El escenario político ha cambiado. El tiempo de mayorías absolutas ha quedado atrás, de forma irreversible. Los dos grandes partidos gobernantes, PP y PSOE, sufren una profunda crisis de legitimidad ciudadana. Sus apoyos electorales se han reducido en cerca de treinta puntos. El declive del bipartidismo es claro y se ha agotado como fórmula exclusiva […]
El escenario político ha cambiado. El tiempo de mayorías absolutas ha quedado atrás, de forma irreversible. Los dos grandes partidos gobernantes, PP y PSOE, sufren una profunda crisis de legitimidad ciudadana. Sus apoyos electorales se han reducido en cerca de treinta puntos. El declive del bipartidismo es claro y se ha agotado como fórmula exclusiva de alternancia en la gestión pública.
Las causas de este proceso son profundas. Las resumimos en dos: su responsabilidad gubernamental y desde las instituciones europeas en la ejecución de una política de austeridad y recortes sociales, de un proyecto injusto de gestión de la crisis social y económica que genera más desigualdad; su prepotencia institucional y sus vínculos con los poderosos, por encima y en contra de la mayoría de la ciudadanía, sus intereses y demandas, con el incumplimiento de sus contratos sociales y electorales y, a menudo, contaminados por privilegios y corrupción.
La exigencia de un cambio en la orientación de la política social y económica y por la democratización política e institucional, es apoyada por la mayoría de la sociedad. El masivo movimiento de protesta progresista de estos años y la irrupción de un electorado indignado han impuesto esta nueva agenda, frente al continuismo de la estrategia liberal-conservadora. A pesar de todos sus intentos comunicativos, las cúpulas del PP y el PSOE no consiguen recuperar la suficiente credibilidad social para encabezar este nuevo proceso de regeneración democrática, respeto a las demandas ciudadanas y garantías para los derechos sociales y laborales y un empleo decente.
No obstante, permanecen incógnitas y riesgos sobre la profundidad, la orientación y el tipo de cambio, la existencia de suficientes fuerzas sociales para su apoyo y, particularmente, para definir el ritmo y las prioridades en su aplicación y el tipo de acuerdos y conflictos posibles. El dilema básico está entre un cambio superficial en la renovación política, manteniendo la continuidad básica de las políticas socioeconómicas con fuerte desigualdad social y paro masivo, y un cambio sustantivo que apunte a una fuerte democratización política y un giro social y económico progresista. El camino y el horizonte del cambio se dividen: se puede avanzar hacia una democracia con un contenido fuertemente social que satisfaga las principales demandas populares, o se puede mantener una democracia débil anclada en una gran desigualdad y la vieja estructura de poder. Es decir, casi toda la clase política acepta ya la retórica del cambio, pero una oferta es cambiar algo para continuar con lo fundamental de lo viejo, y otra iniciar un cambio que esté conectado con un proceso y un objetivo de transformación auténtica en los dos planos principales, socioeconómico y político-institucional.
El ritmo y las prioridades del cambio dependen de los apoyos sociales
Han aparecido nuevos actores políticos. En primer lugar, Podemos, con un continuado ascenso de la estimación de voto hasta alcanzar, al menos, el nivel de las otras dos grandes fuerzas institucionales, con un perfil de defensa de los derechos sociales y la democratización política frente a los de arriba, sus ventajas y su corrupción. En segundo lugar, de forma más reciente, Ciudadanos, que se acerca a las otras tres, pero solo con un cambio de estilo y personas, en contraposición al PP, y sin cuestionar la política económica, y ha conseguido un amplio voto favorable entre el electorado de centroderecha deseoso de mayor decencia política.
Es evidente que se ha generado una masiva dinámica ciudadana por el cambio social y político. Pero, para definir el significado y las condiciones del cambio, quizá es mejor empezar por formular las preguntas más adecuadas: ¿esas tendencias electorales, expresan la aspiración mayoritaria a un cambio superficial o a una transformación profunda?; ¿qué alcance y profundidad tienen las dinámicas sociopolíticas que apuntan a la necesidad del inicio de un cambio de rumbo en la política socioeconómica y el impulso de la democratización y regeneración de la vida pública?; ¿qué grado de madurez y consistencia tienen las mayorías sociales en su disposición para imprimir un giro significativo en materia social y económica, con la negociación y el conflicto que supone con los poderosos y en particular las instituciones de la UE?; ¿qué programa de mínimos y emergencia social, transparencia democrática y regeneración pública, puede tener suficiente valor simbólico y político para garantizar el comienzo de un largo camino de superación de esta crisis y es susceptible de un amplio acuerdo popular y con sus instituciones sociales y políticas más representativas?.
