Si aplicáramos a las encuestas un ánimo interpretativo como el que el Tribunal Constitucional (TC) dedica a las leyes, encontraríamos que la poderosa «opinión pública» podría estar escribiendo con renglones torcidos. Dos interpretaciones del último barómetro del CIS podrían, de ser ciertas, explicar la deriva ideológica o electoral de los partidos de izquierda en España. […]
Si aplicáramos a las encuestas un ánimo interpretativo como el que el Tribunal Constitucional (TC) dedica a las leyes, encontraríamos que la poderosa «opinión pública» podría estar escribiendo con renglones torcidos. Dos interpretaciones del último barómetro del CIS podrían, de ser ciertas, explicar la deriva ideológica o electoral de los partidos de izquierda en España.
Según la primera, la ciudadanía estaría castigando moralmente al Gobierno al cuestionar duramente su tarea. La sorpresa, sin embargo, sería otra: un castigo aún mayor al PP y a su líder. Mientras la desconfianza hacia Zapatero es del 78,9%, en Rajoy no confía el 84,6% (con, además, una menor valoración que el presidente). La oposición destructiva del PP, junto a su íntima convivencia con la corrupción, le restaría credibilidad pese al desgaste de un Gobierno confrontado con la crisis. Respecto de IU en sempiterna refundación, algo está haciendo mal, pues no recibe ningún trasvase de votos del PSOE, pese a que el 9,4% vería probable votar a una fuerza como IU.
La ciudadanía desconfía de los partidos, cree que Gobierno y oposición lo hacen mal, pero no encuentra ni en otros partidos, ni en sindicatos, ni en nuevos referentes, atisbo alguno de luz. Una suerte, concluyendo, de parálisis depresiva.
La segunda mirada (hipótesis doliente de la izquierda), se basa en la intención de voto salida de la cocina creativa del CIS. Un PP triunfante lleva a 6,3 puntos su distancia con el PSOE (4,8 puntos más que en abril). IU no deja de caer y UPyD, pese al apoyo decidido de algunos medios, apenas sube -igual que CiU- 5 décimas (consistente con el apoyo del grueso de la población al desarrollo autonómico).
En esta hipótesis, el Reino de España se habría deslizado, como el resto de Europa, hacia la derecha pese a su vergonzante autoubicación en la izquierda (36% frente al 12,5% en la derecha). Entenderíamos así por qué el PP no recibe castigo alguno en las urnas. El PP de Fabra, Camps, Matas, Gürtel o Brugal; el del «mejor callados que desenmascarados»; el que acusa sin pruebas a Gobierno, policía, inspectores de hacienda, sociólogos, jueces y cuanta institución se le tuerza; el PP proisraelí con el pañuelo palestino al cuello o el que quiere prohibir las huelgas mientras se declara el partido de los trabajadores. Y no andaríamos aquí muy desencaminados incluyendo a la CiU del 4%.
¿Un nuevo sentido común en el Reino de España? Algunos aspectos del barómetro refuerzan esta idea: fuerte desprecio por la política pero falta de conclusiones democráticas de esa desafección; aumento del odio al inmigrante; asunción del paro como el problema central, pero desinterés por la calidad del empleo (pese al auge del empleo basura); respeto por la corrupción y el fraude; abulia ante los problemas medioambientales; disociación entre lo correcto -lo que se define como problema- y lo que se está dispuesto a hacer.
Esos políticos despreciables justificarían otro tanto en la ciudadanía: cuatro de cada diez ve bien defraudar a Hacienda; crece la picaresca y la concepción clientelar del Estado; se comprende la anunciada huelga general pero se renuncia a cualquier sacrificio personal; desprecio por la política y desinterés por mejorarla. La inmigración corre de manera abstracta con las culpas y la política da coartada a la cuota de robo y mentira ciudadana. Cierto que la izquierda occidental anda dando tumbos desde la crisis del keynesianismo. Pero en España, la socialdemocracia fungió de alumna aventajada con mucho menor recorrido. Renunció al marxismo como quien se quita de fumar (pese a los avisos de que «ni Marx ni menos»); privatizó exultante bienes públicos; bajó impuestos a los ricos; fomentó la escuela concertada; dio cancha a la telebasura; atacó a los sindicatos de clase; se dijo socialista a fuer de liberal; sostuvo un concordato obsceno con la Iglesia católica; cedió en la Ley de Partidos; y, finalmente, ha roto el principio necesario -aunque no suficiente- que diferencia izquierda y derecha: la fuerza de trabajo no es una mercancía más que pueda reducir su precio en virtud de la demanda.
IU ve enturbiado su espacio de renovación por quienes controlan los aparatos (en Madrid se convoca a una refundación, pero antes se blinda a los candidatos del PCE al Ayuntamiento y a la Comunidad). La izquierda verde en gestación tiene el problema de que no consolidará ser Die Grünen mientras pueda ser Die Linke. Queda el oxímoron de la izquierda nacionalista. En un país donde se reclama una extrema sutileza para inventar el federalismo, el republicanismo territorial no puede coquetear con la victimización provinciana.
¿Hay soluciones a la altura de los problemas? Escoger candidatos intercambiables entre la derecha o la izquierda es más fácil que inventar un nuevo sentido común. Lo primero llevaría, como indica el CIS, a ahondar en la decepción y retirada del votante de izquierda (especialmente los jóvenes). Un camino de corto vuelo donde, al final, cualquier pregunta sobre los fundamentos de nuestras sociedades arañará los oídos, asumida la imposibilidad del cambio. «Si cuido de los pobres -decía Helder Cámara- me llaman santo; si pregunto por qué son pobres, me llaman comunista». A menores herramientas intelectuales, mayores simplificaciones. Terminaremos creyendo, regresados a la infancia, que se invaden países para salvar a pobres mujeres asesinadas por locos feroces.
Juan Carlos Monedero es profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/2293/un-nuevo-sentido-comun/