El pasado mes de junio me invitaron a dar un curso en el EICTV Cubano, una de las escuelas de cine y televisión más importantes del mundo. Evidentemente, fui elegido por error, pero lejos de decir nada, me armé de valor y decidí lanzarme a la aventura. Estas son algunas notas de mi desastroso paso […]
El pasado mes de junio me invitaron a dar un curso en el EICTV Cubano, una de las escuelas de cine y televisión más importantes del mundo. Evidentemente, fui elegido por error, pero lejos de decir nada, me armé de valor y decidí lanzarme a la aventura. Estas son algunas notas de mi desastroso paso por una escuela para la que el medio audiovisual no es arte, sino una forma de vida. Coger un avión a Cuba desde el aeropuerto de Madrid- Barajas a principios de verano es como ir a un parque de atracciones de la pochez turística. Hay un grupito de amigas con mascarillas contra la Gripe A que se hacen fotos con el «anti-porcin» puesto. Otros chicos de edad indeterminada dicen que van a la isla, pero a lo que van es a un complejo hotelero a beber margaritas y a bañarse en la piscina del resort. No faltan un corrillo de empresarios que comentan la jugada futura. Se trata de una vaga esperanza de sexo muy parecida a la que tiene un adolescente en su primera Nochevieja. Algunos de ellos emiten incluso extraños grititos y aplauden cuando el avión despega y aterriza. Volverán a casa como el citado adolescente: recordando lo que estuvo «a punto» de suceder. En el avión también encuentro, afortunadamente, a numerosos cubanos que regresan a sus casas a visitar a sus familias y que tienen otra mirada y otra vida que contar. Camino al EICTV La escuela está a cuarenta minutos de La Habana en coche y lo primero que llama la atención del camino es que en Cuba no hay publicidad. Todo son carreteras desiertas y calles vacías de todo signo publicitario. Sí, hay propaganda institucional, pero el porcentaje es mínimo comparado con la saturación informativa a la que nos vemos sometidos cotidianamente. Cuba es definitivamente analógica (más o menos). En mi pose de gordito-con-dignidad tengo a bien sacar el brazo por la ventanilla del coche que me lleva hacia la escuela. El resultado es que ese porcentaje de mi cuerpo queda completamente calcinado y no podrá apoyarse en nada más durante las siguientes dos semanas.
La escuela son varios complejos de color blanco cuya arquitectura me recuerda a los edificios universitarios de los años setenta (o sea, a fotos de cosas que no he vivido). Tiene espacio para los dormitorios de los alumnos (viven allí los tres años que dura su formación) y los profesores (muchos viven allí también). Hay un comedor, un bar y las aulas. También cuentan con una magnífica piscina, canchas de baloncesto, platós de rodaje, salas de montaje y sonorización, una pista de atletismo… Y toneladas de agua esperando a caerte encima. It’s raining, man Servidor es de secano. Incluso más que de secano: soy alérgico a los hongos de la humedad. La lluvia lo que es bien, no me sienta. Y en San Antonio de los Baños llueve. Llueve de pronto, sin venir a cuento. Y llueve como si se fuera a agotar la lluvia para siempre. En la escuela están acostumbrados: la crisis energética, el bloqueo y las lluvias han ritualizado una serie de comportamientos y a ellos (al contrario que yo) ni les entra pánico al escuchar los truenos, ni le sacan fotos a la lluvia con furia incontenible ante semejante paraíso.
