El tiempo es oro. El buen tiempo, por supuesto. Resignados a lo que sucede sobre el suelo que calzamos, nos pasamos media vida con la vista plantada en los cielos. ¿Esperando un milagro? ¿Quién sabe? Lo cierto es que el parte meteorológico arrasa hoy en los índices de audiencia de todas las cadenas. Da mucho […]
El tiempo es oro. El buen tiempo, por supuesto. Resignados a lo que sucede sobre el suelo que calzamos, nos pasamos media vida con la vista plantada en los cielos. ¿Esperando un milagro? ¿Quién sabe? Lo cierto es que el parte meteorológico arrasa hoy en los índices de audiencia de todas las cadenas. Da mucho más que hablar un anticiclón sobre las islas Azores que el descenso del paro o la calidad de la enseñanza. Las isobaras mandan.
Vivimos pendientes del tiempo. El escritor y poeta Xuan Bello avanza en una de sus historias la posible explicación a tan curioso fenómeno. «Somos, sin duda, seres climatológicamente dialécticos. Uno es, entre otras muchas cosas, lo que el tiempo le deja ser. Al tiempo atmosférico los antiguos campesinos, por lo menos los del occidente de Asturias, le llamaban el Hacedor, quiere decirse, el que hace y deshace, el que arregla y estropea».
Somos el tiempo que nos queda, avisaba hace unos cuantos años otro poeta, José Manuel Caballero Bonald. El tiempo que nos queda. Poco y malo, si hacemos caso a los expertos. Más de 5.000, representantes de 189 estados, se han reunido en la Conferencia sobre Cambio Climático de Naciones Unidas en Nairobi (Kenia). El Hacedor anda revuelto y estropea por todos lados.
La respuesta está en el tiempo . Las altas temperaturas de África han batido todos los récords en los últimos años. Sus sequías, también. Los gases de efecto invernadero son los principales culpables del calentamiento del planeta. Estados Unidos, con un 29%, es su principal productor. El continente negro sólo es responsable del 2% o el 3% mundial. Apenas 0,8 toneladas de CO2 por africano y año (en Euskadi superamos las 11.6 toneladas en 2004).
No hay tiempo que perder. Sin embargo, la Cumbre sobre Cambio Climático ha aportado pocas soluciones. Entre las más sorprendentes, el «secuestro» de CO2. Inyectar el dióxido de carbono en depósitos subterráneos o acuáticos, a gran profundidad, en lugar de arrojarlo a la atmósfera. La alternativa es clara: esconder la basura. ¡Barrer debajo de la alfombra!
El tiempo no perdona. Los inuit viven repartidos por las regiones árticas de Canadá, Rusia, Groenlandia y Estados Unidos. Sólo quedan unos 155.000 esquimales y su ancestral forma de vida agoniza. Osos polares, morsas y varias especies de focas, todos ellos animales básicos para su supervivencia, desaparecerán a mediados de este siglo. Los inuit han presentado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos la primera demanda que vincula cambio climático y violación de los derechos humanos. El acusado, Estados Unidos. Sus gases de efecto invernadero.
Los tiempos están cambiando. «El hielo ya no es sólido ni tiene su color azul habitual», aseguraba hace unos días un jefe de la tribu Nishnawbe Aski. «No pasa de una especie de espuma muy quebradiza». Los 20.000 indígenas inuit que habitan el helado norte de la provincia de Ontario acaban de quedarse aislados de tierra firme. El agua no se ha congelado del todo y las carreteras de hielo por las que suelen transitar en los meses de invierno se deshacen. Se funden. Se hunden.
Tiempo de silencio. «Sé como el hielo, transparente pero capaz de atraparlo todo en tu interior». El proverbio inuit, y su pueblo, están perdidos. El hielo no es sólido. Ni transparente. Está vacío. Deshecho. Y sólo es la punta del iceberg… Tiempo al tiempo.