en la revolución.
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Uno de los problemas a resolver más importantes, y en el que no vamos a extendernos aquí, es el de la interacción de las identidades colectivas con los modos de producción y su plasmación en las formaciones económico-sociales; y una forma especialmente decisiva de dicho problema es el de apreciar tanto las contradicciones sociales, clasistas, de sexo-género, etc., en el interior de esas identidades como su devenir al son de la luchas socioeconómicas, evolución que perfectamente puede concluir en su exterminio más o menos rápido, en su lenta agonía, en su mestizaje con otras identidades más poderosas, o en su elevación a identidad dominante tras absorber a otras, subsumiéndolas, o tras terminar con ellas. Al igual que las hordas, clanes, tribus, etnias, pueblos y naciones están en permanente evolución lenta o rápida, en tendencias a la desaparición y/o a la fusión con otras, y en procesos de aparición de nuevas contradicciones internas y choques e influencias externas, por ello mismo sus identidades internas sufren las mismas transformaciones, cambios y resultados.
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Desde esta perspectiva podemos decir sin temor a error que no existe esencia inmutable alguna en lo relacionado con las identidades colectivas, populares y nacionales, y que su permanente cambio es parte del cambio permanente de sus respectivos colectivos, pueblos y naciones. Más aún, en aquellas colectividades en las que las contradicciones clasistas, de sexo-género y etno-nacionales están muy agudizadas, reflejándose en la política estatal, en estos casos cada ve más frecuentes en la escala de los modos de producción basados en la explotación de la mayoría por la minoría, en estos casos existe una deliberada intervención de los aparatos que aseguran la explotación para imponer las identidades explotadores y debilitar o exterminar las identidades explotadas.
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Sin duda este es el caso del Estado español, que dispone de una serie de aparatos burocráticos especialmente dedicados a reforzar y asegurar la expansión del nacionalismo imperialista español en detrimento de las ideas nacionales de los pueblos que explota. En toda sociedad escindida por la explotación, la identidad está también escindida en dos bloques, el dominante y el dominado, y esta unidad de contrarios en lucha es la causa por la que el sector explotador crea aparatos especiales para recrear y reforzar su identidad, buscando el exterminio de la contraria. El caso de la identidad patriarcal es paradigmático: según sean los modos de producción, la explotación sexo-económica básica de la mujer por el hombre se adapta a exigencias de cada modo de producción resultando el sistema patriarco-tributario, el patriarco-esclavista, el patriar-feudal y el patriarco-burgués, muy básicamente expuesto. Del mismo modo, la identidad colectiva escindida por las primeras formas de explotación social existe ya en los pueblos del modo tributario, del modo esclavista, feudal y burgués.
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Pero esta visión dialéctica de la historia es negada por la esencialista e idealista, inmutable en el fondo aunque pudiera admitirse algún leve cambio de matiz en su forma, siempre fugaz e intranscendente. En el caso de la península ibérica, la versión dominante y cuasi oficial del nacionalismo español sostiene que la «idea de España» ya estaba latente en germen, embrionariamente, en las resistencias coordinadas de algunos pueblos celtas e íberos a la dominación cartaginesa y romana, por no hablar de quienes ya ven «españoles» en los habitantes de Atapuerca de hace 300.000 años o antes. Sagunto y Numancia serían los crisoles de la «esencia española» tal cual se estaba formando entonces. A partir de aquí, no existe rubor alguno en sostener que la «esencia de España» dio cinco «emperadores españoles» -Galva, Trajano, Adriano, Máximo y Teodosio– a Roma y Bizancio, que rescataron al Imperio de sus crisis. Las «virtudes hispanas» también se plasmaron en Séneca, «filósofo español» decisivo para la cultura romana y mundial.
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La «España romana» aparece así como el primer gran logro histórico de la «esencia española» que, mediante Roma, hace una gran aportación político-filosófica a la civilización europea. Fijémonos en que estas aportaciones tienen dos contenidos que serán ensalzados como básicos de la «identidad española» y como básicos en la cultura eurooccidental, destinada a ser la dominante en el mundo. El primero es el de «centinela de la civilización», en el sentido de las medidas de Trajano, Adriano y Teodosio destinadas a recomponer y asentar el poder imperial frente a los peligros exteriores, extendiendo las fronteras del imperio hasta los límites precisos para su mejor defensa, o recuperando grandes partes de los territorios perdidos por la invasión de los bárbaros, como hizo Teodosio. La segunda es la filosofía estoica de Séneca, por sus virtudes serenas de ver la vida, y a la vez por ser una de las filosofías paganas que facilitó la creación del cristianismo como religión imperial, junto a los ritos de Mitra y de las religiones tributarias, y al reaccionario idealismo platónico.