Los estudiantes de la escuela saben que se puede ir la luz, que se pueden quemar los enchufes por un cortocircuito, que se puede inundar tu habitación si te dejas la ventana abierta. Son detalles que yo he aprendido a fuerza de chapotear en mi dormitorio y quemarme los dedos intentando enchufar y desenchufar las cosas. Clases como yo no he visto Una clase puede ser una de estas dos cosas: o cien personas en estado semi-zombie escuchando a un señor hablando del código de señales de las holoturias y manifestando que la filogenia reproduce la ontogenia (no me lo invento) o un grupo más o menos reducido de adolescentes aguerridos que no necesitan saber nada de cine y/o televisión porque con lo que han pagado por la matrícula se han hecho a la idea de que ya lo saben todo. En la EICTV todo eso cae por su propio peso. Ni hay grandes clases magistrales de señores aburridos, ni hay niñatos pensando que lo saben todo y que les debes algo por estar allí. Por el contrario, se tratan de pequeños talleres de entre una y tres semanas, con profesores internacionales y una tutoría continua, con uno o dos proyectos anuales y un trabajo constante. Es una escuela que enseña a mirar al mundo. Y no sólo eso: al final de cada taller los coordinadores de la cátedra se reúnen con el profesor y los alumnos para discutir sobre qué funciona y qué no. Si hay muchas quejas de los alumnos o creen que el tipo en cuestión no hace bien su trabajo, no lo llaman al año siguiente. Si yo hubiera podido hacer eso en la facultad quizás hasta habría ido a clase.
¿Un alumnado nace o se hace? No lo sé, pero intuyo que un poco de las dos cosas.
La escuela es muy barata. Doce mil euros por tres años de clases, más todas las prácticas, la comida y el alojamiento, que son gratuitos. Un porcentaje altísimo de los alumnos latinoamericanos estudian becados y todos los cubanos van gratis. Eso quiere decir, básicamente, que el tipo medio de estudiante escapa por completo del alumno de cine estándar de escuela privada.
No puedo decir que no haya ningún despistado, pero se les identifica fácilmente por ser los únicos que llevan camisetas del Ché. Ojo, no es porque no haya sanas filias guevaristas entre los estudiantes, sino porque o bien no tienen pasta para chorradas, o tienen criterio suficiente para no andar estampándose fotos de sus ídolos en sus prendas de ropa o porque, directamente, su «patria o muerte» está dedicada a Glauber Rocha, Fernando Birri, Tomás Gutierrez Alea, Fernando Pérez, Gabriel García Márquez, etcétera.
Debo decir que mi única desgracia reseñable en materia didáctica fue que me caí encima de tres sillas y rompí una de ellas en el despacho de la cátedra de guión (eran de las de ruedas, yo estoy gordo y… bueno, soy torpe). Quizás reventé una de las sillas dónde se ha sentado «Titón» o algún otro maestro del cine latinoamericano. La gente, muy cordial, no intentó asesinarme por agredir su memoria histórica. Televisión, Cuba, Internet Como he comentado al principio, el motivo por el que me encontraba en el EICTV era dar un taller de guión de televisión en una escuela que, aunque se denomina de cine y televisión, siempre ha tendido más al cine. Los problemas añadidos a priori no son sólo esos. Los estudiantes están tres años en la escuela y la escuela está en Cuba. Cuba tiene seis canales de televisión, todos ellos estatales. La mayor parte son de divulgación o historia. No tienen series (o tienen muy pocas). Alguien dijo que uno podía conocer la cultura de un país viendo veinticuatro horas la televisión del mismo. Es evidente que la persona que lo dijo no tenía televisión. Como en todos los lugares del mundo, la televisión cubana y la sociedad cubana se parecen lo que un huevo a una castaña. Mentiría, por otro lado, si no dijera que vi algunos de los programas más espectaculares de mi dilatada experiencia catódica. Especialmente aquellos dedicados a la divulgación y el debate en materia de salud pública.
Pero yo estaba allí para hablar de Tony Soprano y el doctor House. Intuía que los alumnos jamás habían oído hablar de ellos (ni de Don Draper o el Doctor Horrible). No sólo porque no las echaban por la tele (lo cierto es que en Cuba pasan Los Soprano en horario decente, algo de lo podrían aprender nuestro programadores) sino porque no hay, en general, acceso a Internet. Y si lo hay, la conexión es muy pobre. Para que os hagáis una idea, si quería mandar un documento adjunto vía e-mail, escribía el e-mail, le daba a «enviar» y me cogía un libro. Empezaba a leer y al cabo de unas páginas la cosa estaba enviada.
