Laureada e idolatrada, tal vez haya sido la Transición democrática uno de los productos mejor exportados de la llamada «marca España» desde 1977. En los laboratorios de Ciencia Política, en las universidades, en los centros de poder de numerosos países se ha estudiado el periodo de manera acrítica y desmochada. La concordia entre españoles que […]
Laureada e idolatrada, tal vez haya sido la Transición democrática uno de los productos mejor exportados de la llamada «marca España» desde 1977. En los laboratorios de Ciencia Política, en las universidades, en los centros de poder de numerosos países se ha estudiado el periodo de manera acrítica y desmochada. La concordia entre españoles que nos ayudó a superar la guerra civil, el espíritu de reconciliación, un modélico pacto entre la facción más moderada de la superestructura franquista y el grueso de la oposición, la libertad recuperada sin ira… Pocos prohombres del proceso no han tenido su hagiografía y el relato triunfante de los hechos ha hecho fortuna en libros y documentales.
En el ensayo «Claves de la Transición 1973-1986. De la muerte de Carrero Blanco al referéndum de la OTAN» (Ed.Península), el periodista Alfredo Grimaldos marca distancias con la exégesis oficial del proceso constituyente. Propone un paseo por las sentinas del estado (el rey, el rol del amigo americano, el diseño de la «alternativa» socialista, los jueces, la represión policial, el terror de ultraderecha y el papel de la iglesia) en 120 páginas rotundas y bien documentadas, en las que continúa su larga ruta por el periodismo de investigación ya apuntado en trabajos como «La sombra de Franco en la Transición», «La CIA en España», «Zaplana, el brazo incorrupto del PP», «La iglesia en España (1977-2008)» y «La Lidere SA».
La tesis de Grimaldos puede sintetizarse en un párrafo, el primero de la introducción al libro: «Durante la Transición nunca se llega a producir una auténtica ruptura democrática, un corte histórico significativo respecto del régimen del Caudillo. En ningún momento se aborda la depuración del aparato del estado. Políticos que desarrollaron una carrera muy notoria durante la dictadura son los encargados de dirigir el cambio y en ese proceso de adaptación de las estructuras franquistas a los nuevos tiempos, policías, jueces y militares continúan siendo los mismos». ¿Quiénes son entonces los protagonistas reales de la Transición, a los que la Historia ha silenciado? «No son los políticos profesionales, sino los detenidos y torturados, los miles de encarcelados y, sobre todo, los luchadores muertos (más de cien militantes de izquierda fueron asesinados, entre los años 1976 y 1980, en manifestaciones o atentados por la policía, la guardia civil y la extrema derecha instrumentalizada desde el poder», responde el periodista.
Un libro obsequioso del historiador Charles Powell cita en su título a Juan Carlos I de Borbón como «El piloto del cambio». Sin embargo, Alfredo Grimaldos recuerda algunos pasajes en la historia de la corona borrados interesadamente de la memoria colectiva. El 22 de julio de 1969 el dictador designó a Juan Carlos de Borbón sucesor a título de rey, quien al día siguiente jura los Principios del Movimiento Nacional y las Leyes Fundamentales de la dictadura. El 19 de julio de 1974, con Franco enfermo, el príncipe es nombrado jefe de Estado interino. Un día después firma el Tratado de Amistad y Cooperación entre España y los Estados Unidos. Algunas fotografías e imágenes de la época también dejan, a pesar del silencio, un rastro elocuente: El futuro rey junto a Franco en el balcón del Palacio de Oriente, en el acto de afirmación que sigue a los últimos fusilamientos del franquismo el 27 de septiembre de 1975.
Grimaldos ha estudiado con detalle el rol de la CIA en la Historia de España reciente. Después de horas y horas de archivo y análisis de fuentes, el periodista llega a la siguiente conclusión: «La CIA interviene en la instalación de las bases militares estadounidenses en nuestro suelo, en la transición del franquismo a la monarquía, en el golpe de estado del 23-F o en la definitiva integración del estado español en la estructura de la OTAN. La permanencia de la dictadura franquista, durante casi cuatro décadas, y la evolución controlada hacia un sistema parlamentario están condicionadas por la actividad de los espías norteamericanos». La Transición española se diseñó en Langley (Virginia), junto al río Potomac, en la sede central de la CIA, remata el periodista. En una entrevista con el autor del libro, el general Fernández Monzón, quien viajó a Washington como enlace entre el SECED (servicios de información creados por Carrero Blanco en 1972) y los cerebros norteamericanos de la operación, asegura «que todo estuvo diseñado por la Secretaría de Estado y por la CIA, y ejecutado, en gran parte, por el SECED, con el conocimiento de Franco, de Carrero Blanco y de pocos más».
Uno de los grandes objetivos de la época consistió en laminar cualquier conato de oposición de izquierda que no fuera controlable. Alfredo Grimaldos recuerda cómo los servicios secretos de Estados Unidos y la socialdemocracia alemana permanecieron vigilantes para impedir, por una parte, la posibilidad de una revolución tras la muerte de Franco y, además, aniquilar a la izquierda comunista. El 17 de mayo de 1979, en el XXVIII Congreso del PSOE, Felipe González Márquez impone la desaparición del término «marxismo» de los estatutos del partido. Unos años antes, este joven abogado sevillano (casi un desconocido para la oposición antifranquista) y otros compañeros de dirección, llegaron a Francia, al Congreso de Suresnes, con el apoyo de los oficiales del SECED, que les proporcionaron los pasaportes. Las órdenes de los mandos de la Brigada Político Social distinguían entre comunistas y socialistas a la hora de practicar las detenciones, según cuenta el comisario Manuel Ballesteros (exjefe de la Brigada Central de Información e implicado durante la Transición en numerosos capítulos de guerra sucia) a la periodista Pilar Urbano en el libro «Yo entré en el CESID».
