Desde su tribuna, Rubén Amón ha agradecido este martes al recién liberado Arnaldo Otegi «que esté dispuesto a perdonarnos la vida». Se suma así a la ola de indignación desatada por la puesta en libertad del dirigente vasco, sólo que con la expresión digna de un dandi. Caído del cielo para unos, para otros no […]
Desde su tribuna, Rubén Amón ha agradecido este martes al recién liberado Arnaldo Otegi «que esté dispuesto a perdonarnos la vida». Se suma así a la ola de indignación desatada por la puesta en libertad del dirigente vasco, sólo que con la expresión digna de un dandi. Caído del cielo para unos, para otros no puede significar sino amenaza, ultraje o, peor aún, triste motivo de polémica. Amón, con el cinismo que caracteriza a los de su calaña, hace un enaltecimiento harto perezoso del terrorismo, ya que una vez derrotada banda armada, y con la izquierda abertzale sumida en un proceso de descomposición interna, reclama aún la primacía de la sangre, del llanto y la violencia. Pero qué decir de esas protestas, de esas súplicas maniqueas y baratas ya que no hayan dicho otros. Lo que pasa es que se huelga en la suerte o en la desgracia, quiéralo o no, de pertenecer al bando vencedor, es decir, a aquel al de quienes les ha sido dado el cobarde privilegio de escribir, de manera ininterrumpida además, no sólo su pequeña historia, sino también las de los demás. Pero nada de esto importa ya. O por lo menos, no ahora.
Pues en una semana en la que se debate sobre la investidura en la capital del Reino de España, y mientras la impaciencia reverbera en los flamantes pasillos del Congreso, los que puedan dar un paso atrás y contemplar el panorama con calma se contarán al punto con los dedos de una mano. Afortunadamente, en todo caso, Amón no es uno de los nuestros. Su mayor interés radicará a lo sumo en la estridencia, en la agitación y en el escándalo. Y es que qué mejor para un mediocre panfletista, pues, que reavivar la llama de una lucha agotada, que el tiro del espectáculo inflame leña nueva y que el incendio, a toda costa, continúe. Pero es que no van por ahí los tiros -y nunca mejor dicho. Cuando afirma, al mismo tiempo, que Otegi se alineó «con los verdugos, no con las víctimas» y que es «aspirante al trono de lehendakari», pareciera que existe un amplio frente electoral presto a encaramar hasta lo más alto de Ajuria Enea a su enemigo, lo cual está por ver. Como también está por ver el encaje del líder en el presente orden de cosas, lo cual no es para menos. Y no tanto por la posibilidad de una alianza entre Podemos-Euskadi y Bildu, que la hay, sino por la relación de fuerzas que se ha de establecer aún, y antes de nada, en Madrid.
Porque es desde allí desde donde llegará el envite, sobre todo para las formaciones de la oposición y del independentismo vasco. Y donde el PNV se está guardando el órdago de la centralidad con el PSOE, con el PP, con Ciudadanos -y con quien sea necesario- para las autonómicas. Pero para que quede claro desde ya mismo: desde aquí no hacemos una apología de la amnistía, y menos todavía cuando se trata ya de poco más que una consigna, de las que se enarbolaron con furor hace unas décadas, y que a la postre fungieron como pura estafa. No hay razón estratégica, cálculo de probabilidades ni preocupación inmediata detrás de estas palabras. Tampoco celebramos la excarcelación del convicto, ya que su condena se dio por cauces que nos quedan ya bastante lejos -y cuyas vicisitudes nos hastían. Lo que nos llama la atención es, antes bien, el miedo ajeno. O mejor dicho: la ominosa institución del miedo que aflora de nuevo con fuerza en nuestros días, que ahora se frota las manos a la vista de semejante coyuntura -y que no duerme. Porque la hegemonía del terror estaba ya echando de menos a sus queridos demonios del pasado, hasta el punto de que anhelaba soñar otra vez con sus horrores. Qué casualidad que este heroico momento de la reacción haya de coincidir con la semana del debate sobre la investidura.
De la sutil y táctica idolatría del llamado contrapoder, por un lado, a la demonización ideológica de la disidencia, por el otro. Idolatría y demonización pues a partes iguales, y desde frentes distintos -sólo que con fines similares. En otras palabras: una dicotomía mediática y estéril. Cayetano González, por ejemplo, titula su artículo «De la cárcel a Ajuria Enea», como si con la sola presencia del monstruo el camino de la estrategia abertzale-podemita estuviera ya abonado para el éxito. Y ante la defensa de Pablo Iglesias de la persona de Otegi como «preso político», el portavoz del grupo socialista en el Congreso, Antonio Hernando, ha comentado por su parte: «Me parece absolutamente lamentable que, después de 38 años de democracia, alguien pueda decir que en España hay o ha habido presos políticos. Significa que no ha aprendido nada en todo este tiempo». El subrayado es nuestro, claro está. Pues la pregunta es: ¿qué es eso que debimos -y no hemos podido- aprender en España, según Hernando? ¿Se deberá nuestra ignorancia a su victoria? ¿O se deberá más bien al hecho de que el mito político de la Transición, que llegó a armar el propio Partido Socialista, tuvo que hacer frente a grandes desafíos en España? ¿Y en qué ha consistido ese relato, a fin de cuentas, sino en la demonización del territorio vasco, en un genocidio ideológico a gran escala y, en definitiva, en las nupcias de la restauración borbónica con el régimen de la propiedad burguesa?
Si el referéndum en Catalunya es, como ha apuntado ya Vicenç Navarro, nada más que «una excusa del PSOE y de las derechas para que no se establezca un gobierno de izquierdas», dos son las preguntas que se nos podrán plantear en el norte en adelante: ¿cuál es el alcance de la institución del miedo en el País Vasco? ¿Y cuál el de la disidencia? Porque es evidente que el miedo no va a poder cambiar de bando tan rápido, o al menos no mientras «el Estado pretenda seguir jugando al ajedrez -como decía el propio Otegi- con guantes de boxeo». De ahí que la brecha abierta en la Comunidad Autónoma del País Vasco por el miedo y la esperanza («Hope and Fear», decía Raphael Minder desde el New York Times) que inspira el ídolo abertzale tenga más de propaganda que de excusa. Mientras tanto, y a medida que los demonios y otros tribunos de la plebe se van interpelando los unos a los otros con inquina, nosotros, desde la distancia, seguimos a la espera. A diferencia de otros, a nosotros no nos hace falta prender la mecha donde no la hay. El signo indemne de la colectividad nos guía. Portamos la llama común en nuestras propias manos, y un ardor afectuoso y cauto calienta nuestro pecho.
Que los tribunos desesperen, languidezcan, se agoten. «La culpabilidad de la burguesía -decía Albert Camus en El hombre rebelde– es infinita». No hay perdón para ellos.
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