Salvador López Arnal es profesor de ciclos formativos en el Instituto Puig Castellar de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) y profesor-tutor de Matemáticas en la UNED. Colabora en el diario electrónico rebelión y en las revistas Papeles de relaciones ecosociales y cambio global y El Viejo Topo. -Le formulo, mi estimado amigo, una primera pregunta. […]
Salvador López Arnal es profesor de ciclos formativos en el Instituto Puig Castellar de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) y profesor-tutor de Matemáticas en la UNED. Colabora en el diario electrónico rebelión y en las revistas Papeles de relaciones ecosociales y cambio global y El Viejo Topo.
-Le formulo, mi estimado amigo, una primera pregunta. Sabido es, que algún historiador ha acusado a los detractores del asbesto, de querer aplicar conocimientos actuales, a situaciones pretéritas, en las que no había tales conocimientos sobre los efectos nocivos del amianto. Esto no es así; está demostrado documentalmente, que quienes pilotaban a la industria del amianto sí tuvieron ese conocimiento, sin que el mismo les moviera a tratar de remediar la situación, buscando substitutos alternativos al uso del maldito mineral. Muy al contrario, lo que hicieron fue ocultar cuidadosamente esos conocimientos, o en todo caso tratando de minimizar su impacto, financiando subrepticiamente trabajos de «ciencia-basura». No obstante, y aun admitiendo eso a efectos puramente dialécticos, yo afirmo que eso, en realidad, importa sólo relativamente, porque hay constancia de comportamientos que, con ese conocimiento o sin él, en cualquiera de los dos supuestos resultan igualmente reprobables. Pongo un ejemplo de todo ello, en una de las atípicas «dedicatorias» de mi libro: la dedicada a la memoria de los niños mineros de la minería sudafricana del amianto, en la que, además de hacer uso de esa mano de obra infantil, con efectos terribles, por la altísima concentración de fibras de asbesto en la atmósfera de esos infernales centros de trabajo, y encima, en alguna de ellas les pagaron con golosinas, para hacerlos adictos a esa peligrosísima tarea. Algunos, los llamados «niños-mechero», los usaban para prender las mechas de los explosivos, teniendo que huir a carrera abierta, con grave riesgo, también, de morir alcanzados por la explosión, si tenían la desgracia de tropezar y caer, o si no corrían lo suficientemente rápido, lo cual era cada vez más probable, porque así lo propiciaba la asbestosis avanzada -«de caballo»- que muchos de ellos había adquirido. Como tengo dejado dicho, sería igual, o casi, que el polvo manejado fuera de asbesto, o de cualquier otro, inocuo a dosis bajas -pongo como ejemplo el de la canela molida-, para que la reprobación ética que merecen tales conductas (fundamentadas, indudablemente, en un entorno de racismo consecuente a un pasado colonial). Mi pregunta, mi querido amigo, es la siguiente: ¿Está conforme con ese razonamiento mío? ¿Lo ve atinado y pertinente?
-Mi respuesta es muy simple y creo que le voy a dar muy poco juego, querido y admirado amigo, en esta y en otras preguntas: sí, claro que sí, por supuesto que sí. Me esfuerzo, hago memoria de mis nociones básicas de teoría de la argumentación y no veo cómo se puede refutar su argumento y su sentida y razonable queja. O A o no-A. Si A, conocimiento de lo que sucedía, ya está probado y el rechazo es más que evidente. Si no-A, suponiendo aunque no admitiendo esa inocencia informativa-gnoseológica, las prácticas laborales realmente existentes, usted describe una que pone los pelos del alma de punta, descalificarían sin restos las supuestas bondades de esa industria. Ciertamente, en este caso, el argumento crítico no alcanzaría su diana al completo si la situación laboral y las prácticas industriales fueran otras muy distintas.
Un paso más. De hecho, no sólo lo veo atinado y pertinente sino que me emociona su sensibilidad y me enrabieta, si me permite el palabro, lo que usted denuncia con tan buena información, con tanta humanidad crítica y con una excelente argumentación. Es una marca, un no-logo presente en todas las páginas de su libro.