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Naturalmente, en esta versión nacionalista española no aparece el otro lado, el de la sangre y el sufrimiento del esclavismo, de la civilización de la crueldad que era Roma, de sus implacables exterminios genocidas padecidos por multitud de pueblos que se negaron o se resistieron a su dominación. La rica e impresionante civilización celta, tan feroz como la romana aunque más libertaria para el contexto histórico objetivo, extendida por grandes áreas de Europa, fue exterminada hasta sus raíces, por no hablar de la cultura íbera, o de Cartago y su magnificencia, etc. Otros muchos pueblos resistieron en la medida de sus fuerzas antes de ceder debido a la traición colaboracionista de sus clases dominantes, como fue el caso de Grecia, o desaparecer; y periódicamente las rebeliones esclavas, las luchas de clases internas, y las rebeliones de los pueblos sojuzgados ponían en riesgo el modo de producción esclavista. Si aceptásemos que esta fase histórica fue engrandecida por el germen de la «nación española», según este idealismo nacionalista reaccionario, tendríamos que decir que tal «logro» nació chorreando sangre por todos sus poros.
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No podemos exponer ahora el papel que jugaron las resistencias de los pueblos a la ocupación romana en la caída de este imperio, pero fue muy apreciable porque le obligó a dispersar en extensas áreas los cada vez más mermados ejércitos disponibles, obligándole a abandonar zonas enteras en aras de la protección de enclaves decisivos. Pero lo que ahora sí nos interesa tanto en la problemática de la identidad como en la de la evolución de la versión oficial de la historia española, es recalcar el hecho absolutamente significativo de que las clases dominantes tendieron a venderse a las potencias invasoras. Hemos hablado de Grecia, pero la resistencia cántabra fue aniquilada por los romanos porque un sector decisivo de la dirección cántabra pactó con los invasores, del mismo modo que lo hicieron muchas jefaturas celtas y galas, y en lo que sería luego Inglaterra. Durante la decadencia romana, las clases ricas galorromanas se plegaron a las exigencias de los invasores germanos, y los estudios históricos muestran que estas clases terminaron siendo más ricas y poseyendo más propiedades después de la caída de Roma que antes, bajo la dominación romana. Del mismo modo, la conquista de grandes zonas de la península ibérica por los visigodos, relativamente pocos, fue facilitada por los pactos entre la clase terrateniente romana, abandonada por su imperio, y los visigodos que prometían mantener el orden y la propiedad privada.
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El nacionalismo español silencia este pacto interétnico entre la clase senatorial latina, indefensa militarmente pero muy superior cultural y económicamente, y los toscos invasores visigodos, que eran arrianos y funcionaban en base a las leyes del modo de producción germánico. Como ha sucedido frecuentemente, al final las relaciones de poder socioeconómico terminan imponiéndose al poder militar bruto, más letal en su poder de destrucción pero incapaz a la larga de ampliar las fuerzas productivas. Muy en síntesis, esto es lo que sucedió en la península ibérica cuando un sector creciente de la dirección visigoda terminó por aceptar la necesidad de fusionarse con la clase senatorial latina que seguía siendo muy poderosa en el siglo VI.
3.- SEGUNDA FASE
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El arrianismo era la forma ideológica que expresaba la forma de la democracia asamblearia germánica pagana adaptada al aumento de la escisión social interna como efecto de la acumulación de propiedad privada en las grandes familias militares, que se quedaban con el grueso de los botines de guerra, con las mejores tierras, mujeres y esclavos. El arrianismo justificaba mejor que el catolicismo la escisión de esta colectividad típica del modo de producción germánico. Con el tiempo, la incapacidad del modo germánico de producción para aumentar la economía agraria asentada en la propiedad latifundista, fue contrastando con la capacidad del catolicismo para hacerlo. Un sector de la clase visigoda comprendió que tenía que pasar de la versión arriana del cristianismo a la versión católica para asegurar una fusión estratégica entre sus intereses y los de la clase terrateniente de origen latino, romano.
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Como en otras zonas de Europa, en la que chocaron el modo germánico con el protomedieval, y la cultura pagana eslava con la cristiana, que venían a representar en el fondo lo mismo, como en estos sitios, en la península ibérica, las clases más ricas y poderosas tendieron a unirse para mantener su propiedad privada y aumentarla. El III Concilio de Toledo iniciado en 589 organizado por Recaredo sirvió para imponer la versión católica del cristianismo prohibiendo la versión arriana, más acorde a la anterior identidad germánica de los visigodos. Dentro del nacionalismo español hay una tesis que sostiene que la conversión al catolicismo fue el principio de la «nación española» en su sentido profundo, católico. La «esencia católica» de España quedaría desde entonces asegurada para la eternidad, y la Reconquista sería la continuación del III Concilio tras la «crisis de la invasión».