La respuesta a estos interrogantes es lo principal para el debate público. Abordar, simple o prioritariamente, el problema de la ‘estabilidad’ gubernamental, mediante pactos que garanticen mayorías parlamentarias, volvería a conducirnos a un callejón sin salida. Se trata, ante todo, de que las élites políticas, incluso en el mismo momento en que son elegidas, confirmen su respeto por el mandato ciudadano, reafirmen la credibilidad de su papel representativo y delegado y se sometan a la deliberación y el mandato públicos. Todavía más en el ámbito local ante la existencia de un importante movimiento municipalista. Sin esa profunda regeneración y renovación democrática y el impulso participativo de la ciudadanía no se podrá realizar el imprescindible cambio social, económico e institucional.
Para Podemos, igual que para Izquierda Plural y otras fuerzas sociales y políticas progresistas, es fundamental e innegociable su orientación global transformadora. Lo que se dilucida es el proceso de su implementación, las prioridades con un fuerte contenido social y simbólico, los equilibrios según los apoyos sociales para su gestión institucional. Para ello es imprescindible un ejercicio de realismo para conocer el punto de partida del apoyo y la legitimidad ciudadana a los pasos y propuestas planteados. Se trata de analizar las restricciones y condicionamientos derivados de las dinámicas institucionales y estructurales, las presiones previsibles de los distintos poderes fácticos. Pero, sobre todo, contar con la disponibilidad y confianza de la mayoría de la ciudadanía, su dimensión y consistencia, la credibilidad y confianza cívica en las nuevas élites representativas, necesitada de renovación y refuerzo y cuyo buen hacer democrático debe ser constante. La tensión y el reequilibrio se producen entre, por un lado, la reafirmación en los objetivos transformadores y, por otro lado, la gestión compartida de las medidas intermedias o mixtas, los pasos mínimos y prioridades, en resumen los acuerdos y pactos avalados por segmentos relevantes de la población. El aspecto principal es el fortalecimiento del contrato social y político de las élites institucionales con el grueso de la ciudadanía, la conquista de la credibilidad y confianza popular en la gestión política de las élites gobernantes para garantizar un cambio sustancial y un camino hacia el progreso.
Gobernabilidad y pactos
La estabilidad gubernamental e institucional es positiva siempre que garantice una gestión democrática en beneficio de la población. La experiencia inmediata nos dice que ha sido utilizada para ampliar los privilegios de una clase política, autonomizada de sus compromisos sociales y democráticos con la sociedad, y defender los intereses de los poderosos, principalmente, financieros. El declive de la simple alternancia bipartidista abre un nuevo escenario del sistema de partidos y los equilibrios institucionales.
Según la última encuesta de abril de Metroscopia se configuraría, a nivel estatal, un cuádruple empate, entre el 19,4% y el 22,1% (entre el 17% y el 24% contando con el margen de error estadístico). Todo ello evidencia la imposibilidad, de cada partido por separado, de una gobernabilidad con suficiente estabilidad institucional. Por un lado, todos ellos, incluido el portavoz andaluz del PP, apuestan por el cambio, ya sea sensato, seguro o auténtico. Por otro lado, se impone la necesidad de acuerdos y, por tanto, gana cierta indefinición programática, poniendo por delante quién manda antes que el para qué.
La campaña y el discurso de Susana Díaz han sido un ejemplo de ello: refuerzo de su continuidad como representación de Andalucía, aunque apenas supere el tercio de votos válidos (no llega al 23% del censo), y rechazo respecto del Gobierno central conservador; garantía de la estabilidad institucional y el orden socioeconómico frente al desastre de la gestión del PP o su idea sobre el carácter iluso o caótico de las propuestas de Podemos. Esa imagen le ha permitido frenar el descenso de la marca PSOE, asociada, a pesar del cambio personal del equipo dirigente y su alejamiento de las responsabilidades gubernamentales, a las inercias del pasado. La excepción conseguida es retener su posición dominante para imponer su programa y su gestión. Esa situación prevalente, con cierta autonomía frente a los pactos con otros partidos, es envidiada por el resto de barones territoriales del PSOE y su secretario general. Pero es difícilmente repetible en otros ámbitos.