¿Qué puedo añadir más? ¿Que me cuesta mucho, a quién no, digerir un mundo en el que suceden estas cosas? ¿Que el capitalismo nunca ha sido un humanismo, por demediada que sea la noción que usemos de este polisémico término? ¿Qué conviene preguntarse cómo es posible que no salgamos enfurecidos a las calles protestando y diciendo no, mil veces no, no en nuestro nombre, ante atrocidades como las que usted denuncia? ¿Que la excusa de que siempre ha sucedido así o ha sucedido en otros muchos casos e industrias es una patraña moral inaceptable?
Añado, además, que esos historiadores que señalan supuestas debilidades epistémicas en esa aproximación, precisamente ellos que deberían ser los primeros expositores críticos del tema, de historiadores y de científicos tienen en ocasiones muy poco. Dudo mucho, en general, de su honradez filosófica, intelectual, política y moral. No digo que no pueda ocurrir en algún caso pero resulta extraña o cuanto menos muy peculiar. Aunque se cubran con hermosas sedas compradas en Manhattan y en sus alrededores y con falsarias exquisiteces académicas, lo que se esconde en numerosas ocasiones (no digo en todas) es un cuento, el cuento de estar al servicio de los grandes poderes por la mucha plusvalía que suele obtenerse con ese servicio. Se vive, viven bien. Algunos llaman a eso, realismo político-cultural, pragmatismo antiquimérico e incluso racionalidad adaptada a las circunstancias. Como usted suele citar a Ortega digamos que en este caso que comentamos cada uno es un YO-YO-YO y su adaptación a las circunstancias menos conflictivas.
Creo que usted ya ha inferido mi opinión (más que opinión) sobre estos «sabios y equilibrados discursos». Por si fuera necesaria rematar:
A veces las cosas son muy simples. Como escribió un poeta amigo, Jorge Riechmann: » Conozco una y solo una brújula infalible en ética y política (que, en el nivel que más importa, son la misma cosa): del lado de las víctimas o contra ellas. No pretendo que sea fácil ajustar la conducta personal a ese criterio de emancipación: digo solamente que es certero y no marra nunca». Pues eso.
¡Me olvidaba! No sé si me voy un poco de tema, discúlpeme si es así, si cuento brevemente una información que he encontrado estos días ordenando mis papeles. La primera condena a Uralita por la muerte de un trabajador expuesto al amianto por un juzgado de lo civil de Cerdanyola, una localidad muy próxima a Barcelona donde se ubicaba la empresa Uralita, se produjo en 1997. La sentencia le imponía el pago de 11 millones 700 mil pesetas (calculando mal, unos 12 mil euros). Ni que decir tiene que Uralita se opuso a la demanda de la viuda de José Antonio Rodríguez Valdivia y que recurrió a la Audiencia de Barcelona. Un pasado que recuerda mucho a nuestro presente.
-Otra: soy de la opinión, de que lo sucedido con el amianto, obedece en parte al hecho de que sus patologías asociadas afloran sólo después de transcurrido un dilatado tiempo de latencia. A esa circunstancia, además de la invisibilidad de la exposición, se une, siempre según mi apreciación, una indudable osadía, por parte de los «emprendedores» de turno, a la hora de subirse al carro de las nuevas aplicaciones industriales, sin preocupación alguna por los eventuales efectos negativos que de ello se puedan llegar a derivar. De ahí surgieron los más de tres mil productos, a los que el asbesto ha sido incorporado. Así ha ocurrido también, en el caso paradigmático del aprovechamiento industrial y comercial del fenómeno de la radioactividad, a renglón seguido de que ésta irrumpiese en el escenario científico, y sin tiempo material, por tanto, para que sus efectos nocivos a largo plazo hubieran podido ser advertidos y estudiados. Ambos agentes contaminantes coinciden, en efecto, en sus características de invisibilidad y de desfase temporal en el afloramiento de sus más sutiles y letales efectos nocivos. En el caso de las substancias radioactivas, todo ese conjunto de factores ha sido determinante de situaciones como las que citaba en el sub-capítulo número 1.4 de mi libro (páginas 84-89). Ahora aquí, y como ejemplo de las «burradas» allí narradas, recordemos el artilugio radioactivo, supuestamente «vigorizante», que había que colocarse en el escroto, durante todas las noches. Teniendo en cuenta los más de tres mil productos en los que el amianto llegó a ser integrado, mi pregunta es la siguiente: ¿comparte usted estos argumentos, que tratan de dar cuenta de la aparición de esas «modas» respectivas, por el amianto o por las substancias radioactivas?