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En realidad, la imposición vertical y autoritaria del catolicismo se inscribió dentro del mismo modelo europeo –por ejemplo, la catolización de los francos impuesta por Clodoveo justo a finales del siglo V, cerca de noventa años antes que la de Recaredo– de fusión de los intereses de clase de las minorías ricas para crear un poder estatal superior basado en el cemento ideológico católico, mucho más autoritario y centralizado que el arriano. Las identidades étnicas de cada parte fueron abandonadas o transformadas en aras de la riqueza económica. Lo más significativo del III Concilio de Toledo, para seguir en nuestro caso, fue la enorme diferencia de castigos que se impusieron a quienes no aceptasen el catolicismo dentro de los arrianos: para los visigodos ricos los castigos eran mucho menores que para los pobres. La razón hay que buscarla en que el campesinado visigodo no estaba muy dispuesto a ceder sus derechos, libertades y tradiciones germánicas, mejor defendidas por el arrianismo. Resistencias de esta misma naturaleza se dieron en toda Europa al imponer las clases ricas el catolicismo a las clases campesinas germanas y eslavas, arrianas y paganas.
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Asentada ya la unidad territorial, política e ideológica del Estado visigótico, se endureció su proceso expansivo a costa de otros pueblos, especialmente a costa del Pueblo Vasco, tal cual se expresaba en aquél tiempo. No se puede negar el permanente choque entre la nueva «España visigótica» y el Pueblo Vasco que vivía aún en una mezcla de modos de producción que no podemos exponer aquí, pero que sí tenía para entonces algún sentido de identidad específica que le llevaba a una resistencia contra los ataques francos por el norte, y visigodos por el sur, así como a pactos y acuerdos tras las guerras que no eran sino períodos de descanso más o menos largos dentro de un conflicto de resistencia militar muy prolongado en el tiempo. La resistencia de los «feroces vascones» ha quedado confirmada por multitud de referencias, como se volvería a confirmar más tarde por los cronistas árabes al no poder imponer su dominación por mucho tiempo.
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La unidad política de la «España visigoda» era muy débil pese al reforzamiento católico. Fue una facción visigoda rebelde la que pidió ayuda a las tropas musulmanas para derrocar a la dominante a comienzos del siglo VIII que, como era muy frecuente, se encontraba intentando aplastar a los vascos. La pasmosa facilidad de la conquista musulmana se explica además de por las tensiones internas a los visigodos, también por los intereses oportunistas de las clases ricas de la ciudades y latifundios que apenas ofrecieron resistencia, así como por el apoyo que las clases explotadas dieron a los musulmanes. La religión musulmana era menos opresora que la católica, menos injusta incluso con quienes se resistían a abandonar sus viejas creencias. Era más «social» en el sentido de ayudar a las masas empobrecidas y de exigir a las clases ricas un impuesto –el zakat– obligatorio destinado a una especie de «asistencia social básica». También impulsaba el comercio y los mercados, en vez de vigilarlos como hacía el catolicismo. Y hasta su involución varios siglos más tarde, el Islam favoreció abiertamente el desarrollo cultural, técnico y filosófico.
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Este comportamiento de las masas explotadas, de las clases ricas y de las facciones no dominantes visigodas repite en lo esencial el de las masas explotadas por Roma en su decadencia frente a la democracia de los invasores «bárbaros». Frecuentemente las masas explotadas recibían con los brazos abiertos a los invasores, guiándoles incluso en algunos casos hacia los terratenientes y políticos romanos más explotadores y odiados. Hay constancia de que el poder cristiano romano condenó el apoyo de los cristianos empobrecidos a los invasores germanos porque les aportaban, por el momento, alguna libertad. Vemos, por tanto, cómo las identidades, que ya están escindidas en su interior por la explotación social, tienden a romperse más aún si desde el exterior llegan fuerzas liberadoras u opresoras que benefician a un bando u otro de la identidad escindida previamente. En la península ibérica muchos grupos sociales aceptaron la dominación musulmana porque de una forma u otra mejoraba sus condiciones de vida, aunque les exigiera algún cambio en su identidad, o su renuncia total para aceptar la nueva religión. Entre la población vasca de la época también sucedió lo mismo.
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La versión más reaccionaria del nacionalismo español ha borrador de su historia oficial a la «España musulmana», o la ha reducido a estereotipos fotográficos. La versión menos reaccionaria admite la «tolerancia filosófica» musulmana vivida en Toledo y en otras muchas ciudades, pero sin asumir esa «tolerancia» como un valor permanente que hay que aplicar al Estado español. Lo cierto es que la Reconquista fue un exterminio masivo de una civilización superior pero dividida y débil militarmente, por otra inferior pero mesiánica, fanática y fuerte militarmente. Para los musulmanes, los cristianos olían mal, eran ignorantes y brutos. Aún así hubo una permanente interacción, alianzas y pactos de todas clases que contradicen en todo el mito posterior de una separación absoluta entre ambos contendientes. Pero a la larga, se impuso definitivamente el sector más reaccionario del invasor cristiano. Sector que empezó a construir la mitología justificadora a partir de la resistencia de un grupito de nobles visigodos huidos a lo más remoto de las rocas cántabras, que no suponía peligro alguno para el Islam. Por otra parte, el nacionalismo español también ha ocultado el importante papel militar jugado por tropas europeas que acudían a la llamada de Cruzada contra el infiel, movidos por la codicia, el saqueo y las violaciones masivas, y por el perdón de todos sus pecados, incluidos los cometidos en las masacres inherentes a la cristianización.
