Además de un juicio penal sobre unas conductas determinadas, será un autorretrato: de qué manera este país resuelve el problema de un secesionismo político militante, aunque no militar ni terrorista
Hace ya casi un año y medio presenciamos la puesta en escena de un proceso político diseñado desde las instituciones de la Generalitat de Cataluña explícitamente dirigido a declarar la independencia de una república al margen y con infracción del marco constitucional y estatutario vigente. Se aprobó una ley de desconexión por una mayoría parlamentaria que no alcanzaba la suficiente para una modificación del Estatut según las previsiones del mismo y que apenas representaba a la mitad del electorado catalán; y se aprobó también una ley de convocatoria de un referéndum de independencia y la previsión de que en caso de que el «sí» obtuviera más votos que el «no», ello comportaría la declaración de independencia, que se llevaría a cabo como ejecución de un mandato del pueblo catalán. Las leyes y el decreto de convocatoria del referéndum fueron recurridas al Tribunal Constitucional, y las autoridades estatales optaron por prohibir la celebración misma del referéndum, lo que sin embargo no consiguieron en una jornada de desobediencia masiva que incluyó una movilización ciudadana espectacular no sólo para emitir el voto, sino también para proteger los colegios electorales de la acción de la policía tendente a requisar urnas y papeletas.
Aquello recibió una inmediata respuesta política de Estado: la aplicación del artículo 155 de la Constitución. A partir del día 12 de febrero asistiremos a otra puesta en escena no menos trascendental: la respuesta judicial. Un proceso al procés, en el que se ha decidir si algunos de sus protagonistas, casi todos ellos parlamentarios electos, representantes de una mitad de la sociedad catalana, son condenados o no a condenas elevadas de prisión, como autores de un delito de rebelión o de sedición.
Es probable que dentro de algunos años asistamos a otro proceso judicial en el que el Estado no esté en la acusación, sino en la posición de demandado, ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La perspectiva será inversa: la cuestión, entonces, no será si los acusados transgredieron límites infranqueables hasta constituir delitos, sino si el Estado, al defender la unidad territorial y el orden constitucional, transgredió los límites de la represión penal hasta el punto de vulnerar los derechos humanos de los políticos acusados.
De momento, vamos con el juicio, que será uno de los más importantes que se celebren en España desde la aprobación de la Constitución, tanto o más (al margen de la gravedad de las conductas que los provocaron) que el juicio a los golpistas del 23-F, el juicio por el secuestro de Segundo Marey por los GAL, el del aceite de colza desnaturalizado, el de los atentados del 11-M, los de la trama Gürtel, el de los ERE. Lo que está en juego es, por un lado -desde luego- la suerte personal de los acusados, pero también nuestro modo de ser: el prestigio de nuestras instituciones, la calidad de nuestro Derecho, la consistencia de nuestro Estado, la demarcación del terreno propio de la política, y la delimitación de ciertos derechos fundamentales (en particular, el derecho de reunión pacífica, la libertad de expresión y el derecho a un juicio justo). Será un juicio que marque época, que nos defina como Estado, que aclare hasta dónde y desde dónde llegan los derechos cuando se utilizan como instrumentos de acción política, qué nivel de resistencia y de flexibilidad tiene nuestra Constitución, cuánto de régimen tiene nuestro sistema político, y cuánto de sistema jurídico tiene nuestro régimen. Por eso, además de un juicio penal sobre unas conductas determinadas, será un autorretrato: de qué manera este país resuelve el problema de un secesionismo político militante, aunque no militar ni terrorista.
No es poca cosa como para resumirlo todo en un «pro» o «contra». Cada cual lleva ya su sentencia dentro. Casi todos hemos «juzgado ya». Algunas opiniones he aventurado ya, en este mismo medio, sobre la relevancia penal de los hechos que ahora van a enjuiciarse, basándome en la exposición de hechos que se hacía en los escritos de la Fiscalía y en los autos judiciales de prisión provisional y de procesamiento. En síntesis, me he mostrado contrario a la calificación de los hechos como un «alzamiento» (en sentido penal, no en sentido coloquial), y por tanto contrario a la tipificación de las conductas como sedición (alzamiento tumultuario para impedir la ejecución de una orden legítima) y como rebelión (alzamiento violento para subvertir el orden constitucional o declarar la independencia), sin perjuicio de otras posibles calificaciones penales. También he sostenido que la penalización de las conductas descritas en la querella y en el escrito de acusación podría comportar una interpretación estrecha y en algunos puntos contraria a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en la medida en que supone la represión disuasoria de concentraciones no violentas, limitando el derecho de reunión en función no tanto de su carácter pacífico, como de la finalidad que pretende. Dicho de otro modo, he defendido que en vez de valorar las conductas analizadas desde los moldes de los tipos penales, y concluir que si «encajan» en ellos en alguna de sus interpretaciones posibles no se trataba del ejercicio de derechos sino de la comisión de delitos (definiendo, por tanto, el alcance de los derechos por vía de interpretación de los tipos penales), lo que ha de valorarse más bien es si los hechos «encajan» en el ejercicio de derechos fundamentales tal y como vienen concibiéndose por el Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a fin de interpretar los tipos penales de manera que no invadan el terreno acotado por dichos derechos. El contenido de los derechos fundamentales no puede ser la resultante de una interpretación de la redacción de normas penales, sino al contrario: la interpretación de las normas penales ha de ser el resultado de la definición y alcance de los derechos fundamentales.
El caso es que ahora las opiniones de cada uno no son lo importante, porque la cuestión, sobre la que obviamente hay discrepancia, va a someterse al mejor proceso deliberativo que tenemos: un juicio con todas las garantías procesales en el que las diferentes tesis van a poder defenderse sin merma, ante un tribunal que tiene encomendada tanto la interpretación y aplicación de las normas penales como la protección de los derechos fundamentales. La acusación podrá desplegar sus argumentos sobre la necesidad de un castigo penal para comportamientos que considera delitos graves, y procurará demostrar que lo son; las defensas, podrán con amplitud de oportunidades y con una gran audiencia nacional e internacional exponer sus planteamientos a favor de entender que se trata de un conflicto político, porque quienes están sentados en el banquillo no son delincuentes, sino representantes de un enorme movimiento ciudadano que está con ellos.
Tras el juicio, habrá una sentencia. Tras la sentencia (que deberá cumplirse, pues sin «efecto de cosa juzgada» no hay Estado de Derecho), vendrán las reacciones, los recursos extraordinarios, y probablemente los documentales y las películas. De momento, acomodémonos y abramos los ojos: lo que va a decidirse en esa Sala nos interesa a todos. No saldremos de él igual que entramos: saldremos con fosos más hondos o con explanadas más amplias alrededor del castillo constitucional.
Miguel Pasquau Liaño (Úbeda, 1959) es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog «Es peligroso asomarse». http://www.migueldeesponera.blogspot.com/