Sigue quedando en el aire, desde una perspectiva progresista, analizar el sentido y el alcance del cambio en el actual ciclo electoral hasta las elecciones generales y qué fuerza, dentro del empate actual y una geometría variable, encabeza la iniciativa de la gestión institucional. Empecemos por lo que ofrecen los principales partidos sobre la gobernabilidad.
Cada uno de los principales partidos (PP, PSOE y Podemos), aspira a obtener por separado la mayoría suficiente y distante de los otros dos para garantizarse la preponderancia en la composición gubernamental y la aplicación de su programa.
La experiencia socialista en las recientes elecciones andaluzas, enseguida ha servido para reforzar este modelo deseable para ellos. El PSOE (35,4%) ha mantenido sus 47 escaños y se ha colocado a una distancia significativa frente al PP (26,7%) y Podemos (14,8%); pero ha perdido más de cuatro puntos respecto de las elecciones autonómicas anteriores de 2012. El PP ha perdido casi catorce puntos; es decir, entre ambos partidos de gobierno han perdido dieciocho puntos. Mientras tanto, a pesar del fuerte retroceso de IU, sumados sus votos a los de Podemos, este electorado crítico con el poder establecido se incrementa en más de diez puntos. Es decir, en el ámbito y el momento más favorables, Andalucía, con una fuerte campaña personalista de Susana Díaz, una extraordinaria estructura territorial y una sólida base social y confrontando con el Gobierno de Madrid, con tintes nacionalistas y demagógico-populistas, el PSOE no ha impedido la tendencia del deterioro de su legitimidad social, ni evitado el salto adelante de Podemos (y Ciudadanos). Aun así, a tenor de los estudios demoscópicos, e incluso de la propia líder andaluza, interesada más en su propia marca personal no en la del PSOE, ese resultado es difícilmente generalizable en las elecciones generales o en la mayoría de ayuntamientos y Comunidades Autónomas.
El PP ha comprobado también en Andalucía lo que vienen diciendo las encuestas: el profundo desgaste de su representatividad. Su legitimidad queda seriamente tocada. La justificación de su estrategia de austeridad por los beneficios de crecimiento económico y de empleo (precario), tan raquíticos e inestables, no le permite retener o recuperar al grueso de su electorado desafecto, una parte del cual ha ido a engrosar Ciudadanos. Los efectos de sus recortes se siguen notando; su prepotencia y la corrupción les pasan factura. Aunque tengan una base conservadora sólida, es difícil que alcancen una posición determinante para formar nuevo Gobierno o dirigir Comunidades Autónomas tan emblemáticas como la valenciana y la madrileña o, en otro plano, la navarra. Ahí queda, no obstante, la opción de pacto con Ciudadanos como complemento para una nueva mayoría de centroderecha.
En el caso de Podemos hay dos elementos a considerar sobre su expectativa de ‘ganar’ con suficiente amplitud para ser eje principal o exclusivo del cambio institucional. Su representatividad electoral se ha consolidado de forma meritoria en Andalucía, en condiciones desfavorables, pero queda todavía a veinte puntos del partido socialista. Estaba diagnosticado y era de esperar. Los estudios demoscópicos más serios (CIS y Metroscopia) esta vez han acertado en sus pronósticos con un rango inferior a dos puntos, que suele ser el margen de error estadístico cuando se mantienen las mismas condiciones. No tiene mucho sentido hurgar en el perfil de su candidata o su campaña cuando han tenido poca influencia para modificar las tendencias electorales de fondo. Hay que elevar la mirada para enfocar la superación de esos límites. Además, las encuestas estatales recientes diagnostican que ha alcanzado un importante y superior porcentaje de intención directa de voto pero que se ha debilitado algo el peso del sector que expresaba su simpatía hacia ellos. Supone que la estimación de su resultado electoral sobre voto válido se estanca o retrocede ligeramente hasta situarse por debajo de la cuarta parte del voto válido. Influye la campaña mediática del poder establecido generando miedo al cambio o embarrando el campo de juego democrático, el bloqueo producido por Ciudadanos a su expansión por el centro y la persistencia de un suelo electoral significativo del PSOE. Pero esa situación también expresa los límites actuales de su discurso, su actividad y su liderazgo para seguir ensanchando su base social y electoral. Mantener unas proyecciones ascendentes supone aceptar un desafío para la mejora de sus mensajes y propuestas, desarrollar su programa en el doble sentido apuntado e incrementar su capacidad de articulación de las demandas populares, la movilización de todas sus capacidades y la convergencia con distintos actores críticos y alternativos.