4.- TERCERA FASE
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Durante la Reconquista se sentaron las bases de tres contradicciones que minarían la identidad que iban creando los reinos cristianos peninsulares: Una, las zonas militares y fronterizas necesitaban una población nueva que trabajase la tierra y ayudara a defenderla, y los reinos cristianos sólo podían lograrlo concediendo determinados derechos a las nuevas poblaciones, pero la tendencia creciente de los reinos cristianos era hacia la centralización y el feudalismo, hacia una mayor explotación social, lo que chocaba con la tendencia anterior. Otra, los choques entre los propios reinos cristianos entre sí tanto para expandirse a costa del Islam, como para defenderse los unos de los otros, aunque todos fueran cristianos, lo que les llevaba a crear sus propias leyes y mantener sus propias costumbres y lenguas aunque tuviesen el mismo tronco latino –menos el euskara– y recurrieran al latín como lengua culta. Por último, al calor de las dos contradicciones anteriores y debido al impulso de los reinos, fueron surgiendo diferentes burguesías comerciales y mercantiles en Països Catalans, Galiza, Castilla, León, Pueblo Vasco, etc.
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En algunos casos, unos reinos aprovechaban las debilidades de otros para arrancarles grandes extensiones contando con el apoyo de sectores sociales interesados en cambiar de rey al que servir, como fue el caso de la anexión militar de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa por Castilla, amputándolas al Estado de Nafarroa a finales del siglo XII. Poco más tarde, en el siglo XIV estalla en Castilla la guerra entre el bloque formado por la burguesía en ascenso, con el apoyo de los judíos que controlaban las finanzas comerciales, y el sector de los grandes terratenientes que resultan victoriosos iniciando bajo el reinado los Trastamara el ascenso de la nobleza feudal retrógrada, enfrentada a la burguesía y a los campesinos libres. Las contradicciones sociales van minando así la unidad identitaria formada durante la guerra de exterminio de la civilización musulmana, hasta desembocar en una gran crisis.
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Las contradicciones citadas llegaron a su crisis en el siglo XV en un proceso que no podemos resumir aquí, aunque la guerra fue el instrumento decisivo para decidir la victoria de un bando u otro, sobre todo cuando chocaban las tres contradicciones a la vez: la de los campesinos y artesanos libres contra la explotación, la de la burguesía contra la nobleza y la de los reinos entre sí. Un ejemplo de libro lo tenemos en la suerte sufrida por Galiza en ese siglo XV cuando chocaron brutalmente las tres contradicciones en una guerra de clases e internacional, resultando victorioso el lado más reaccionario, el de la Iglesia y la nobleza galega que aceptó la dominación castellana para mantener su poder, ocupación sintetizada en la espeluznante frase de Isabel la Católica sobre la «castración y doma» del pueblo galego por los conquistadores apoyados por las fuerzas reaccionarias internas.
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El siglo XV es decisivo porque, como veremos, abre la tercera y decisiva fase histórica sobre la que se asentará luego el nacionalismo español. Y la abre además con la creación en 1468 de un instrumento de terror físico y moral como el Santo Oficio o Inquisición, burocracia terrorista destinada fundamentalmente a la represión política, cultural e identitaria bajo la excusa de la defensa del catolicismo pero destinada a soldar con tortura y hoguera la unidad de los pueblos que iban siendo dominados. Con estos recursos de pánico y violencia se invadirá el Estado independiente de Granada endureciendo la marginación y represión del pueblo andaluz que llegará a uno de sus momentos atroces con la expulsión de los moriscos en 1609; repitiendo la anterior expulsión de los judíos tras robarles sus propiedades. Ambas medidas, junto al accionar de la Inquisición, serán desastrosas a medio plazo para la economía y la cultura españolas, pero mientras tanto la sobreexplotación genocida de los pueblos de las Américas va a permitir un relativo auge económico que se irá agotando entre finales del siglo XVI y la primera mitad del XVII.
