A nadie se le escapa que en los debates que se han producido al hilo de la prohibición de los toros aprobada por el Parlament de Catalunya la cuestión identitaria ha estado muy presente. Lo ha estado hasta el punto de embarrar en gran medida el debate sereno y centrado en los aspectos realmente importantes: […]
A nadie se le escapa que en los debates que se han producido al hilo de la prohibición de los toros aprobada por el Parlament de Catalunya la cuestión identitaria ha estado muy presente. Lo ha estado hasta el punto de embarrar en gran medida el debate sereno y centrado en los aspectos realmente importantes: la pertinencia de las razones morales aportadas por los defensores de los animales y la aceptabilidad de la prohibición jurídica de esas prácticas. Por cierto que probablemente ha sido el Parlament uno de los lugares donde el debate, con todo el trabajo previo de comparecencias e informes, se ha producido en términos menos envenenados, más centrados en las razones pertinentes y con una deliberación más rica. Pero las reacciones recogidas en los medios de comunicación procedentes de políticos, de personas vinculadas al mundo del toreo o de famosos en general, así como lo que se dice en la calle o lo que se escribe en Internet, no siempre han ido por estos derroteros. Con mucha frecuencia han contribuido a mezclar cuestiones identitarias y toros.
No es entonces de identidades nacionales de lo que deberíamos estar hablando ahora. Pero una vez que el tema está tan presente, no queda más remedio que entrar a discutirlo, precisamente para permitir que el debate sobre la prohibición de los toros se centre realmente en los toros. La forma más común del argumento que relacionaba a los toros con las cuestiones identitarias viene a decir algo así: la razón por la que se está promoviendo la prohibición de los toros en Catalunya tiene que ver fundamentalmente con una cuestión de nacionalismo identitario. Por consiguiente, la iniciativa se convierte en espuria y justifica la oposición a la prohibición. Sin embargo, este argumento se enfrenta al menos a tres objeciones. En primer lugar, quienes lo agitan serían culpables de la misma falta que atribuyen a sus opositores. En segundo lugar, es dudoso que la razón de la prohibición sea esta. En tercer lugar, habría que reconsiderar si tendría algo de malo en que así fuera. Como se puede comprender, la cuestión más controvertida es esta última.
Puede ser asunto opinable determinar quién ha incidido más en llevar el debate sobre la prohibición de los toros hacia términos identitarios. Yo tengo la impresión de que han sido los que denunciaban la presunta maniobra que se estaba produciendo en Catalunya. No parecían darse cuenta de que ellos mismos estaban planteándolo en términos identitarios, ya que la premisa del argumento, a veces explícita y otras no, era que las corridas de toros son parte sustancial de la cultura y de la identidad española. Ocurre con el nacionalismo español que no suele ser consciente de serlo. Instalado en su naturalidad y sin necesidad de afirmarse como tal, los nacionalismos identitarios son los de los otros. Con ello es posible descalificar en global los debates identitarios, puesto que es una forma de afirmar la «identidad por defecto». Pero en este caso los críticos se verían atrapados en su propio argumento. Si hay algo de malo en mezclar las cuestiones identitarias en el debate sobre los toros, tan rechazable sería el caso del que pretende su prohibición para afirmar una identidad catalana diferente de la española, como el que pretende lo contrario. A no ser que se sostenga que hay unas identidades buenas (las nuestras) y otras malas (las que pretenden los otros). Por cierto que este empate entre los que usan los toros para definir la identidad en uno y otro sentido se da únicamente en Catalunya y para definir la identidad catalana, es decir, entre los que creen que los toros deben formar parte de esa identidad y los que no. Cuando el argumento identitario se maneja desde fuera de Catalunya y para definir lo que los catalanes deberían asumir como propio, corre el riesgo de convertirse en una imposición improcedente.
La segunda cuestión tiene que ver con lo dudoso de que las razones para la prohibición de los toros estén basadas en motivos identitarios. Los promotores de la iniciativa han insistido en negarlo y los debates que se han producido en el Parlament se han dado en términos de razones morales relativas al sufrimiento de los animales y a la barbarie de las prácticas. Es decir, en torno a las razones relevantes para tomar esta medida. A efectos de su justificación es lo que nos tiene que importar. ¿Supone esto afirmar que las motivaciones identitarias no han tenido nada que ver, que no hay personas que en última instancia se movían por estos motivos o que no hay otros que lo hayan celebrado en esta clave? Naturalmente es imposible afirmar esto y hasta se puede admitir que es muy plausible que esas motivaciones existan en algunas o incluso en muchas personas. Pero lo que sí se puede decir es que resulta irrelevante a efectos de la justificación de la medida. Conviene distinguir aquí entre lo que es la explicación de por qué se ha llegado a una convicción y la justificación de esa convicción. Lo relevante del asunto de los toros es el peso de las razones morales contra el maltrato animal, no los motivos por los que unos y otros hayan llegado a asumir estas razones y a votar democráticamente en consecuencia.