Por supuesto, sus objetivos y su horizonte de obtener una legitimidad electoral superior al PSOE, suficiente para determinar la orientación y la composición gubernamental, siguen siendo legítimos; incluso son posibles en diversos ámbitos autonómicos y locales -como ha sucedido al revés en Andalucía con el partido socialista-. La cuestión es que una posición tan claramente hegemónica y unilateral es improbable en las elecciones generales y la conformación del Congreso de diputados. Y ello nos remite al tema de cómo impulsar un cambio lo más profundo posible; cómo avanzar a pesar de los límites de su representatividad ciudadana al no llegar a ser suficientemente mayoritario; cómo continuar andando en un camino, con curvas y cuestas, compartiéndolo parcialmente con otros grupos y sectores y apoyado en amplias mayorías, sin desviar el rumbo de una orientación democrática y de progreso.
En esa tesitura lo más probable para impedir el inicio de un cambio institucional sustancial es la concreción de la tendencia a un pacto de corresponsabilidad en la gobernabilidad, entre PP y PSOE, amparado en los consensos europeos entre liberal-conservadores y socialdemócratas. Pero no hay que infravalorar las grandes dificultades del partido socialista para participar de forma subordinada en ese acuerdo y legitimarlo, ni descartar las posibilidades de avanzar hacia un gobierno de progreso. Particularmente, ese camino es más posible en ámbitos locales y autonómicos en los que la cúpula socialista no dé un giro de ciento ochenta grados, pero sí pueda hacerlo de noventa, en un ámbito competencial menos dependiente de los grandes intereses y estrategias estatales, europeas y financieras. O sea, se pueden conformar acuerdos programáticos mixtos, intermedios o mínimos que posibiliten el comienzo de un camino hacia dinámicas y modificaciones progresistas. Por ejemplo, es buena cosa que, en Andalucía, Podemos inicie un diálogo con el partido socialista con la reclamación de poner freno a los desahucios, hacer dimitir a los expresidentes de la Junta, Chaves y Griñán, y ampliar el empleo público para servicios esenciales para la ciudadanía. El aspecto principal de una negociación es la valoración de si supone un avance de progreso, por muy limitado que sea, sin la corresponsabilidad de una gestión regresiva y prepotente, y si tiene la garantía de deliberación, decisión y apoyo popular, no los intercambios de posiciones de poder de la vieja política.
En definitiva, la estrategia de austeridad, aplicada por el gobierno del PP y promovida por los poderes económicos e institucionales europeos, está agotada. La ligera mejoría de algunos indicadores macroeconómicos no derivan de los ajustes y recortes sociales aplicados sino de otras variables favorables: bajos precios del petróleo, expansión monetaria del BCE, bajos tipos de interés, plan de estímulo de la CE… La recuperación económica es limitada y frágil y no garantiza el incremento de empleo decente y menos la reorientación hacia un crecimiento económico y una modernización productiva con bases sólidas y sostenibles a medio y largo plazo. Y no goza, justamente, de credibilidad entre la ciudadanía.
Esa continuidad estratégica de fondo, también avalada con algunos matices por la socialdemocracia europea, hace que los discursos de cambio, incluido el de Ciudadanos, se queden en la retórica o la superficie. Afectan a aspectos limitados de transparencia o renovación generacional o medidas económicas parciales, pero tienen el efecto de consolidar la vieja estructura de poder económico y político. El continuismo consolida la pérdida de derechos sociales y laborales, la fuerte desigualdad social, las graves consecuencias del paro masivo y la precariedad, la subordinación de las capas populares, el debilitamiento de los servicios públicos y la protección social… y unas estructuras económicas e institucionales obsoletas. Todo ello con el reforzamiento de la alternancia bipartidista (con el nuevo comodín de Ciudadanos), un sistema político anquilosado y un freno a las dinámicas reales de cambio y sus representantes sociales y políticos.
Por tanto, desde una óptica progresista, de izquierdas o de defensa popular, el objetivo de un cambio sustantivo, político y socioeconómico, es irrenunciable para Podemos y el resto de fuerzas alternativas y movimientos sociales progresistas. Conforma su identidad y su papel en este ciclo histórico: aprovechar la ventana de oportunidad, basada en la deslegitimación social de los poderosos por su política regresiva y la persistencia de una amplia ciudadanía con una cultura democrática y de justicia social. Se trata de impulsar una transformación profunda, social y económica, política e institucional, y solidaria e integradora en el marco territorial y europeo. Esa perspectiva es la que hay que combinar con el realismo de los apoyos sociales disponibles, los acuerdos necesarios y el diseño del camino a recorrer.
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