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El nacionalismo español falsifica absolutamente la historia al presentar como unión lo que sólo fue un simple pacto dinástico entre Castilla y Aragón realizado en 1505. La realidad es que ambos Estados siguieron siendo práctica y oficialmente independientes en todo durante mucho tiempo, hasta que conforme transcurría el siglo XVII Castilla fue aventajando económica y militarmente a Aragón, arrinconándola y, por fin, destruyendo su independencia de siglos. También se miente diciendo que la invasión del Estado de Navarra en 1512 por Castilla y Aragón, más el apoyo del Vaticano, presentándola como «unión voluntaria» del Estado de Navarra a la «nación española» ya formada y dirigida por los «Reyes Católicos». De igual modo se oculta que las fuerzas progresistas y soberanistas de Castilla fueron pasadas a cuchillo en 1520 con la derrota de los Comuneros a manos de un ejército internacional que hablaba más alemán y flamenco que castellano.
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La derrota comunera supone entre otras cosas el triunfo de la gran nobleza medieval monopolizadora de la producción de lana y de trigo, que desprecia la producción técnico-artesanal y el comercio interior basado en la buena manufactura de esos artesanos hábiles, y que al despreciar ese comercio odia también el saber técnico y científico-empírico sobre el que se asienta y al cual, a la vez, impulsa por pura necesidad de competencia económica. De este modo, son las luchas clasistas las que van cerrando una a una las posibilidades de que la economía española y su cultura se integre en la explosión tecnológica y en la revolución científico-mecanicista que estalla en el siglo XVII.
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El posterior nacionalismo español, en cualquiera de sus versiones, jamás se recuperará del abismo insondable que separa a la base socioeconómica y cultural del Estado español, al margen de sus formas de gobierno, de la racionalidad tecnocientífica capitalista, más aceptada por los cristianismos anglicano, calvinista y luterano. ¿Para qué practicar la «tolerancia filosófica» musulmana, el arte exquisito de la contabilidad ejercitado por los judíos, la sabiduría morisca en la agricultura por irrigación, la técnica y la ciencia, etc., cuando ya tenían a su disposición a decenas de millones de indios y esclavos negros, a millones de campesinos andrajosos e ignorantes en los latifundios peninsulares? La respuesta del reino de las Españas a estas preguntas fue la salvaje guerra de exterminio de la resistencia nacional burguesa de los Países Bajos, que terminó con la independencia de Holanda en 1579 obtenida pese a las crueldades inimaginables cometidas por el católico ejército imperial español. Un ejército que apenas tenía capacidad tecnoindustrial para fabricar los cañones que necesitaba, y que tenía que comprarlos mediante contrabando y corrupción incluso a fabricantes holandeses.
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Desde finales del siglo XV hasta la derrota de Rocroi en 1643 a manos del ejército francés, se mantiene el tercer período –y el decisivo– de construcción paulatina del actual nacionalismo español. Los dos anteriores fueron, como hemos visto, la supuesta aportación de los «emperadores españoles» a la civilización europea, y la «unidad católica» de la «España visigoda» que sienta las bases para el inicio de la Reconquista a comienzos del siglo VIII. Una constante esencial estructura estos tres momentos: la victoria de la reacción sobre el progreso y sus efectos negativos sobre las identidades colectivas que van siendo creadas bajo la dirección de esas fuerzas reaccionarias vencedoras. Los marxistas distinguimos lo reaccionario de lo progresista en toda sociedad explotadora diciendo que es reaccionario lo que fortalece la explotación y es progresista lo que la debilita. Los tres primeros momentos críticos, violentos y atroces, en los que se cimenta el nacionalismo español se caracterizan por la victoria de la explotación sobre la libertad.
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Esta constante se materializa de forma aplastante en la crisis de mediados del siglo XVII, que no se resolverá transitoriamente hasta comienzos del XVIII. Portugal recupera su independencia en 1640 al vencer a los españoles, pero el reino de las Españas logra derrotar la sublevación de Andalucía de 1641, manteniéndola dentro del Estado. Sin embargo, desde 1659 hasta 1713 pierde: Rosellón y Cerdaña, Franco Condado, Haití, Milanesado, Bélgica, Luxemburgo, Cerdeña, y Nápoles y Sicilia. La forma de compensar estos desastres que minan muchísimo el ya débil potencial económico, es invadir Aragón y los Països Catalans exterminando definitivamente su independencia preburguesa entre 1707 y 1714, así como la de endurecer las presiones centralistas sobre el Pueblo Vasco, contra su Régimen Foral, que irán en aumento hasta las dos guerras de invasión del siglo XIX, llamadas carlistas por la historiografía española.
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Se ha hablado del choque en esta época de dos modelos diferentes de «nación española», con su correspondiente nacionalismos: uno, el modelo de los Austria, abierto a las «diferencias regionales» y a una descentralización administrativa, visión heredada de la cultura política germana anterior al inicio del definitivo auge prusiano entre 1813 y 1848, y del Imperio Austro-Húngaro; y otro, el modelo Borbónico, ultracentralizador, formado a partir de las necesidades defensivas y expansivas de los Borbones franceses cercados por poderes como el holandés y el inglés al norte y oeste atlántico, el austrohúngaro en el este europeo, con su extensión al imperio español en el sur. Lo cierto es que el grueso de las clases propietarias del Estado español optaron por un endurecimiento centralista para lo que necesitaban el apoyo de los Borbones, decisivo para su victoria en la Guerra de Sucesión, aunque el atraso socioeconómico español y la fuerza de las grandes familias nobiliarias con sus lazos de consanguinidad y clientelismo formados durante siglos para extender sus propiedades y aplastar a las clases trabajadoras, todo esto limitó mucho la efectividad de las reformas borbónicas de máxima centralización estatal como se vería en el siglo XIX.