-Lo mismo que en el caso anterior, voy a ser muy poco original. Comparto sus argumentos. De hecho, yo mismo he aprendido de usted y de otro gran científico humanista y republicano, Eduard Rodríguez Farré (nació en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, de madre catalana y padre madrileño) esas consideraciones y reflexiones.
Hay más de un paralelismo entre ambas industrias: el negocio siempre en lugar de mando a costa de lo que sea; la salud de los trabajadores y ciudadanos en la cuneta de las fábricas y barrios; el ocultamiento sistemático de datos conocidos (desean que nos sean desconocidos); la apuesta fáustica por lo más arriesgado y peligroso bailando siempre al borde del abismo; los grandes negocios como orden del día de todos los días del mes y del año; el poder indiscutido de las multinacionales y sus prácticas antiobreras; los gobiernos serviles fieles defensores de la voz de los Amos y no de la ciudadanía; la ciencia crítica ahogada, menospreciada o tergiversada (en ocasiones perseguida); los movimientos sociales críticos, esenciales en toda esta historia, combatidos y tildados de irracionalismo; personas ejemplares como usted desconocidas e incluso maltratadas, etc. Por detrás y por delante: una forma de vivir, una cosmovisión, una concepción de la economía y de las gentes trabajadoras en las que importa sobre todo el dinero, el poder, los privilegios insaciables de una minoría de la población, envuelto todo ello en un discurso que apela a la modernidad tecnológica, al progreso, al crecimiento, a un supuesto y voraz desarrollo, a la competitividad desalmada y salvaje, a la eficacia a toda costa, a costa de todo lo que se ponga por delante (los gatos y ratones de Don Felipe Gas-Gal Natural y su maestro Deng Xiaoping ), a la productividad sin límite, etc.
Un horror desalmado, un proyecto-mecanismo social de características infernales y un inmenso error que, por supuesto, pagan (en salud e incluso en esperanza de vida) los sectores más débiles y desfavorecidos de nuestras sociedades. El programa contrarrevolucionario y permanente de su hora, no de la nuestra.
-Veamos. Mi libro consta de tres capítulos, de los cuales los dos primeros están dedicados, por una parte, a hacer un relato, aproximadamente en orden cronológico, de toda una serie de hitos, que han marcado la historia del uso industrial del amianto, y por otra, a señalar y desenmascarar los mecanismos mediante los cuales la industria del amianto ha venido a torpedear sistemáticamente todos los sucesivos intentos de regular o prohibir ese uso. Al hacer ese relato de los hechos, mis propósitos han sido, por una parte, poner de relieve las innumerables ocasiones en las que esa industria ha tenido oportunidad de recapacitar y de optar por la búsqueda activa de soluciones alternativas a ese uso; por citar un ejemplo: al inventor del sistema de aislamiento térmico, acústico e ignífugo, consistente en el llamado «amianto proyectado» (el flocage mou de los francófonos -flocado suave-), consistente en proyectar la borra de fibra de amianto en bruto ( por tanto, amianto directamente friable, desde origen), contra la superficie a aislar, convenientemente revestida antes de un pegamento, ya hubo médicos previsores, que le advirtieron de que se trataba de un invento criminal, tanto para los usuarios, como, sobre todo, para los operarios que habrían de hacer la instalación del aislamiento. Sin embargo, dicho inventor no procedió, desde luego, a abortar la expansión de su floreciente negocio, ni a retirar las licencias de explotación ya concedidas, devolviendo los royalties ya percibidos. Otro propósito nuestro, al hacer partícipe al lector de ese conocimiento de esa sucesión cronológica de los hechos relevantes en la historia del uso industrial del asbesto, ha sido el de poner de relieve la pasividad, cuando no incluso la complicidad, con la que las autoridades sanitarias y políticas, durante décadas, han sido «estatuas», mudas y ciegas, frente a la creciente evidencia que se iba acumulando, por parte de la comunidad científico-médica, acerca de los letales efectos del amianto. Mi pregunta, en relación con todo esto, es la siguiente: ¿estima usted acertada esa estrategia expositiva, para convencer al lector de que la tragedia del amianto, no ha sido una desdichada fatalidad, determinada por la ignorancia de los peligros de la substancia manejada? Tenga presente, que los propios directivos de las factorías, con relativa frecuencia, han sido ello mismos alcanzados por el mesotelioma, eso sí, sólo después de transcurridos muchos años después de habida la exposición, y quizás ahí podría estar la clave explicativa de tanta irresponsable actitud.
