Ignorantes, llamó el secretario de Agricultura Javier Usabiaga a quienes se oponen al cultivo y la comercialización de los alimentos transgénicos. De acuerdo con el agricultor y funcionario, el rechazo es provocado por el «desconcierto» ante los nuevos conocimientos de la biotecnología. Los hechos son, sin embargo, diferentes de como el encargado del despacho presidencial […]
Ignorantes, llamó el secretario de Agricultura Javier Usabiaga a quienes se oponen al cultivo y la comercialización de los alimentos transgénicos. De acuerdo con el agricultor y funcionario, el rechazo es provocado por el «desconcierto» ante los nuevos conocimientos de la biotecnología.
Los hechos son, sin embargo, diferentes de como el encargado del despacho presidencial los quiere ver. Los cultivos transgénicos no han producido los beneficios prometidos y existen serias evidencias de que no son seguros más allá de toda duda razonable. Por el contrario, hay certeza de que su uso favorece solamente a unas cuantas compañías como Monsanto. Su rechazo no es un episodio más de la lucha de la ciencia contra el oscurantismo, sino del bien público contra el beneficio privado.
Se dice, incorrectamente, que los alimentos transgénicos se cosechan sin el uso de herbicidas y plaguicidas. No es así. Es común que los cultivos transgénicos usen herbicidas de amplio espectro, muy tóxico, para seres humanos y otras especies. Ese es el caso del glufosinato de amonio y el glifosfato.
Según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, la producción promedio de maíz Round Ready requirió un 30 por ciento más de herbicida que el maíz no transgénico. A su vez, la siembra del maíz Bt necesita de la misma cantidad de plaguicidas que otras variedades. Por su parte, la soya RR necesitó de dos a cinco veces más herbicidas que otros sistemas de manejo de malezas.
Se afirma que las siembras genéticamente modificadas permitirán disminuir el hambre en el mundo. Eso es falso. De acuerdo con la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en el mundo hay una producción de comida suficiente para alimentar a la población del planeta usando semillas convencionales. Esta situación no se modificará durante los próximos 25 años.
El problema del hambre en el mundo tiene que ver con la desigualdad, la pobreza y la marginación, no con la ausencia de productividad. En India 200 millones de personas sufren hambre crónica mientras las bodegas almacenan 60 millones de toneladas de trigo y arroz sobrantes. «Nuestros graneros están rebosantes porque la gente no tiene con qué comprarlos», afirmó el ministro de Agricultura de ese país, Ajit Singh.
En contra de lo que sus defensores aseguran, los alimentos genéticamente modificados no son seguros. Su marco regulatorio se basó en criterios no precautorios que buscaban su aprobación rápida. Son muchos los científicos que afirman que la evaluación de su riesgo fue establecida sobre la base del principio de «equivalencia sustancial», intencionalmente vago y mal definido. (Grupo de Ciencia Independiente, «En defensa de un mundo sustentable sin transgénicos», julio de 2003.)
Asociar transgénicos con desarrollo, modernidad y bienestar es una grave equivocación. No es la primera vez que sucede algo así. Lo nuevo no es necesariamente bueno. Con frecuencia lo que las grandes empresas agroalimentarias lanzan al mercado como grandes descubrimientos para hacer avanzar la humanidad no son tales, sino negocios que las favorecen.
La promoción del uso de la leche en polvo que hizo Nestlé y la disminución de la lactancia materna se presentaron originalmente como un gran avance de la ciencia y la tecnología. La consecuencia inmediata fue un incremento acelerado de la mortalidad infantil en los países pobres, tanto porque los bebés que dejan de consumir leche materna no adquieren la gran cantidad de anticuerpos que se transmiten a través de ella, como por el uso inadecuado del biberón. En este caso, el aparente «avance teconológico» tuvo resultados desastrosos para la salud.
Lo mismo sucedió con el uso del DDT. Durante tres décadas el químico fue extensamente utilizado para combatir insectos en casas y cultivos. En 1972 fue prohibido su uso doméstico en Estados Unidos, cuando, después de una investigación de tres años, se encontró que provocaba graves daños a la salud humana y al medio ambiente. Hoy sabemos que lo que se conocía como el «plaguicida milagroso», el gran instrumento de desarrollo, es en realidad un peligroso veneno.
Durante años el modelo de comida rápida consumida en Estados Unidos y «exportada» por conducto de sus franquicias fue un ejemplo de modernidad. Hamburguesas, pollo frito, malteadas, queso industrial y gaseosas fueron sinónimos de primer mundo y «juventud». Hoy está claro que esa alimentación provoca múltiples padecimientos, entre otros obesidad y altos índices de colesterol.
Como agricultor Javier Usabiaga ha tenido un éxito económico indudable. Sin embargo, el tipo de agricultura que impulsa ha degradado y contaminado los mantos freáticos, erosionado la tierra y profundizado la desigualdad social. Las futuras generaciones padecerán sus logros.
La oposición a los alimentos transgénicos no proviene de la ignorancia, sino de la opinión informada, el análisis científico y el sentido común. Quien gana con su cultivo no es la humanidad, sino unas cuantas empresas que producen sus semillas. Quien progresa con su siembra no son las naciones, sino los funcionarios que ponen el gobierno al servicio de las grandes firmas dueñas de sus patentes.
Por ello, a pesar de estar amenazada por una hambruna en 2002, Zambia rechazó un cargamento de maíz transgénico enviado como ayuda alimentaria. Por ello, más y más agricultores en el mundo rechazan su uso y más y más consumidores objetan su comercialización. Simple y sencillamente la comida transgénica no es segura.