Me gustaría ver a los «indignados» en los partidos, cambiando su dinámica. O creando nuevas estructuras. Mientras no lo hagan, habremos avanzado poco. Por mucho ruido que generen.
Política de políticos
La expresión, llamativa, cínica, es francesa y se refiere a esa parte de la vida política, partidos, representantes, diputados, etc., cada vez más importante, que lleva años mirándose el ombligo desatendiendo sus compromisos con el cuerpo social. Han conseguido, por medio del alejamiento, que el ciudadano común se aparte de la actividad pública, ha sido excluido, por las castas dominantes, los partidos mayoritarios, que hacen política no para el beneficio de la sociedad sino para ellos mismos. Ejemplo. Cada vez que sale un político en televisión, con su atuendo de político, sea mujer u hombre, da igual, tienen la misma cara, piensan igual, el personal mira hacia otro lado dando por hecho que lo que va a decir no le interesa o no afecta a su vida. Error. Cada una de sus decisiones, por nimia que parezca, cada nuevo reglamento, disposición adicional o transitoria, afecta a nuestra vida, a nuestra renta, a nuestra forma de ser y estar en el mundo. Apartarnos de la política, convertirla en una profesión, es uno de los logros del capitalismo social. Ignoro qué pedían exactamente los «indignados» cuando gritaban «que no nos representan». Es posible que los partidos y organizaciones sindicales de hoy no respondan a los valores y maneras del siglo XXI. Es posible que su lenguaje se haya quedado antiguo. Es posible que las herramientas actuales no sirvan ya para analizar e intervenir en la esfera real y material de lo público, pero parece claro que mientras no tengamos otros instrumentos -habrá que inventarlos- tendremos que trabajar dentro de los que hay. Me gustaría ver a los «indignados» en los partidos, cambiando su dinámica. O creando nuevas estructuras. Mientras no lo hagan, habremos avanzado poco. Por mucho ruido que generen.
Vida cultural
Que en España no lee nadie, grosso modo, es un hecho estadístico, dramático, por mucho que se empeñen los organismos oficiales en contarnos mentiras con sus encuestas «cocinadas» y sus subidas porcentuales, ridículas, respecto a la media europea. El hecho de no leer, huelga decirlo, sitúa a la ciudadanía al borde del camino, ajena al entendimiento y, por extensión, a la posible acción política. Ya no estamos en tiempos de campesinado subversivo o proletariado combatiente. Eso quedó atrás. La lucha política actual pasa por la formación y el conocimiento, por la desarticulación del modelo capitalista de explotación emocional y laboral gracias al seguimiento de sus fallas y grietas. Conocer es hoy conocer para combatir y sin comprender cómo funciona el modelo es imposible hacer frente a su poderoso discurso. Basta repasar tanto la lista de libros más vendidos como las películas más taquilleras (acción USA, comedia ligera o melodrama nacional), basta contar el público que asiste al teatro o a exposiciones para advertir, con desolación, que la cultura, entendida como proceso de formación del personal ha sido cambiada por las series de televisión (llamada, pomposamente, «la nueva narrativa»), los videojuegos y las cincuenta formas de la basura mediática. Las sociedades que ignoran su cultura, que ignoran el lugar que ocupan en el mundo, sufren violentas manipulaciones, son engañadas y están a merced de las corrientes creadas por los pensadores de la nada, los reyes de la opinión pública que anidan en los think tanks. Cultura e Historia van de la mano. España es un país desolado cuya historia reciente anda por las cunetas. Y así nos luce el pelo.
Fin de la Transición
Nuestro extraño proceso de Transición de la dictadura fascista y nacional-católica a la democracia de mercado, llamada, no sin cierta ironía la Santa Transición, parece que llega a su final infeliz sin que se vislumbre en el horizonte qué vendrá después, si acaso viene algo de interés que no pase por la dominación, urbi et orbi, del IV Reich y sus primas de riesgo. Lo natural sería abrir un nuevo proceso constituyente, plural y rico, que recogiera los deseos de democracia real de una parte importante, cada vez más numerosa, de la gente. De este proceso debería brotar una nueva Constitución que supeditara los intereses financieros a la política, y la política al control directo de los ciudadanos. No creo que sea así. Los partidos políticos y los antiguos sindicatos de clase se agotan, pierden crédito cada mañana, perseguidos por las trenzas de la corrupción y los enredos varios. Las instituciones carecen de legitimidad (nunca tuvieron mucha, la verdad sea dicha), ya que la calle reclama medidas y protesta sin que nadie mueva un dedo por solucionar los acuciantes problemas. Hasta el Rey, Juan Carlos I, según Carrillo y sus mentiras, «el breve», convertido en «motor del cambio» por su voceros del orden, anda entre caderas porosas, millones de sus «hermanos árabes» y ahora herencias familiares, Urdangarines y falsas princesas rubias operadas. Leo por algún sitio, ya no recuerdo dónde, que la Transición, ay, qué penilla más grande, no era el principio de un proceso hacia la democracia, como se creyó ingenuamente, sino el fin, «atado y bien atado», de otro más complejo y subterráneo: el lento peregrinar estructural del modelo franquista al tardofranquismo. Los mismos perros con distintos collares, se decía. Y el PSOE, es su sino, de mamporrero del régimen.
Publicado en el Nº 259 de la edición impresa de Mundo Obrero abril 2013
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