Pero, en tercer lugar, qué ocurriría si así fuera, esto es, si las razones identitarias hubieran sido las que movieron a una parte de los diputados hacia la prohibición de los toros. Es decir, no sólo en términos de explicación, sino también de justificación. Que yo sepa, nadie lo ha planteado en estos términos, pero vamos a suponer que así fuera. ¿Cuál sería el problema? En primer lugar hay que decir que los parlamentos, y en general las instituciones democráticas, pueden decidir sobre cuestiones identitarias y que lo hacen con alguna frecuencia, como por ejemplo cuando regulan los símbolos (banderas, himnos, etc.). Probablemente no es conveniente que dediquen mucho tiempo a ello y es todavía más conveniente que al tratar estas cuestiones se muevan con cierta prudencia y procurando no herir demasiadas sensibilidades ni ofender a las minorías. Ahora bien, si la pregunta es si las razones identitarias justifican cualquier regulación, y en concreto ésta, la respuesta es categóricamente no. En particular, en este asunto resultaría absolutamente inaceptable que se hubieran prohibido los toros -o cualquier otro espectáculo- únicamente por motivos identitarios, en lo que supondría una interferencia excesiva del poder. (Démosle la vuelta al argumento para afirmar que también sería inaceptable que se intentase revertir la decisión del Parlament, justificada en términos morales, aludiendo a motivos identitarios opuestos o a la protección de la cultura). Pero esta decisión está justificada (y sólo está justificada) en razón de los imperativos morales que exigen un compromiso público contra el maltrato a los animales, no por otras razones.
La cuestión es aquí si esta decisión, justificada en términos morales y legítima en términos democráticos, quedaría de alguna manera deslegitimada en el caso hipotético de que algunos de los que la votaron (o la defendieron) lo hubieran hecho por motivaciones identitarias, motivaciones que, por sí solas, como hemos visto no justificarían la medida. Hay que decir que éste es un problema más general: ¿qué ocurre cuando una sentencia justificada y motivada se impone gracias al voto de un juez que llega a la misma solución mediante un razonamiento incorrecto? ¿Qué ocurre cuando una ley es aprobada gracias a los votos de dos grupos que votan por razones completamente diferentes y hasta contradictorias? Creo que en el caso que no ocupa lo relevante para responder a esta pregunta sigue siendo no sólo el hecho de la mayoría, sino y sobre todo el de la corrección de la justificación esgrimida a favor de la ley. Un caso imaginario y extremo nos puede ayudar. Supongamos que un grupo político de carácter religioso, con un peso decisivo en el parlamento, se opone también a las corridas de toros porque consideran que se trata de un animal sagrado, aunque no tendrían inconveniente en que se siguieran celebrando si el animal en cuestión fuera un caballo o un chimpancé. Se trata de una razón particular de los profesan esa religión, razón que no es universalizable y que por supuesto no podría en ningún caso justificar por sí misma la prohibición. Creo, sin embargo, que no habría motivos para rechazar a estos aliados coyunturales, puesto que objetivamente contribuiría a un avance real con la aprobación de la ley.
Si esto es así, la discusión en torno a este asunto debe darse sobre el peso de los argumentos morales contra las corridas de toros y sobre si tales argumentos justifican la prohibición, no sobre cuestiones identitarias. Es, por ello, momento de celebrar sin matices la decisión catalana. Esperemos además que se convierta en un ejemplo moral. Lamentablemente hay motivos para temer que si se convierte en bandera identitaria de cierto nacionalismo populista español contribuirá a que a muchos les resulte difícil abrirse a considerar las razones morales de fondo. Sería una mala señal. Tanto para el avance de la conciencia moral de respeto a los animales, como para la necesaria construcción de una identidad española que sea respetuosa y no excluyente respecto a otras identidades y con capacidad, también, de considerarse críticamente y rechazar algunos rasgos propios que -como ocurre con cualquier cultura e identidad- no son dignos de conservarse.
Carlos Lema Añón. Profesor Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid
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