El estatuto vasco que se aprobó por las Cortes surgidas del triunfo del Frente Popular, en febrero de 1936, había sido precedido en 1931 por un proyecto conocido como el «Estatuto de Estella», fruto de un pasteleo entre el PNV y el carlismo. Que se fraguara en Estella, capital de la sedición tradicionalista, ya dice […]
El estatuto vasco que se aprobó por las Cortes surgidas del triunfo del Frente Popular, en febrero de 1936, había sido precedido en 1931 por un proyecto conocido como el «Estatuto de Estella», fruto de un pasteleo entre el PNV y el carlismo. Que se fraguara en Estella, capital de la sedición tradicionalista, ya dice bastante de lo que representaba. Una de las propuestas que contenía aquel proyecto, era que el gobierno de la autonomía vasco-navarra tuviera la posibilidad de concordar directamente con el Vaticano. La iniciativa se debía a que el carácter laico de la constitución de la II República, anulaba los privilegios de que gozaba la Santa Sede. En pocas palabras, concordar con ella significaba, y significa, que un estado (España en ese caso) reconoce la tutela de otro, el Vaticano, sobre aquellos de sus ciudadanos de confesión católica. Ni hay que decir que el franquismo restableció la relación concordataria y la constitución de 1978 no la modificó.
La propuesta de peneuvistas y carlistas irritó sobremanera a Indalecio Prieto, diputado socialista por Vizcaya que, en sede parlamentaria, denunció que su aceptación suponía crear «un Gibraltar del Vaticano».
Indirectamente Prieto ponía el dedo en la llaga de algo más que evidente, a saber, el tufillo clerical que siempre ha acompañado al nacionalismo vasco o catalán. Desde el «Catalunya serà cristiana o no serà» de Torras i Baiges, hasta el hecho de que el «Aberri Eguna» se celebre en la Pascua de Resurrección. En este último caso el mensaje es más que claro: la nación de Aitor resucitará como Jesús. Y, más allá de nuestras fronteras, habría que preguntarse por qué el nacionalismo irlandés escogió en 1916 la misma pascua para alzarse en armas. En diversos países europeos, además de Irlanda (Polonia, Eslovaquia, Lituania, Croacia…), la alianza entre nacionalismo e Iglesia Católica, ha sido más que patente.
Curiosamente, al menos en Cataluña, ha sido un lugar común la denuncia del nacionalcatolicismo franquista (denuncia que comparto) pero, por aquello de «la paja en el ojo ajeno», se olvida que el primer tinglado que intentó montar Jordi Pujol se llamaba CC. Es cierto que eran los tiempos en que Claudia Cardinale causaba furor, pero dicen los entendidos que la repetición consonántica obedecía a una referencia más mística: «Crist, Catalunya».
Todo lo dicho estaba almacenado en algún rincón recóndito de mi cerebro, hasta que una reciente entrevista en La Vanguardia (11/02/17) al monje de Montserrat Hilari Raguer, me condujo a la correspondiente asociación de ideas.
Raguer se autodefine como historiador. Entendámonos, lo debe ser en el contexto de la historiografía romántica catalana, caracterizada por la mucha imaginación y las pocas fuentes: Rovira i Virgili, Ferran Soldevila… tutti quanti. Vicens Vives se fue tempranamente al otro mundo creyendo que había puesto remedio a la cosa. Descanse en paz. Se libró de leer a Culla i Clarà o Agustí Colominas. Atención, Raguer no es de los que dicen que Colón o Teresa de Jesús (¿quizá también Iván el Terrible?) fuesen catalanes, pero nos ha bombardeado durante años con una visión, digamos, sesgada de la historia catalana. Últimamente había estado silencioso (al parecer por razones de salud), pero en la aludida entrevista se despacha a gusto. Sin entrar en detalles, vale la pena recuperar algunas «perlas».
Por ejemplo, a propósito de los farolillos de Vic: «No deben (los niños) estar al margen (de los actos independentistas), pero tampoco participar de la misma manera que un adulto». Ergo , farolillos. «Montserrat siempre ha estado al lado del pueblo». ¿Rajoy?, «No creo que lo pusiéramos en la lista de visitantes ilustres». En la que sí debe estar Francisco Franco, recibido bajo palio, y cuyas oídos debieron quedar muy halagados por el entonces abad Marcet con sus referencias a «la espada victoriosa» del Caudillo. ¿Y Himmler lo está? Cuentan las crónicas que si el citado Marcet, y su segundo Escarré, no quisieron recibir a Himmler, no fue por una condena global al régimen nazi, sino porque al parecer los benedictinos tenían problemas en el Reich. Puro gremialismo, vamos. ¿Ganaría el sí, en un referéndum?, » Espero que sí, aunque se deberá preparar mucho el referéndum. Hay una parte importante procedente de las inmigraciones que no tiene las razones históricas, sentimentales y culturales como las que pueda tener yo, por ejemplo». O sea, ojo con los charnegos.
