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Un mundo confuso

Fuentes: La Estrella Digital

A veces es comprensible la forma de pensar y actuar de quienes se refugian en su torre de marfil y desdeñan, no solo participar en la «polis» – en la actividad común de la sociedad a la que pertenecen -, sino esforzarse siquiera por entender la política del mundo que les rodea. «Estoy harto de […]

A veces es comprensible la forma de pensar y actuar de quienes se refugian en su torre de marfil y desdeñan, no solo participar en la «polis» – en la actividad común de la sociedad a la que pertenecen -, sino esforzarse siquiera por entender la política del mundo que les rodea. «Estoy harto de oír hablar del ‘Estatut'», «Me da igual lo que ocurra en esas reuniones de Bruselas o de Hong Kong», «Que no me líen más con Iraq o Afganistán, que me caen muy lejos», son frases que se oyen estos días. Así se expresan quienes se encierran en su ámbito profesional o personal, olvidando que hasta en esos reductos íntimos acaban haciéndose notar los efectos de esa política que menosprecian. La causa de tal actitud puede ser que, hoy, tanto la política nacional como la internacional están sumidas en una confusión casi permanente.

No es que falten datos. Por ejemplo, el texto del proyecto de nuevo Estatuto de autonomía para Cataluña está al alcance de cualquiera que desee estudiarlo. Pero a la hora de interpretarlo, a falta de esa información esencial que casi nunca llega al público, es cuando la confusión se apodera del ciudadano de a pie que pretende sopesar los argumentos de unos y otros para ver cuáles son más convincentes.

La cosa se complica si, para elaborar un juicio personal, uno se basa en las opiniones del diario o de la radio que habitualmente sigue, o en las del partido político de su elección, es decir, si decide no pensar por sí mismo sino aceptar lo que otros le dan ya digerido. Entonces advierte que un texto que para unos es plenamente constitucional es para otros algo abominable y rayano en la perfidia. Lo que para aquéllos consolida el futuro de España, para éstos lo destruye. Todos ellos aducen razones aparentemente incontrovertibles. Pero lo peor de todo, para el sufrido ciudadano que aun confía en la actividad política, no son las razones enfrentadas sino las mentiras que habitualmente acompañan a esas razones. Mentiras, además, de las que le es muy difícil protegerse por falta de esa información a la que más arriba se alude.

Son mentiras como las que rodearon a la catástrofe del «Prestige» o al accidente del Yakolev; las que sembraron la confusión entre los españoles después de la explosión de las bombas en Madrid el 11 de marzo de 2004; las que acompañaron al escándalo de los GAL y a los numerosos casos de corrupción en diferentes niveles de las administraciones públicas.

Siendo la política el noble arte de hallar los mejores modos de conducir la vida de los ciudadanos, en pacífica convivencia y en justa armonía, cuando salen a la luz pública sus debilidades (la mentira y la corrupción son hoy en España las más nocivas) el desprestigio alcanza a todos. Hasta los incorruptibles y los veraces – que aún quedan – se ven metidos en el mismo saco que los ladrones y embusteros.

Si el ciudadano mira fuera de España, tampoco percibe más claridad. La confusión es regla general. Por más que algunos dirigentes políticos, al cabo del tiempo y tras estrellarse repetidamente contra el mismo muro, acaben reconociendo que se equivocaron (pocos admiten haber mentido), como es el caso destacado del presidente Bush y del primer ministro Blair respecto a la invasión de Iraq. Reconocen sus errores cuando ya no les queda más remedio, para recuperar ese soñado nivel en las encuestas de opinión sin el que su vida parece carecer de sentido. En España cuesta aún reconocer los errores del pasado, ni siquiera a la fuerza.

La confusión no reina solo en el terreno de la praxis política. Es más nociva en el ámbito del pensamiento y de los conceptos. El significado de las palabras se modifica a gusto de los usuarios. Así, han sido inútiles los esfuerzos de Naciones Unidas para definir, con valor universal, lo que es terrorismo, como se ha comentado ya en esta columna en anteriores ocasiones. El resultado es que, sin saber qué entiende cada cual por terrorismo, dirigida por EEUU se ha desencadenado, nada más y nada menos, la guerra universal contra él. ¿Es posible imaginar más confusión?

Sí es posible. Estos días, en los medios de comunicación, la confusión abarca también la tortura. Tampoco hay acuerdo en su definición. Acorralado por un acusado descenso en los índices de popularidad, el presidente Bush se ha visto obligado a dar unos tímidos pasos para desaprobar las prácticas de tortura, tras los numerosos y sonados escándalos que han salpicado a los soldados y a los dirigentes políticos de EEUU y de algún otro país.

El pasado jueves Bush aceptó prohibir la tortura y todo tratamiento «cruel, inhumano o degradante» de los detenidos. No se olvide que fue él mismo quien impulsó el abandono del derecho internacional, para «facilitar» – en palabras suyas – la guerra antiterrorista, lo que condujo a los escándalos de Abu Ghraib, Guantánamo y las cárceles secretas. Sin embargo, el Fiscal General de EEUU, Alberto Gonzales, vino a declarar después que se entenderá por tortura lo que en cada momento sea más oportuno para los intereses de su país: «Tortura es infligir daños severos físicos o mentales», y se reservó para él la facultad de decidir lo que es severo y lo que no lo es.

Ante tan enrevesado panorama, no se puede reprochar al ciudadano común su alejamiento de la política. Pero esto es precisamente lo que debería preocupar a los que de ella hacen profesión y vida, en el mejor sentido de ambas palabras. Porque tras ese hastío aparente que a algunos invade, asoma el conocido fantasma de las dictaduras que prometen arreglarlo todo enseguida, con mano dura y eficaz energía, y que a la larga no traen más que sangre, sudor y lágrimas. ¡Qué pronto olvidan algunos el pasado más reciente!


* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)