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La respuesta del reino de las Españas a esta crisis es la típica de una estrategia político-militar defensiva antes que de un plan de activación socioeconómica, cultural y científica, aunque sí hubo algún intento tímido que nunca llegó a la grandeza de los funcionarios borbónicos franceses. Por un lado, al no poder mantener ejércitos en Europa porque son derrotados, se mantienen los más cercanos, los que pueden vencer a enemigos bastante más débiles como son los pueblos andaluz, aragonés y catalán. Por otro lado, se endurecerá sobre manera la explotación de los pueblos de las Américas y de Filipinas con leyes fiscales destinadas a aumentar el tesoro español, lo que irá generando la radicalización de las clases ricas criollas y el independentismo de las naciones indias, con el apoyo de los esclavos negros, que estallará en la revolución dirigida por Tupac Amaru de 1780. Por último, se intensifica la españolización del Estado con la imposición del funcionariado, de su lengua y de sus leyes, desplazando y echando a los cargos anteriores oriundos en su mayoría de los países en los que ejercían su labor siempre bajos sus leyes propias.
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Sin embargo, ni aún así se recupera la capacidad socioeconómica, la única que podía sostener una recuperación política y cultural. Peor aún, en 1784 se prohíbe la lectura de la Enciclopedia que se estaba estudiando masivamente en toda Europa y en América del norte y del sur por las fuerzas más progresistas y conscientes. La Enciclopedia es una «obra total» que enseñaba los más recientes y mejores avances de la cultura y de la ciencia, del pensamiento y del arte, y su estudio era imprescindible para cualquier mejora social. Lo significativo de esta prohibición es que fue impuesta por sectores que antes habían intentado modernizar en algo al Estado mediante medidas borbónicas tibias pero que ahora retrocedían ante la fuerza de la reacción feudal y eclesiástica, de la Inquisición y de los sectores sociales reaccionarios, aunque fueran del pueblo trabajador. Una vez más, fueron derrotados los intentos de modernizar la identidad española tal cual existía a finales del siglo XVIII. Despectivamente, la manipulable «cultura de masas» terminó motejando como «afrancesados» a los muy pocos intelectuales y políticos que intentaban modernizar la identidad española.
5.- CUARTA FASE:
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Las Cortes o Juntas de Cádiz de 1808-09 reunidas en plena invasión napoleónica, reflejan los límites insuperables de una tímida y acobardada burguesía consciente de su debilidad ante poderes tan tremendos como la Iglesia y la Nobleza apoyadas por amplios sectores populares alienados y sometidos a la ignorancia que no dudarán en gritar «¡Vivan las cadenas!». Las Cortes de Cádiz aparecen como un llamado muy contradictorio porque algunas de sus pocas declaraciones progresistas fueron ahogadas en cuatro grandes prácticas conservadoras: son nacionalistas españolas y rechazan de un modo u otro las reivindicaciones de los pueblos americanos y de los peninsulares no españoles; aceptaban implícitamente la monarquía y no exigieron la república pese a sus declaraciones sobre los derechos de la «ciudadanía»; no defendieron ni siquiera de forma indirecta las mejoras introducidas por los «afrancesados», y no tenían capacidad de influir en el conservadurismo de amplias masas de la población, azuzado por la nobleza y la Iglesia contra todo lo progresista.
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Se ha sostenido que las Cortes de Cádiz podían haber democratizado el nacionalismo español si hubieran asumido y aplicado lo básico de los derechos defendidos por las revoluciones burguesas en Norteamérica y en el Estado francés, pero para que hubiera sido así previamente tendría que haber existido una clase burguesa decidida a matar y a morir por sus ideales; más todavía, tendría que haber existido una clase burguesa capaz de haber elaborado su propio proyecto socioeconómico y político, pero nunca llegó a hacerlo. La Constitución de Cádiz de 1812 avanzó en algunos de estos derechos pero careciendo de una base de masas bajo una dirección revolucionaria burguesa decidida a todo, y además, desde una visión estatalista y nacionalista española, lo que facilitó el distanciamiento de las naciones no españolas. Los pocos derechos recogido en 1812 fueron barridos en 1837 al retrocederse incluso al voto censatario, por citar un solo ejemplo: las clases trabajadoras y las mujeres en su totalidad quedaban excluidas de la «nación española».
