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El largo itinaerario del PSUC

Un viaje que ya dura ochenta años

Fuentes: Rebelión

A la memoria de Leopoldo Espuny Contaba Gregorio López Raimundo que, en 1954, cuando la policía lo llevó desde la cárcel de Carabanchel hasta el aeropuerto de Barajas para expulsarlo de España (después de la gran campaña mundial de solidaridad que consiguió su libertad aun a costa de un nuevo exilio) llevaba con él un […]


A la memoria de Leopoldo Espuny

Contaba Gregorio López Raimundo que, en 1954, cuando la policía lo llevó desde la cárcel de Carabanchel hasta el aeropuerto de Barajas para expulsarlo de España (después de la gran campaña mundial de solidaridad que consiguió su libertad aun a costa de un nuevo exilio) llevaba con él un pasaporte que tenía escrito en todas sus páginas: «Válido para un solo viaje». López Raimundo hizo caso omiso de la imposición fascista: volvió enseguida a España para proseguir el esfuerzo comunista de sus camaradas, atravesando los Pirineos con guías del partido que se jugaban la vida en cada misión, para vivir en la clandestinidad, mientras iba organizando los núcleos comunistas que trenzaban la resistencia al fascismo, pese a la dureza de la represión. Mucho se ha hablado de la gente del PSUC, de esos hombres y mujeres que desde la guerra civil han acompañado siempre las luchas populares por la libertad y la dignidad de los trabajadores: ellos son la organización que ahora cumple ochenta años de un largo viaje que no ha terminado.

Quienes formaron el PSUC eran esas personas capaces de combatir en los frentes de la guerra civil, de elaborar los periódicos de la resistencia desde los sótanos del fascismo, como esos Mundo Obrero o Treball hechos a mano por los presos del penal de Ocaña o de la cárcel Modelo de Barcelona; fue gente capaz de resistir años en las prisiones, de soportar las torturas, de arriesgar los despidos en el trabajo. Desde la guerra civil, con episodios no exentos de errores que no siempre se explican por el miedo y la clandestinidad, incluso arrastrando a veces los defectos del sectarismo o la arrogancia, la gente del PSUC ha estado presente en todos los momentos que nos explican, apostando siempre por la política unitaria, pugnando por articular grandes sectores sociales que han impulsado las ráfagas siempre precarias de los cambios progresistas, defendiendo el discurso democrático implícito en el proyecto socialista. Esa es la gente que ha caracterizado la trayectoria del PSUC, y ha contribuido a construir la crónica de las últimas ocho décadas. Porque nuestra historia, el relato vital de Cataluña y del conjunto de España, está tejida por ellos, y no sólo nos explica cómo somos, cómo hemos llegado hasta aquí, qué jirones de tantas vidas se han quedado en el camino, sino que también nos define: somos nuestra historia.

Recoger lo mejor de aquellos militantes que atravesaron la tierra putrefacta del fascismo, que guardaron la dignidad catalana sin resignarse a la derrota, sin aceptar el paisaje desolado de quienes adoptaron los ropajes del vencedor, fue el empeño de quienes reconstruyeron la razón y la casa colectiva del fantasma comunista que siempre recorre los territorios de la explotación y la injusticia. «Lo peleamos todo. Y todo, es todo. De las alcantarillas a la escuela de adultos». Así habla Custòdia Moreno, por ejemplo, una mujer que vivía en las barracas del Carmelo barcelonés en esos oscuros años de la dictadura fascista, y que expresa con rigor la determinación con que tantas generaciones se empeñaron en conquistar la dignidad. En esos territorios populares estaban los comunistas, porque el PSUC fue siempre eso: la lucha de los trabajadores, de los barraquistas, de los pobres, de los condenados a las cunetas de la historia por el dios sombrío de la explotación.

