En este país en el que padecemos uno de los volúmenes más colosales de fraude fiscal de la Unión Europea, en los barrios más humildes de Madrid se requiere a empleadas de hogar para que declaren sus escasos ingresos. A nadie que viva en este mundo se le escapa que la inmensa mayoría de estas […]
En este país en el que padecemos uno de los volúmenes más colosales de fraude fiscal de la Unión Europea, en los barrios más humildes de Madrid se requiere a empleadas de hogar para que declaren sus escasos ingresos. A nadie que viva en este mundo se le escapa que la inmensa mayoría de estas trabajadoras son mujeres casadas y con cargas familiares que se dedican a una tarea ingrata y agotadora para ayudar en algo a la subsistencia de los suyos. Si no declararon sus pobres ingresos, pensando que no debían hacerlo, o siendo tan ingenuas como para imaginarse que la Agencia Tributaria no se fijaría en tan poca cosa, será lo normal que hayan hecho declaración de la renta conjunta con sus maridos para beneficiarse de la reducción de este tipo de tributación. Si la Agencia Tributaria, sin embargo, obtiene los datos de sus pagadores en la Seguridad Social (un proceso hoy en día por completo informatizado y bien sencillo de hacer), tras el correspondiente requerimiento incluirá sus ingresos en la parte más alta de la tarifa de IRPF según el total de rentas familiares, puesto que se sumarán a los de su marido y sus hijos en su caso. Si en ese momento la empleada de hogar pide que se le permita hacer la declaración individual para que eso no le suceda, se le responderá que al haber finalizado el plazo voluntario de declaración no es posible cambiar la opción de tributación por prohibirlo el artículo 119.3 de la Ley General Tributaria, lo cual es cierto (la elección de declaración conjunta o individual en IRPF es técnicamente una opción).
Todo perfectamente legal. De manera que gracias a un procedimiento administrativo que puede llevarse a cabo con escasos recursos, con rapidez y eficiencia, se puede extraer de las empleadas de hogar de barrios pobres más dinero del que en justicia les correspondería pagar, y ello puede hacerse sin vulnerar ni un solo artículo de la ley.
La crueldad con frecuencia es muy eficaz.
En varios artículos y charlas he hablado de los llamados bienes Giffen (así denominados por referencia al economista al que atribuyó su descubrimiento Alfred Marshall), que serían aquellos en los que, por excepción a la ley general de la oferta y la demanda, la demanda aumenta cuando se incrementa su precio. Se detectó su existencia en la gran hambruna del Reino Unido del siglo XIX. Si se aumenta el precio de las patatas, y a pesar de ello las patatas siguen siendo mucho más baratas que la carne o el pescado, las familias pobres tenderán a comprar más patatas, aunque hayan aumentado de precio, y a dejar de comprar el poco pescado o la poca carne que antes tenían por costumbre consumir. Y más: si el aumento de precio de los alimentos más básicos se hiciese por la vía del incremento de un impuesto al consumo como el IVA, se logrará que las familias más pobres sufraguen la elevación impositiva al mismo tiempo que empeoran la calidad y variedad de su dieta alimenticia. Pero es una vía eficaz e inmediata de aumento de ingresos, dado que la demanda de los productos de primera necesidad resulta extremadamente inelástica (apenas le afectan las variaciones de precios porque la gente no puede renunciar a ellos). ¿Se ve entonces el sentido de la propuesta varias veces repetida de supresión del tipo más bajo de IVA?
La injusticia, como la crueldad, puede ser también extremadamente eficaz.
Ahora bien, puestos a eliminar beneficios fiscales, ¿por qué no suprimen la exención de IVA en los servicios sanitarios? Se trata de una exención que aparenta beneficiar un servicio social pero que ofrece una insospechada ventaja comparativa a la prestación privada de estos servicios frente a la sanidad pública. Un hospital público ha de soportar la cuota de IVA en multitud de sus gastos, y sin embargo no puede deducírsela porque, al ser gratuita la prestación de servicio a los usuarios, no repercute el impuesto. Una empresa privada que, como suele suceder en el área salud, se beneficie de infraestructuras financiadas con dinero público, asumirá como coste principal el de personal, un coste por el que no se devenga IVA, y el escaso IVA que soporte podrá girarlo a sus clientes sin que apenas afecte a la competitividad de sus precios. El sector público que financió las infraestructuras, en cambio, sí habrá soportado grandes cuotas de IVA como un coste no recuperable por no poder deducírselo.
En suma, en un proceso de privatización de la sanidad en el que, como en nuestro país, las infraestructuras se pagan con dinero público, la exención de IVA se convierte en un coste más que, extraído del bolsillo de todos los contribuyentes, permite incrementar el beneficio de las empresas privadas destinatarias de la privatización.
Son tres ejemplos y solo tres de que quienes mandan no son tan tontos ni tan incompetentes. Espero poner bastantes más en unos meses en un libro para el que mi agente ya busca editor y que titularé «Los impuestos en la ciudad democrática».
Cuando algo es injusto hay que oponerse a ello, aunque esté bien pensado. Resulta tan elemental como deprimente el creciente posibilismo que con frecuencia nos oprime.
No hay que abandonar la aspiración a la eficacia, porque las mejores intenciones pueden convertirse en un infierno conducidas por los necios. No hay que perder de vista la realidad ni la posibilidad.
Pero la primera razón por la que ha de cambiarse la realidad es porque es injusta.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.