Recomiendo:
0

Tortura: Crimen de Estado

Fuentes: Gara

Pese a la rotunda prohibición de la tortura y los malos tratos que contienen multitud de normas de derecho internacional y la propia Constitución española, los recientes informes elaborados tanto por el Relator Especial de Naciones Unidas (Theo Ban Boven) como por el Comisario Europeo de Derechos Humanos (Alvaro Gil Robles) ponen de manifiesto que […]

Pese a la rotunda prohibición de la tortura y los malos tratos que contienen multitud de normas de derecho internacional y la propia Constitución española, los recientes informes elaborados tanto por el Relator Especial de Naciones Unidas (Theo Ban Boven) como por el Comisario Europeo de Derechos Humanos (Alvaro Gil Robles) ponen de manifiesto que dicha práctica policial execrable sigue existiendo en la inmensa mayoría de países del mundo.

Lamentablemente, España no es una excepción, por más que sea cierto que en los últimos años se ha avanzado de forma inequívoca ­aunque insuficiente­ en el objetivo de erradicar dichas conductas ilícitas por parte de los funcionarios públicos encargados de hacer cumplir la ley, en especial, los miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado (policía) y los funcionarios de prisiones. Las cifras estadísticas correspondientes al ámbito español que contienen ambos informes, así como las publicadas también por entidades especializadas en la defensa de los derechos humanos (como Amnistía Internacional, SOS Racismo, Coordinadora para la Prevención de la Tortura, etc…), demuestran la gran dificultad de llegar a conocer con precisión cuántos son los casos reales de maltrato grave sufrido por personas detenidas en dependencias policiales y pe- nitenciarias, puesto que ­por su propia naturaleza­ nos enfrentamos a una inescrutable red de falta de transparencia y colaboración, lógicamente previsibles, por parte de quienes pudieran tener graves responsabilidades penales y disciplinarias en este ámbito. De ahí, las notorias discrepancias entre los datos estadísticos que presentan unos y otros, lo que comporta una dificultad añadida al éxito en la lucha contra tal fenómeno impropio de un Estado de Derecho.

Si queremos ser rigurosos y huir de todo planteamiento demagógico o populista, debemos empezar por matizar que ­en España­ la tortura de las personas detenidas no es una práctica sistemática. Su nivel de habitualidad o excepcionalidad depende en gran medida de la clase de delito que se les impute. De ahí, que sea necesario distinguir entre presuntos delincuentes comunes y detenidos en aplicación de la legislación antiterrorista. Y fruto de ello, también resulta imprescindible aclarar que la mayoría de los casos de tortura se da contra personas a las que se aplica esta última normativa claramente restrictiva en orden a la salvaguarda de los derechos que el art. 520 Lecrim reconoce a todo detenido, con especial incidencia cuando se trata de la lucha contra el terrorismo de ETA, por lo que un elevado número de afectados son ciudadanos de Euskadi.

Centrada pues la cuestión, deberían preocuparnos en gran manera dos constataciones objetivas en las que coinciden todos los informes nacionales e internacionales a los que antes hemos aludido. En primer lugar, que desde el anterior dictamen entregado al Gobierno español en noviembre de 2002 por el Comité de Derechos Humanos de la Unión Europea, no se ha atendido prácticamente ninguna de las Recomendaciones que allí se hacían. Ni en lo relativo a la reforma de determinados artículos de la ley de enjuiciamiento criminal, excesivamente limitadores de derechos fundamentales de los detenidos sometidos a régimen de incomunicación, ni en la instalación material de mecanismos operativos de autocontrol en las depen- dencias policiales y penitenciarias.

Hoy día, sigue sin admitirse el derecho de los detenidos a quienes se les ha aplicado la ley antiterrorista, a ser reconocidos cada día por un médico de confianza de la familia, además de serlo ­conjuntamente­ por el forense, ni a ser asistido por un abogado de libre designación, ni a ser puesto a disposición judicial desde el mismo momento en que manifieste que se acoge a su derecho inalienable a guardar silencio que le reconoce el art. 24 CE. Tampoco se han instalado aún cámaras de grabación audio- visual permanente en las salas de interrogatorio policial y en las celdas donde permanecen incomunicados tal clase de detenidos. Qué duda cabe de que dichas medidas coadyuvarían de forma determinante a lograr el triple objetivo de: a) disuadir a todo funcionario público que aún no haya entendido el mensaje irrenunciable de que el fin nunca justifica los medios; b) obtener pruebas fidedignas de los malos tratos en aquellos casos en los que efectivamente se hayan ejecutado; y c) romper el círculo vicioso existente entre hipotéticas denuncias falsas y renuncia de determinados jueces a investigar esta clase de delitos, a pesar de estar nítidamente tipificados en el art. 174 del Código Penal.

En segundo lugar, también es enormemente preocupante que se siga manteniendo el marco legal de posible impunidad que ­en aras del principio de oportunidad discrecional en manos del Poder Ejecutivo­ la vigente ley de Indulto (una norma, nada más ni nada menos, de fecha 18 de julio de 1870) concede al Gobierno de la Nación. Resulta sorprendente que continúe en vigor una legislación preconstitucional que otorga tal facultad ilimitada a uno de los poderes del Estado, precisamente a aquel que debiera haber evitado que en sus instalaciones se pudiera torturar, maltratar o vejar a ningún detenido. Y lo más grave es que dicha facultad legal le está atribuida sin que su decisión (un simple decreto carente de toda motivación jurídica) sea susceptible de recurso alguno por parte de la víctima ni control a cargo del tribunal sentenciador.

Una sentencia firme dictada por un tribunal imparcial contra un funcionario público culpable de un delito tan grave como es el de torturar o maltratar a un detenido no debiera jamás poderse dejar sin efecto por una simple decisión unilateral del Gobierno de turno. Si en determinados supuestos excepcionales el condenado mereciera el «perdón» en clave de reconciliación con la víctima o en sede de la reinserción social que contempla el art. 25.2 CE, debería ser siempre un organismo autónomo, indepen- diente del Poder Ejecutivo y con un prestigio reconocido por su función de salvaguarda de los derechos humanos, el único que estuviera legitimado para decidir si el cumplimiento de la condena impuesta es necesario o no, tanto en clave de prevención especial y castigo respecto del propio penado, como en sede de prevención general (mensaje) hacia toda la sociedad.

Los jueces somos plenamente conscientes de la gravedad de los actos criminales protagonizados por ETA durante décadas, y también del dolor de todas las víctimas que el conflicto existente entre Euskadi y el Estado español ha ocasionado hasta mediados del año 2003, fecha desde la que, afortunadamente, se ha producido un punto de inflexión que todos confiamos sea irreversible. Pero dicha constatación no puede ni debe impedirnos en absoluto el máximo rigor en la aplicación de la ley contra aquellos que aún siguen pensando que «todo vale» en la lucha contra el terrorismo. Sólo desde esta posición inamovible estaremos legi- timados para reclamar plena confianza de los ciudadanos en nuestra función de juzgar y hacer cumplir lo juzgado. –

 

* Santiago Vidal es Magistrado de la Audiencia Provincial de Barcelona. También es profesor de la Escuela de Policía de Catalunya (Mossos d’Esquadra)