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Hay que contextualizar este retroceso ya que para 1828 se habían liberado de la opresión española zonas inmensas de América del norte, centro y sur que no vamos a enumerar aquí. Pero a diferencia de la crisis de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, ahora la clase dominante española no quiso avanzar ni siquiera en una pequeña reforma al estilo de las de entonces, las de los «afrancesados», sino que se enrocó en lo más duro del fanatismo, precisamente cuando, por el lado izquierdo, surgía un movimiento republicanista que combatía buena parte del sistema de explotación, aunque desde la versión progresista del nacionalismo español. La propaganda anticarlista, correcta en muchas cosas pero falsa de raíz cuando se aplicaba a la resistencia armada vasca, catalano-aragonesa, galega y castellana, por este orden de importancia, sirvió para ocultar las contradicciones internas al nacionalismo español.
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El federalismo republicano surgió entonces, en la década de 1840, como la «solución» a la «diversidad» de pueblos que algunos intelectuales empezaban a proponer pero empezó a fracasar porque no pudo evitar el endurecimiento del centralismo español desde 1876; tampoco pudo evitar la negativa del nacionalismo español a resolver democráticamente las justas reivindicaciones cubanas y filipinas. El federalismo republicano no podía desplazar a la versión más autoritaria del nacionalismo español porque la clase dominante imponía la solución militar como única alternativa, cerrando filas alrededor de la «nación española», y con las bendiciones de la Iglesia. Recordemos que Rizal, dirigente filipino, era más autonomista que independentista hasta que conoció las entrañas de la bestia en su estancia en el Estado español, y que fue fusilado en 1896 en Manila por instigación de las órdenes religiosas españolas. El federalismo republicano volvió a fracasar al no impedir la entrega española de Cuba y Filipinas a los EEUU para impedir que disfrutaran de la independencia. Por no extendernos, tampoco pudo evitar luego las masacres de la guerra de Marruecos en 1909-1927, ni las represiones contra catalanes y vascos, etc.
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La pregunta es: ¿eran fracasos en contra de su voluntad, o es que el federalismo republicano negaba el derecho a la independencia de las naciones oprimidas por el Estado español? La respuesta exige analizar la crisis del agónico imperialismo español tras la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico, en medio de un malestar social interno creciente, del surgimiento del nacionalismo vasco en sus dos versiones, la de Sabino Arana y la de Campión, de la remodelación del nacionalismo catalán en diversas corrientes, del avance político-cultural galego alrededor de Rexurdimiento desde finales del siglo XIX y, por no extendernos, en medio del creciente impacto de las ideas fascistas como única alternativa al creciente «peligro comunista». Fue en esta crisis prolongada cuando se reunieron en Bilbao, bajo la inspiración de la gran burguesía vasca, representantes de asociaciones empresariales del Estado para avanzar en lo que podríamos definir como la definitiva «creación de España».
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Llegamos así al cuarto y decisivo momento en la creación del nacionalismo español, acuciado por una debacle total pues el Estado ha sido relegado a la periferia en la escala imperialista que avanza. Aunque se hable de la Generación del ’98, lo decisivo es que el poder ha quedado en manos de un bloque que impone la dictadura de Primo de Rivera de 1923 a 1930, años decisivos para el reforzamiento ideológico de lo más reaccionario del nacionalismo español como se verá en 1931 cuando la II República defraude las esperanzas de las naciones oprimidas. El nacionalismo español ha ocultado sus atrocidades en el norte de África, como el uso de gases venenosos contra la población civil. Los sectores progresistas e independentistas del pueblo amazig vieron ilusionados la llegada de la II República, pero ésta les trató a palo limpio, manteniendo la alianza con los traidores que habían ayudado a la victoria española, y que poco más tarde, en 1936, ayudarían a la victoria del franquismo aportando decenas de miles de soldados, al igual que lo haría la dictadura de Salazar en Portugal.
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Pese a la abundancia de pequeñitas corrientes internas al nacionalismo español en esta decisiva cuarta fase, la de su definitiva formación histórica, lo cierto es que se forman dos grandes tendencias no contradictorias porque ambas defienden a la «unidad de España». La primera y dominante es la que vencerá en 1939 manteniendo su poder hasta 1978, con la muy controlada descentralización regionalista y autonomista de la Constitución del rey que el dictador Franco nombró, y que solamente al cabo de tres años empieza a recuperar gran parte de lo que cedió a raíz del pánico de la «izquierda» federalista española a otro golpe militar posterior al de Tejero de 1981. Nada más acabar esta parodia de golpe, la «izquierda», que había cedido en todo lo fundamental desde finales de los ’60, aceptó la contraofensiva general del nacionalismo español para recortar las muy reducidas atribuciones concedidas a las autonomías. Una de las razones fue el pánico a otro golpe militar, esta vez verdaderamente duro, pero la extrema rapidez con la que la «izquierda» renegó más allá de todo lo imaginable de su federalismo de boquilla radica en su nacionalismo español.