En el bajo clero catalán siempre ha habido una connivencia con el nacionalismo. Conchabados con el carlismo en el XIX, vivieron la esquizofrenia que significó el franquismo, en la medida que nunca habían gozado de tantos privilegios. En cuanto a la jerarquía… pues depende. Cuando soplan vientos al parecer favorables, ¿por qué no soñar con un Gibraltar, aunque sea sin monos?
En el momento actual, entre los que calzan de ese pie en la citada jerarquía, destaca Xavier Novell, obispo de Solsona, que ha dado permiso (literal) a los católicos para que sean independentistas. Joven y guaperas, las malas lenguas (que acostumbran a ser las buenas) hablan de sus vínculos con el Opus Dei. Solsona, uno de los núcleos «chouan» de Cataluña, siempre ha propiciado la posición nacionalista de su figura episcopal. Un antecesor reciente de Novell, Antoni Deig, que pasó unos cuantos años como obispo de Menorca muy calladito, fue soberanista, antes de que eso estuviera de moda, en el momento que pisó su nueva diócesis. Se permitió incluso una carta pastoral en la que tranquilizaba a sus fieles sobre la naturaleza no pecaminosa del nacionalismo. Solo falta ya la indulgencia plenaria para los que votaron sí-sí el 9-N.
Por su parte el núcleo político independentista hace mangas y capirotes para demostrar su fidelidad a la Santa Madre Iglesia. Nunca se sabe. Puigdemont, aunque ironice a propósito del Espíritu Santo, se casó no una, sino dos veces, canónicamente (ritos católico y ortodoxo); como muchos años antes había hecho Juan Carlos de Borbón. Para que después digan que somos diferentes a los «españoles». La otrora laica ERC tiene un líder, Oriol Junqueras, de misa dominguera y procesión en Jueves Santo. Artur Mas tampoco le va a la zaga en fervor dominical. ¿Para qué seguir?
A todo eso Raguer contestaba afirmativamente a la pregunta de si el papa Francisco reconocería la República Catalana. El benedictino, muy hábil, nos viene a decir que no le quedaría más remedio. Pero de momento el padre Jorge, como se llama a sí mismo el actual pontífice, ya ha metido un gol en la portería soberanista (dejando de lado ciertas declaraciones a bordo de un avión): el nombramiento de Juan José Omella como arzobispo de Barcelona. Vale la pena detenerse en ello.
El Vaticano o, mejor, el Papa, ha comprendido que, por razones pastorales, el candidato debía hablar las dos lenguas oficiales. Aunque no soy en absoluto creyente, lo encuentro lógico; siempre he estado por el bilingüismo y ese es el caso de Omella, que habla además un catalán mamado, no el artificioso de alguno de sus predecesores, como Carles que, nada más llegar a Barcelona, inició una operación de camuflaje, pasando rápidamente a llamarse «Ricard» en lugar de «Ricardo». Por el contrario Omella sigue siendo «Juan José» y hace gala de lo que es, un aragonés de habla catalana, de la llamada Franja. ¿Ven los lectores la diferencia? Un catalanohablante incontaminado, que echa pelotas fuera cuando le preguntan por la «Tarraconense», una supuesta conferencia episcopal catalana, escindida de la española, que, todo hay que decirlo, en sus inicios fue una propuesta del antes aludido Deig.
Por cierto, nueva falacia de la clerecía nacionalista: «Tarraconense» sería el nombre adecuado para una conferencia que reuniera todas las diócesis de la antigua Corona de Aragón, bajo la primacía de Tarragona que, durante toda la Edad Media, tuvo una posición autónoma respecto a Toledo, por razones políticas obvias.
En definitiva, no cabe descartar ensoñaciones episcopales de tipo gibraltareño en Roma o en Barcelona, pero mucho me temo que tienen muy poco que ver con las de Hilari Raguer.
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