Y entonces descubrí lo que pasaría en España si alguien prohibiera las descargas de Internet: absolutamente nada.
La sociedad cubana es una enorme red humana. Una cadena de interconexión biológica enlazada por CDs, algunos USB y escasos discos duros. Y he dicho la sociedad cubana porque no me refiero a un asunto de la escuela. La gente se lo copia todo y se lo pasan de unos a otros. Los capítulos de Aída o de Aquí no hay quién viva (de aquí conocen sobre todo las comedias) circulan por La Habana desordenados, como material caliente. Se ve y se pasa.
En la escuela ocurre lo mismo, pero a mayor escala. La mediateca empieza a tener discos duros con series completas que los alumnos devoran e intuyo que cada año la cosa va creciendo. Ahora cuando escucho las amenazas de entidades europeas y ministros del ramo, sonrío pensando «yo he visto el futuro. He estado en Cuba». Tiempos libres entre mosquitos y celebridades Los profesores tienen más tiempo libre que los alumnos. Se dan seis horas de clase diarias, pero ellos tienen que realizar además sus «pre-tesis» y sus «tesis». Se trata de cortometrajes de tres y diez minutos. En las primeras, cada alumno realiza funciones variadas en distintos proyectos, desde realizador a montador o cámara, con lo que aprenden el oficio completo. En las segundas cada uno tira hacia su especialidad. A eso se le une que los estudiantes de guión tienen que escribir un largometraje adaptación de alguna obra literaria en dominio público (libre de derechos) y un largometraje original de ficción (que es lo que hacen en tercer curso). Para realizar ese largometraje tienen diversas tutorías con expertos del mundo del cine. Esto genera que mientras un servidor intenta explicar por qué al público español le gusta Vilches y la familia Alcántara, en la clase de al lado un estudiante chileno está siendo asesorado por Marcos Bernstein (co-guionista de Estación Central de Brasil) o por Lola Salvador (guionista de Las bicicletas son para el verano o la mítica El crimen de Cuenca).
Por si semejante reunión de talentos no genera suficiente presión, las paredes de la escuela están llenas de grafitis con mensajes escritos por los directores, actores o documentalistas que han pasado por la escuela. Así que te puedes apoyar encima de un mensaje que pone «Autenticidad, rigor, ¡qué difícil!» firmado por Costa-Gravas y pensar que lo mejor que podrías hacer es irte a llorar a casa con tu mami.
Yo no tenía problema en irme a casa a llorar, porque mi magnífica sangre europea tenía un regustillo que volvía locatis a los mosquitos de la zona. El día antes de volverme fui devorado por un escuadrón de combate (yanqui, sin duda) que me postró en la cama durante doce horas con cuarenta de fiebre. Por lo menos puedo decir: «Yo tirité en San Antonio de los Baños».
Un lugar para la utopía
La Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) fue fundada en 1986 por el cineasta argentino Fernando Birri, el novelista colombiano Gabriel García Márquez y el realizador cubano Julio García Espinosa. Una de sus principales novedades es que su profesorado no está formado por teóricos ni profesores, sino por profesionales en activo, que construyen teoría a través del hacer y la experiencia. En ese sentido se trata más de una escuela de la mirada que de la técnica. Se enseña a mirar el mundo. A entender y a expresar algo en el mundo. La propia escuela lo dice en su página web: «Tenemos como objeto primordial desarrollar el talento creador y defender el derecho a disponer de la propia imagen, tanto como el derecho a ver cine de todas partes a fin de contribuir a liberar la mirada del espectador». De ahí su vocación artística internacionalista. Más aún, el territorio físico de la escuela tiene estatus diplomático. Es, por tanto, un territorio que pertenece al medio audiovisual y a la cultura a todos los niveles. En la entrada puede leerse un extracto del acta fundacional: «Para que la utopía, que por definición está en ninguna parte, esté en alguna parte».