En mayo del año 2011 surgió el movimiento 15-M. En los meses siguientes se consolidó un amplio proceso de protesta social cuyo elemento identificador fue la indignación. Se trata de un movimiento popular masivo, con un carácter social y democratizador. Convergían tres fenómenos: un amplio descontento popular, en muchos aspectos de la mayoría de la […]
En mayo del año 2011 surgió el movimiento 15-M. En los meses siguientes se consolidó un amplio proceso de protesta social cuyo elemento identificador fue la indignación. Se trata de un movimiento popular masivo, con un carácter social y democratizador. Convergían tres fenómenos: un amplio descontento popular, en muchos aspectos de la mayoría de la sociedad, que venía de antes y que ya expresaba su desacuerdo con la involución socioeconómica y su desconfianza con la clase política gobernante; una masiva y contundente participación de centenares de miles de personas en la movilización ciudadana, y numerosos grupos de activistas y organizaciones sociales que sirvieron de cauce para la expresión de esa indignación. El acierto del movimiento 15-M fue que supo vincular sus objetivos y actividades con las aspiraciones y demandas de esos dos niveles de la sociedad: la gente indignada, que los veía con simpatía, y la ciudadanía activa, que participaba de alguna manera en las movilizaciones públicas.
El movimiento de los ‘indignados’ fue capaz de representar esa gran corriente social indignada y adquirió enseguida una gran legitimidad ciudadana, que superó al 60% de la población. Simbolizó y expresó en la calle el profundo enfado ciudadano por la injusticia de las graves consecuencias de la crisis económica y la política de austeridad (paro masivo, recortes sociales, desahucios, pérdida de derechos…). Y se enfrentó a la gestión antisocial y autoritaria de la élite gobernante (estatal y europea) y frente a su grave incumplimiento de sus compromisos democráticos y la falta de respeto a la opinión y las demandas de la mayoría de la sociedad.
Al cabo de tres años de experiencia podemos hacer una reflexión de sus características y su impacto sociopolítico y cultural. La actitud ciudadana de indignación social se conforma en varias etapas, con la combinación de dos tipos de motivos y demandas populares -socioeconómicas y democráticas- y se combina con la expresión de una masiva protesta social progresista con nuevos y renovados sujetos sociopolíticos.
La formación de esa conciencia cívica de indignación no surge en un momento, es un proceso acumulativo; cobra un fuerte impulso con los dos acontecimientos y etapas de mayor impacto en la gente: primero, con el comienzo de la crisis económica y sus graves e injustas consecuencias, con un fuerte y masivo descontento popular; segundo, a partir del año 2010 se produce un paso cualitativo y se añade el desacuerdo popular y la oposición sociopolítica a las políticas de austeridad y sus gestores gubernamentales y europeos.
Al malestar socioeconómico y la exigencia de responsabilidad hacia los mercados financieros y el poder económico, se añade la indignación por la gestión regresiva de las principales instituciones políticas, la clase gobernante y su déficit de democracia. Esa doble indignación de una amplia corriente social, al juzgarla desde valores democráticos e igualitarios, refuerza una actitud progresista de oposición ciudadana y exigencia de cambios. Se favorece y legitima la acción colectiva de una ciudadanía más activa. Es un factor de fondo que permanece.
Veamos, brevemente, el proceso. En el año 2010 ya se había producido una fuerte contestación social, incluida la huelga general del 29 de septiembre, frente a la reforma laboral y los recortes del gobierno de Zapatero. Pero es en el año 2011 cuando emerge el nuevo movimiento de los ‘indignados’ o 15-M. En el año 2012, frente a los recortes del gobierno del PP, se impulsa la movilización sindical y ciudadana y se constituye una representación dual: sindicalismo -que promueve dos huelgas generales y diversos conflictos y grandes manifestaciones-, y 15-M -que continúa con un gran prestigio social y capacidad movilizadora-. Ambos con algunos objetivos comunes y con colaboraciones y fórmulas intermedias o mixtas, como las mareas ciudadanas -enseñanza, sanidad…-, pero con relaciones tensas derivadas del conflicto por la hegemonía de su influencia y sus respectivas legitimidades. En los últimos meses han tenido un menor protagonismo las movilizaciones promovidas por cada uno de ellos. En su lugar se han constituido diversas coordinaciones de múltiples asociaciones y grupos sociales, incluido grupos de activistas vinculados al movimiento de los ‘indignados’ y organizaciones sindicales.
Es decir, permanece un amplio movimiento de protesta social, pero han variado la composición y la forma de su representación social u organismos promotores. Así, han sido diversas plataformas convocantes, con el apoyo de cientos de grupos sociales, las que han encauzado las últimas grandes movilizaciones populares: Marea Ciudadana (23-F), Cumbre Social (23-N), Marcha de la Dignidad (22-M)… Todo ello junto con una ampliación de actividades locales y sectoriales, entre las que cabe destacar la Plataforma contra los desahucios.