El PSUC fue imprescindible para construir un entramado democrático donde la palabra libre pudiera atravesar las fronteras del miedo. Pero nada ha sido fácil. Durante la Festa de Treball de 1977, Gregori López Raimundo alertó de las dificultades que comportaba el cambio democrático «sin que se haya producido una ruptura del aparato estatal franquista». Hoy podemos ver hasta qué punto era adecuada aquella observación cuando, casi cuarenta años después, todavía no se ha rehabilitado jurídicamente a las víctimas del fascismo, ni se ha reparado el daño y el horror causados. Llegaron, además, los años de la debilidad del PSUC, que tuvo que hacer frente, incluso, a la persistente obsesión de un secretario (de cuyo nombre no quiero acordarme, convertido en defensor popular) por arrojarlo al museo de los objetos inútiles, obligando, otra vez, a la paciente reconstrucción de los círculos diseminados de la razón socialista. Por eso, ahora, cuando sigue oyéndose con insistencia la voz de quienes quieren abandonar viejas trincheras recordándonos (como si no fuera una obviedad) que los partidos son instrumentos para el combate, utensilios para perforar el muro del sistema, es conveniente precisar que buena parte de las carencias democráticas y de la ferocidad de la revancha neoliberal de las últimas décadas se explican por la fragilidad de las herramientas históricas de los trabajadores, al igual que en Italia, donde la desaparición del PCI arrasó buena parte de la cultura democrática y antifascista del país, y abrió paso, otra vez, a la desacreditada socialdemocracia y a los nuevos y demagógicos populismos.

El PSUC forma parte de ese amplio contingente comunista que, con otras organizaciones progresistas, articuló la cultura democrática en Europa y en el mundo gracias a la victoria del antifascismo en la II Guerra Mundial, y, pese a la clandestinidad, la mantuvo, junto al PCE, en la España franquista. El PSUC, a lo largo de toda su historia, insistió siempre en que la democracia era un objetivo inseparable del socialismo que propugna, alimentó la centralidad de los trabajadores en la tradición del movimiento obrero surgido con la revolución industrial, defendió los derechos nacionales de Cataluña en la apuesta por una República federal española, y el objetivo del socialismo.

Algunas imágenes acumuladas en la trayectoria del PSUC, explican la relevancia y el carácter de un partido que siempre sostuvo la dignidad en los tiempos difíciles: López Raimundo, Teresa Pàmies y Francesc Boix (el fotógrafo de Mauthausen) esperando sentados en el suelo de la estación de Montgat, en el verano de 1937, cuando aún respiraba la digna república española. Un recorte del periódico La Vanguardia, con la noticia «Consejo de guerra contra un grupo de agitadores comunistas«. López Raimundo, entre Antoni Tàpies y Joan Brossa, en la primavera de 1978, en una escena donde los tres parecen interrogarse sobre los días que estaban por llegar. Dolores Ibárruri hablando con López Raimundo, junto a Enrico Berlinguer que sonríe mientras observa las gradas llenas de la Monumental de Barcelona, en mayo del mismo año. Un acto en las Casas Baratas de la Zona Franca, con una chica que reparte claveles rojos. Un hombre que mira el dibujo, de Josep Renau, de un hombre encadenado, en el México de 1952, con la leyenda «los puños en alto… el corazón comunista». Una risueña Montserrat Roig, junto a Rafael Alberti, en el primer viaje que el poeta hizo a Barcelona tras la larga noche franquista. Miguel Núñez y Gutiérrez Díaz, un día de febrero de 2004, en el Fosar de la Pedrera de Montjuïc, recordando a los dirigentes del PSUC (Numen Mestre, Pere Valverde, Ángel Carrero, Joaquim Puig Pidemunt) fusilados en el Camp de la Bota en 1949.

En estos ochenta años, el PSUC ha hecho un largo viaje, llevando entre sus filas desde Joan Comorera a Montserrat Roig, desde Marina Ginestà a Cipriano García, desde López Raimundo a Trinidad Gallego, de Neus Català a Gutiérrez Díaz, de Margarida Abril a Miguel Núñez, de Ovidi Montllor a Teresa Pàmies, de Vázquez Montalbán a Alfred Lucchetti, de Tomasa Cuevas a Leopoldo Espuny. Ahí está ahora, con ochenta años, junto al PCE, limitado pero firme, navegando en otros tiempos de confusión, de incertidumbre y temor ante el futuro, resistiendo el huracán neoliberal de los últimos años, enfrentando el vendaval de las derrotas, dispuesto, como siempre, a interrogar el futuro; un partido, que, a diferencia de aquel documento que le entregó la policía fascista a Gregorio López Raimundo, sabe que tiene entre las manos un pasaporte que no caduca porque no es válido para un solo viaje.