Otro hilo conductor entre el antiguo régimen y los primeros años de la democracia reside en la judicatura. Esto se constata tanto por la permanencia de muchos jueces en sus cargos como por las resoluciones que adoptan. Hubo un «rigor excesivo», asegura Alfredo Grimaldos, contra la izquierda rupturista y, asimismo, una protección de la extrema derecha y las fuerzas policiales. En el periodo de la Transición, añade, «desaparece el Tribunal de Orden Público (TOP) franquista, pero todos los magistrados que colaboraron en la trayectoria de este órgano judicial permanecen instalados en los órganos judiciales de la Monarquía», añade el periodista. Por ejemplo, destacados magistrados del TOP pasan a la Audiencia Nacional (que incluso se instala en las mismas dependencias del TOP), creada mediante Decreto-Ley y a la que se otorgan competencias en materia de terrorismo. Entre otros ejemplos, Alfredo Grimaldos cita a Rafael Gómez Chaparro (juez que asimismo procede del TOP), quien archiva la investigación de los crímenes producidos en Montejurra en mayo de 1976; concede el permiso penitenciario a uno de los asesinos de los abogados laboralistas de Atocha -Fernando Lerdo de Tejada- que éste aprovecha para darse a la fuga; y pone en la calle a los ultraderechistas implicados en el asalto a la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense (enero de 1979).
El autor de «Claves de la Transición» dedica un capítulo completo del libro a la represión policial. No sólo resultan bien elocuentes las cifras (un centenar de muertos entre 1976 y 1980, incluidos los asesinatos por parte de elementos ultras). Existe un elemento cualitativo que subyace a estas acciones: «La violencia estatal, parapolicial y ultraderechista de la Transición se ceba, de modo especial, en los jóvenes que pelean por la ruptura democrática (…)», asegura el periodista. El año 1980 marca un punto crítico en la tendencia descrita. Sólo ese año 22 personas mueren asesinadas en atentados perpetrados por la extrema derecha. Según Grimaldos, durante la Transición, «ni en la Policía Armada ni en el Cuerpo Superior de Policía se produce el menor saneamiento. Tampoco en la Guardia Civil, que continúa ostentando su carácter militar». Además, «los elementos más ultras continúan ascendiendo en sus correspondientes escalafones». Como el comisario Roberto Conesa, celebérrimo torturador, que ya en 1939 provocó la caída de las «13 rosas», y en 1942 participó en la detención del militante comunista Heriberto Quiñónes. Muchos de estos policías, remata Grimaldos, «se benefician después de magníficos empleos como jefes de seguridad de bancos, grandes firmas automovilísticas y empresas públicas».
No resulta menos estremecedora la vivisección del «terror paralelo» que protagonizan las organizaciones y grupos de extrema derecha. «Durante los últimos años de la dictadura, explica el periodista, la policía política y los servicios de información del Régimen, crean el germen de varias bandas fascistas que van a tener un sangriento protagonismo durante la Transición». Agrega Grimaldos que el franquismo más ultra «se reorganiza en Fuerza Nueva y en varios grupos nazis que comienzan a surgir. El gobierno los protege, alienta e instrumentaliza, para neutralizar a la izquierda. Durante toda la Transición, la actuación de la extrema derecha será rentabilizada por los distintos gabinetes de Adolfo Suárez». Entre 1974 y 1980 se contabilizan cerca de cien siglas de grupos de ultraderecha. Desde el primer momento, Fuerza Nueva aparece relacionada con multitud de actos violentos. «La vinculación de los miembros de la organización encabezada por Blas Piñar con elementos del ejército y las fuerzas de seguridad aflora en todos los atentados criminales que protagonizan», explica el periodista. Estas vinculaciones se repiten en el caso de los grupos de fascistas italianos radicados en Madrid.
Grimaldos remata las «Claves de la Transición. 1973-1986» con el «trato privilegiado» que se otorga al nacionalcatolicismo durante esos años y que se prolonga hasta el presente. Los acuerdos de enero de 1979, que regulan la relación entre el estado español y la iglesia católica, se negocian antes de la entrada en vigor de la Constitución. Con la idea de que todo cambie para que todo continúe igual. Y son, claramente, «un trágala impuesto por la iglesia», a juicio del periodista. Sin ir más lejos, el Acuerdo económico de 1979 no implica sustanciales cambios respecto al Concordato de 1953. El estado español mantiene su compromiso de financiar a la iglesia católica y su régimen de exenciones fiscales. También conserva la iglesia su influencia en la educación. Además, Grimaldos tritura otro mito. El del cardenal Tarancón, quien a pesar de los vituperios de la ultraderecha y su afamada condición de eclesiástico moderado, declara en 1987 a Interviú a propósito de la guerra civil: «La iglesia se puso al lado de un bando porque los otros la querían aniquilar y no le dejaron otro camino». Atado y bien atado.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.