En su conjunto, persiste el desafío de la configuración de un liderazgo social, unitario y respetuoso con el pluralismo interno. Capaz, por una parte, de articular grandes movilizaciones populares por objetivos comunes, y por otra parte, coordinar actividades descentralizadas, con reivindicaciones muy concretas y favoreciendo el arraigo de un denso tejido asociativo de base.
Por otro lado, el éxito o el fracaso de una dinámica de indignación y protesta social se deben medir en una doble dimensión: conquista reivindicativa a corto plazo; avances y retrocesos de las fuerzas en presencia, de sus capacidades y legitimidad, manifestados también de forma concreta e inmediata, y que favorecen o perjudican las transformaciones a medio plazo.
Es verdad que este proceso de protesta social (incluido las huelgas generales) no ha conseguido avances reivindicativos relevantes, sólo algunas victorias parciales que han tenido un gran valor simbólico. Es la parte de la realidad que puede generar cierta frustración y abandono entre los sectores más cortoplacistas o con menor compromiso público. El bloque del poder institucional y financiero es muy fuerte y es difícil su derrota a corto plazo; entre gente indignada, a veces, aparece el cansancio o la impotencia. Pero los poderosos tienen un gran punto débil: su escasa legitimidad ciudadana. Al contrario, lo fuerte para el movimiento popular es su apoyo social y legitimidad que siguen siendo muy amplios. Por tanto, el desacuerdo ciudadano con la austeridad y frente al incumplimiento de los compromisos sociales y democráticos de las élites dominantes, condiciona sus políticas y su gestión, las erosiona e inicia el camino para su cambio.
Frente a la resignación y el fatalismo siguen vigentes la indignación y la apuesta transformadora del ‘sí se puede’. La cuestión es que otras vías, como el diálogo institucional y la paz social, en el actual y desfavorable equilibrio de fuerzas, no reportan ningún avance progresista frente a la gestión regresiva y autoritaria de la crisis sistémica y, además, pueden debilitar las opciones sociopolíticas para una salida justa y democrática.
Por tanto, para calibrar los desafíos del presente hay que partir de un balance equilibrado y realista de los dos elementos: por un lado, dificultad, a corto plazo, de conseguir mejoras sustanciales, socioeconómicas y de cambios institucionales, en España y en Europa; por otro lado, ampliación y consolidación de una oposición cívica y democrática a la involución social y política, como posibilidad y garantía para el cambio progresista. Respecto del primero hay que reafirmarse en la deslegitimación social y la derrota de las derechas y su proyecto conservador. Sin embargo, hay que destacar el segundo aspecto, como resultado concreto y operativo de este movimiento popular para avanzar en la democratización y la reorientación de la política socioeconómica.
Sintetizamos su impacto positivo en los ámbitos social y cultural. Estamos ante un nuevo ciclo sociopolítico, en una pugna social prolongada derivada, por una parte, de una ofensiva antipopular del poder económico e institucional y, por otra parte, de una resistencia cívica con una nueva y heterogénea dinámica de movilización social. Este proceso se ha configurado con la interacción de tres dinámicas paralelas: una amplia indignación popular; una nueva dimensión de la protesta colectiva, y la expresión de distintos grupos de activistas o representantes sociales como cauce y orientación para expresar públicamente ese descontento.
Se ha conformado una ciudadanía activa, un movimiento social diverso pero con unos perfiles comunes. Se confronta con el agravamiento de los problemas socioeconómicos y políticos (consecuencias de la crisis, políticas de recortes y austeridad, clase gobernante con déficit democrático) y la gestión regresiva de unos adversarios poderosos (élites dominantes). De ahí que sus movilizaciones y propuestas tengan un doble objetivo, progresista en lo socioeconómico y democratizador en lo político. Todo ello se articula en un proceso pacífico, de participación democrática y con gran legitimidad ciudadana. Se configura un nuevo campo social crítico frente a los poderosos y tiene implicaciones positivas en el ámbito político y electoral. Su impacto y su horizonte apuntan a un cambio social, cultural e institucional más justo y democrático y, al mismo tiempo, canaliza acciones reivindicativas más concretas.
En definitiva, podemos destacar la interrelación entre diversos procesos: el agravamiento de las condiciones materiales de la mayoría de la población; la conciencia social de los agravios e injusticias, enjuiciadas desde unos valores democráticos y de justicia social, opuestos al discurso de la austeridad; el bloqueo institucional y el carácter problemático de la clase política gobernante como representante, regulador o solucionador de los problemas y demandas de la sociedad, y la necesidad de una acción popular que va creando una identidad colectiva diferenciada de las élites dominantes. Y todo ello es un bagaje colectivo que permite, con las adecuaciones necesarias, la continuidad de los tres fenómenos entrelazados que constituyen el reto inmediato, más allá de los procesos electorales y la imprescindible derrota de la derecha: un fuerte movimiento popular, una amplia corriente social indignada y una representación social que de forma unitaria acierte en la vinculación con la ciudadanía activa y la mayoría indignada de la sociedad.
Antonio Antón. Profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
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