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La segunda tendencia, siempre timorata y cobarde, es la del federalismo republicano que tiene, como mínimo, cuatro ramas: la estrictamente republicana; la libertaria con todas sus familias; la socialdemócrata y la comunista De las cuatro, solamente una parte de la comunista aceptó y justificó durante unos pocos años el derecho a la independencia de las naciones oprimidas. No vamos a extendernos en el republicanismo estricto ni en el anarquismo. El federalismo del PSOE era más de boquilla que de acción, tardando bastante tiempo en tomar postura oficial al respecto y siempre dentro de la unidad española dirigida por la clase obrera mitificada y supuestamente internacionalista y federalista por esencia. Pero en Euskal Herria defendía muy mayoritariamente la marginación y hasta la desaparición del euskara y de la cultura vasca, atrasada e inservible. Su nacionalismo español era público, e incluso el pequeño «grupo de Tolosa», euskaldun y socialista, asumía la superioridad global española no pasando de un autonomismo federalista en su forma pero sometido al Estado en las cuestiones decisivas.
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El PC de España empezó con dos corrientes internas sobre el problema nacional español. Una era la de su Secretario General, José Díaz, defensora al principio del derecho a la independencia de las naciones oprimidas; y la otra era la representada por Dolores Ibarruri que reducía el problema a simples «cuestiones regionales». La primera aparecía como la oficial pero en la práctica era minoritaria como lo constataron y sufrieron en sus propias carnes los comunistas gallegos. Durante los primeros tiempos de la guerra de 1936-39 la ficción de ser la corriente mayoritaria aparecía en mítines y declaraciones públicas, pero casi desde el inicio de la guerra empezó imponerse la segunda, que silenció a la oficial durante 1937, asumiendo un nacionalismo español con fuertes dosis de intolerancia frente a las reivindicaciones de los pueblos no españoles con la excusa de la «unidad antifascista». El plegamiento del PC de España al nacionalismo español de Negrín terminó siendo incondicional. El clandestino PC de España se deshizo incluso con métodos contrarrevolucionarios de los comunistas que defendían el derecho a la independencia de sus pueblos.
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No tiene sentido divagar sobre qué hubiera sucedido desde los ’70 si el federalismo republicano hubiera luchado a la ofensiva contra le componente reaccionario de dicho nacionalismo. No lo hizo porque no podía hacerlo. Tal posibilidad no entraba en su estructura política, teórica y cultural de matriz y esencia españolas. El pequeño sector del federalismo republicano que reconocía de palabra el derecho de autodeterminación, que no el de la independencia, claudicó ante su dirección burocrática aceptando la Monarquía impuesta por Franco o su bandera, o ambas cosas a la vez. Muy pocos lo justificaron alegando razones de urgente táctica de acumulación de fuerzas electorales; otros empezaron a abandonar la militancia política, defraudados por tanto engaño y traición, y otros continuaron tragando todas las exigencias españolistas, cada vez más reaccionarias.
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Una constante histórica recorre la formación del nacionalismo español: acrecienta su fanatismo en la medida en que su poder político-económico retrocede frente al ascenso de otros nacionalismos imperialistas, y en la medida en que no logra aplastar a las naciones que explota, y en que éstas avanzan en sus movilizaciones. Y según aumenta la fuerza reaccionaria de ese nacionalismo decrece la del republicanismo federalista en su seno, o se esconde en el silencio pasivo y cómplice. Todo indica que el capitalismo español va a seguir retrocediendo en la jerarquía imperialista, que la crisis estructural y de larga duración va a agudizar la lucha de clases y las reivindicaciones de los pueblos oprimidos y que, por tanto, el nacionalismo español va a endurecerse todavía más para contener en lo posible la «decadencia de España». Frente a estas tendencias, el federalismo republicano debe pensar las razones de su fracaso rotundo e irreversible y plantease la necesidad de pasar a defender el derecho y la necesidad de la independencia de los pueblos oprimidos por el Estado español.
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El futuro de la revolución comunista en el capitalismo español y europeo pasa, además de por otras reflexiones que ahora no podemos exponer, también por la de saltar de la fatua palabrería litúrgica sobre el derecho abstracto a la autodeterminación a la explicación teórico-política, clasista e histórica de la necesidad de la independencia de las naciones oprimidas para desbloquear y liberar las alienadas conciencias de las clases explotadas del Estado español. Marx y Engels ya se percataron de esta necesidad en la lucha revolucionaria en Gran Bretaña con la opresión nacional irlandesa, y a toda Europa con respecto a la opresión de Polonia. La experiencia acumulada desde entonces en todo el mundo, y elevada al rango de teoría marxista, confirma la validez de las propuestas de ambos revolucionarios.
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