-De nuevo no le doy mucho juego. Pido, le pido de nuevo disculpas. La inversión que estamos realizando también lo es respecto al interés de las respuestas y preguntas. Cuando yo la entrevistaba, mis preguntas eran tonterías, lo interesante eran sus respuesta; aquí pasa a la inversa, lo que vale la pena, lo realmente significativo son sus preguntas, mis respuestas son meros complementos. El lector/a habrá tomado nota de la situación desde el principio.
Esto que señala -«sólo después de transcurridos muchos años después de habida la exposición, y quizás ahí podría estar la clave explicativa de tanta irresponsable actitud»- ya lo hemos comentado varias veces si no recuerdo mal. Me da que es así, que ha sido así, que seguirá siendo así. En el fondo una idea falsa pero comprensible: puede haberles pasado a otros, pero a mí no me pasará. Yo soy muy sólido, muy fuerte, tengo una salud de hierro. Los escenarios no positivos no solemos incluirlos en nuestras reflexiones. Nos dan miedo y solemos despreciarlos o menospreciarlos. Yo no tengo número en esa lotería. Son los cenizos de siempre los que recuerdan lo improbable.
Centrándome en su pregunta. Yo creo que la estrategia general de su libro es impecable. Yo mismo empecé a odiar el capitalismo en casa, viendo como mis padres sufrían con sus trabajos muy mal remunerados y peor considerados en fábricas y talleres y, al mismo tiempo, leyendo La madre de Gorki, Neruda y su Canto general, Hernández, Espriu y Machado por supuesto también y un libro de un sociólogo francés que trabajó en la Renault, Robert Linhart que tituló «De cadenas y de hombres», recordando a Steinbeck. Si yo tuviese ahora que aconsejar un libro que enseñase sobre ciencia, sobre el papel esencial de la resistencia y lucha ciudadanas, sobre el sufrimiento humano, sobre la industria realmente existente y los objetivos del capital y los llamados mercados libres, sobre el mundo obrero, sobre el internacionalismo y la solidaridad, sobre la necesidad del estudio y de ser personas competentes (que no competitivos), el libro que aconsejaría -y aconsejo: he escrito una reseña para El Viejo Topo que aparecerá en septiembre- sería el suyo. Sin atisbo de duda. A mi me parece ejemplar: por lo que cuenta, por cómo lo cuenta y por quién lo cuenta. Su libro es un libro necesario y deslumbrante.
¿Alguna crítica para no caer entregado en una más que merecida Apología de Sócrates-Paco Báez? Una tan solo. Sabe usted tanto, se explica tan bien, siente tanto por dentro lo que narra y denuncia, lleva tantos años en ello, que hubiera sido bueno publicar el libro en varios volúmenes. Algo así, como las obras completas de Francisco Béez sobre el amianto. En 10 volúmenes pongamos por caso. No serían las OME de Marx y Engels pero no nos quedaríamos muy lejos. Además, nuestro querido amigo Paco Puche, una de las mejores personas que conozco sin conocerlo personalmente, nos echaría una mano (que sería un abrazo) en la edición. Estoy seguro.
No me quedo bien si no añado que una de las cosas que más me han sorprendido del libro, y de las entrevistas que le he ido realizando, es el inmenso saber científico que usted tiene y la finura epistemológica que muestra siempre. Para introducirse en este último ámbito, a veces excesivamente académico, yo no aconsejaría a clásicos como Popper, Kuhn, Lakatos, Toulmin, Bunge, Stegmüller o Ulises Moulines (sin duda de interés) sino algunas de las entrevistas en las que hemos hablado (es decir, ha hablado) de estos temas. Es admirable la lucidez, el sentido común crítico con el que piensa usted estos temas. Un amigo médico, Joan Benach, muy aficionado a estos temas de filosofía de la ciencia, está también asombrado de sus reflexiones.
-Vamos con la siguiente pregunta.
-Espere, espere, que ya conozco sus preguntas. ¿Me deja respirar un poco por favor? Usted es joven, siempre será joven. Yo me canso.
-Bueno, vale. Le dejo… quince minutos para que reponga fuerzas.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes