Traducido para Rebelión por LB
Aparentemente se trataba de un incidente trivial. En presencia de todo el stablishment político y judicial, el presidente liberal de la Corte Suprema, Dorit Beinisch, que ha alcanzado el límite de edad de los 70 años, fue reemplazado por el magistrado conservador Asher Dan Grunis.
Al final de la ceremonia se cantó el himno nacional. La cámara fue enfocando todos los rostros uno por uno. Durante un instante enmarcó la cara del magistrado Salim Jubran. Se hallaba respetuosamente de pie, como todo el mundo, pero sus labios no se movían.
Un clamor de indignación recorrió todo el país. El magistrado Jubran es el primer ciudadano árabe en incorporarse como juez ordinario al Tribunal Supremo israelí.
Los partidos de derecha se pusieron lívidos de rabia. ¡Cómo se atreve! ¡Es un insulto a los símbolos del Estado! ¡Hay que cesarlo fulminantemente! Mejor aún, ¡hay que deportarlo a un país cuyo himno se digne cantar!
Otros trataron al juez con respeto. ¡No había violado su conciencia! ¡Si hubiera cantado el himno [nacional israelí], habría sido un acto de pura hipocresía, cuando no de mendacidad! ¡Así que hizo lo correcto!
El título del himno, Hatikva, significa «esperanza» en hebreo.
Cierto poetastro lo escribió en 1878, casi una década antes de la fundación del movimiento sionista, como himno de una de las nuevas «colonias» judías en Palestina. Posteriormente fue adoptado como himno oficial por el movimiento sionista, luego por la nueva comunidad judía de Palestina, y finalmente por el Estado de Israel. La melodía había sido adaptada de una canción folclórica rumana, que a su vez había sido tomada probablemente de una vieja canción italiana.
Las palabras del himno reflejan el espíritu de la época:
Mientras dentro del corazón
Un alma judía siga anhelando
Y hacia delante, hacia los confines de Oriente
Un ojo mire todavía hacia Sión.
Nuestra esperanza no se habrá perdido
La esperanza de dos mil años
De ser un pueblo libre en nuestra tierra
La tierra de Sión y Jerusalén.
Para un judío israelí esas palabras han quedado irremediablemente anticuadas. Para nosotros Israel no está en «Oriente», y nuestra esperanza de ser un pueblo libre en «nuestra» tierra ya ha sido realizada.
Sin embargo, para un árabe israelí tales palabras son una afrenta. Su alma no es un «alma judía», sus ojos jamás han escrutado en dirección «a los confines de Oriente», su patria no es «Sión» (una colina de Jerusalén). Las únicas palabras que podría encontrar atractivas son las que hablan de la «esperanza de ser un pueblo libre» en su tierra.
¿Cómo puede un ciudadano árabe, no importa cuál sea su lealtad al Estado, cantar estas palabras sin avergonzarse de sí mismo? El magistrado Jubran puede que sea un ser humano perfecto, pero un «alma judía» seguro que no tiene.
Personalmente, este incidente despertó en mí un recuerdo muy antiguo que me hizo simpatizar profundamente con el valeroso juez.
Yo tenía 9 años cuando los nazis llegaron al poder en Alemania. Estudiaba primer curso de la escuela secundaria y era el único judío de toda la escuela. Uno de los rasgos característicos del nuevo régimen era la frecuencia con la que diversos episodios nacionales – por ejemplo, las victorias de las armas alemanas a lo largo de los siglos – eran conmemorados mediante ceremonias en las que todos los alumnos se reunían para escuchar discursos patrióticos.
Al final de uno de esos eventos – creo que se conmemoraba la conquista de Belgrado por el príncipe Eugenio en 1717 – todo el cuerpo estudiantil se puso de pie y comenzó a cantar los dos himnos oficiales, el de Alemania y el del partido nazi. Todos los alumnos levantaron su brazo derecho haciendo el saludo nazi.
Tuve que tomar una decisión en una fracción de segundo. Yo era probablemente el niño más pequeño de la sala, ya que había empezado la escuela teniendo un año menos que mis compañeros de clase. Me puse en posición de firmes pero no alcé el brazo y no canté el himno nazi. Creo que temblé de excitación.
Cuando todo terminó unos muchachos me amenazaron diciéndome que si la próxima vez no levantaba el brazo me romperían todos los huesos. Afortunadamente, a los pocos días abandonamos Alemania.
No sé si el juez Jubran tembló durante el canto, pero sé exactamente cómo se sintió.
Más de una semana después el incidente sigue levantando ampollas en los medios de comunicación -por encima incluso a la interminable cháchara sobre el Peligro Existencial de Irán – debido a su profundo significado.
Si el juez árabe más importante no puede cantar el himno nacional, ¿qué pasa con la actitud del resto del millón y medio de ciudadanos árabes de Israel hacia los «símbolos del Estado», en realidad hacia el propio «Estado judío»? ¿Quiere eso decir que constituyen un caballo de Troya?
Se trata de una vieja pregunta, tan vieja como el propio Estado de Israel. La contradicción ha sido silenciada mediante la fórmula oficial del Estado «judío y democrático» (los árabes lo llaman con sorna «Estado democrático para los judíos y Estado judío para los árabes»). El incidente del magistrado Jubran pone de relieve el problema de forma más vívida que nunca. He aquí a un ciudadano leal que administra la ley al más alto nivel y que no puede cantar el himno nacional. ¿Qué hacer?
La respuesta más sencilla es cambiar el himno. Por vez primera esta posibilidad está siendo discutida abiertamente por algunos comentaristas.
Ahí va un secreto: nunca me gustó Hatikva. La melodía robada no está mal, pero no es adecuada para un himno. Un himno debe ser edificante e inspirador, mientras que éste es tan triste como el canto de los esclavos hebreos del Nabucco de Verdi. En cuanto a la letra, digamos que es, bueno, totalmente inadecuada.
Muchos países tienen himnos estúpidos. ¿Qué decir de las manos ensangrentadas de los monstruos alemanes del himno francés? ¿Qué hay de la gloriosa y victoriosa reina del himno británico? (la última gloriosa victoria de Su Majestad se obtuvo contra 15.000 argentinos en las Malvinas). O el absolutamente inane himno holandés. Por no hablar del actual himno alemán, cuyo tercer verso ha sustituido al primero, oficialmente prohibido, que era el que mis compañeros cantaron en aquella ceremonia de 1933.
Pero el hecho de que Hatikva sea un himno tontorrón no era la razón principal que yo tenía para desear cambiarlo. La razón es que una quinta parte de los ciudadanos de Israel – los árabes – no pueden cantarlo (más o menos otra décima parte – los judíos ortodoxos – lo rechazan igualmente).
Se trata de una situación muy insana para un Estado donde el 20% de sus ciudadanos detestan sus símbolos nacionales. Por esa misma razón Canadá cambió su himno no hace mucho, sustituyendo el himno británico por otro que los canadienses franceses pueden cantar con la conciencia tranquila sin renegar de su propia identidad. Oh, Canada refuerza la unidad de todos los ciudadanos.
Cambiar los himnos no es algo excepcional. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Stalin necesitaba a Occidente, arrumbó de golpe la «Internacional » y la reemplazó con un nuevo himno elegido mediante concurso. Las palabras de ese himno (aunque no la melodía) fueron modificadas por la Federación de Rusia tras la disolución de la URSS.
Así pues, agarré la primera oportunidad para proponer un nuevo himno. Ocurrió poco después de la guerra de 1967. Justo antes de que estallara, Naomi Shemer, una popular cantante y compositora, había escrito una canción titulada Jerusalén de Oro que se convirtió en el himno de aquella contienda. No me gustan todas sus líneas, pero aquella era una oportunidad de oro para deshacerse de Hatikva, de modo que presenté un proyecto de ley para adoptarla como el nuevo himno nacional.
El portavoz del Knesset se mostró receptivo pero me dijo que no podía aceptar el proyecto de ley sin el consentimiento de la autora. Me dispuse a reunirme con Naomi. Ella era una buena persona, aunque era derechista por matrimonio (se había criado en un kibutz de izquierdas pero se hizo de derechas cuando se casó).
Para mi sorpresa, su reacción distó mucho de ser entusiasta. Había una especie de sospechosa prevención en su actitud, pensé. Sin embargo, accedió a permitirme presentar el proyecto de ley, que fue debidamente rechazado. En aquellos tiempos Hatikva era algo sagrado. (Más tarde llegué a comprender la extraña actitud que mostró Naomi en aquella reunión: poco antes de morir confesó que la bella melodía de esa canción no era suya en absoluto, sino que en realidad la había tomado de una canción tradicional vasca. Durante muchos años había vivido aterrorizada ante la posibilidad de que alguien descubriera su secreto. Pero ya que la melodía del Hatikva también es robada no habría supuesto una gran diferencia).
Hatikva puede seguir siendo el himno del pueblo judío en todas partes si así lo desean. Una nueva canción será el himno del Estado de Israel y de todos sus ciudadanos.
La verdadera historia detrás del incidente [del magistrado Salim Jubran] es, naturalmente, el problema no resuelto de la minoría árabe de Israel. Los árabes están discriminados en prácticamente todas las esferas de la vida, un hecho fácilmente admitido por las autoridades israelíes. No hay sugerencias sobre cómo remediarlo.
Los árabes, con toda razón, se sienten rechazados y responden alienándose con respecto al Estado. Sus líderes, compitiendo por los votos, se están haciendo cada vez más extremistas, mientras que los partidos israelíes de derecha son cada vez más anti-árabes. De forma paradójica, los árabes israelíes se están volviendo cada vez más israelíes y, simultáneamente, más anti-israelíes.
Esto es una bomba de tiempo, y algún día estallará a menos que se haga un verdadero esfuerzo para permitir que un honesto ciudadano árabe pueda sentirse como un verdadero ciudadano del Estado de Israel y, también, capaz de cantar un nuevo himno nacional.
Mientras que los árabes sigan siendo tratados como si fueran un caballo de Troya, ¿para qué van a cantar? Que yo sepa, los caballos nunca se han destacado por su canto.
Fuente: http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/avnery/1331314324