El rechazo explícito de la violencia de ETA por parte de la izquierda abertzale ha abierto un escenario inédito. La reacción del Gobierno ha oscilado entre la satisfacción moderada y la parálisis. Siempre con el ojo puesto en una oposición más preocupada en mantener la baza electoral de la firmeza antiterrorista que en allanar el […]
El rechazo explícito de la violencia de ETA por parte de la izquierda abertzale ha abierto un escenario inédito. La reacción del Gobierno ha oscilado entre la satisfacción moderada y la parálisis. Siempre con el ojo puesto en una oposición más preocupada en mantener la baza electoral de la firmeza antiterrorista que en allanar el camino a la paz. Lo cierto es que la nueva toma de posición va mucho más allá de lo esperado. Debería verse, pues, como un movimiento histórico, de mayor trascendencia que cualquier comunicado de ETA, que interpela a toda la sociedad.
¿Se habría llegado antes a este punto de no existir la Ley de Partidos? ¿O sin los instrumentos normativos y judiciales que, de modo más o menos arbitrario, han dejado fuera de juego a todo lo que se ha considerado «entorno de ETA»? Es difícil conjeturarlo. Pero hay algo seguro. Las políticas de excepción aplicadas contra la izquierda abertzale, sumadas a la errática deriva de ETA, habían generado una situación insoportable. Para sus bases, por supuesto. Pero también para muchos actores externos contrarios al recorte de libertades emprendido en nombre de la lucha contra la violencia terrorista.
No se está, pues, ante un acceso súbito de virtuosismo. El alto el fuego «permanente, general y verificable» de ETA no hubiera sido posible sin la Declaración de Bruselas impulsada por Brian Currin. Tampoco la apuesta de la izquierda abertzale puede reducirse a un simple episodio coyuntural. Tiene su origen en Declaraciones y Acuerdos como los de Anoeta (2004), Alsasua (2009) o Guernica (2010). Y es el resultado de un proceso largo, que incluye un profundo debate interno y externo con una pluralidad de organizaciones sociales y sindicales. Desde esta perspectiva, los estatutos de Sortu no deberían sorprender tanto. Reflejan, sí, una revisión radical de la propia cultura política. Pero es una decisión meditada, hija también de la necesidad de dar a una política de excepción una respuesta igualmente excepcional. Sólo así se explican algunos de los pasos dados. Desde el rechazo sin ambages de la violencia de ETA a la alusión al reconocimiento y reparación de todas las víctimas, en consonancia con los principios de Mitchell que inspiraron el proceso de paz irlandés, pasando por previsiones como la expulsión de los afiliados que incumplan la Ley de Partidos.
Algunos, como el exfiscal Mena, han llegado a calificar los nuevos estatutos de más «impecables» que los de cualquier otra formación. Otros, como el PP, han insistido en la falta de sinceridad y en la insuficiencia del gesto. ¿Qué ocurriría, sin embargo, si esta severa política de la sospecha se aplicara a su propio partido, que en un abrir y cerrar de ojos reconvirtió sin pudor a reputados miembros del aparato franquista en «demócratas de toda la vida»? ¿Cómo puede exigir condenas sin paliativos de todo tipo de violencia quien no la censura en el franquismo o la azuza contra los inmigrantes?
En 2007, el Tribunal Supremo estableció que para que un nuevo partido abertzale no fuera considerado «continuación de otros ilegales» debía exhibir «una actitud de condena o rechazo del terrorismo». El criterio es discutible. Lo innegable es que los estatutos de Sortu se ajustan escrupulosamente a él. Desconocerlo supondría poner en entredicho el alcance del principio democrático y del pluralismo político. Ciertamente, se podría haber ido más allá en el reconocimiento específico de las víctimas de ETA. Pero esto es una exigencia moral, no jurídica, cuya concreción también depende de la existencia de vías políticas que la faciliten.
En rigor, la iniciativa abertzale es lo suficientemente valiente como para emplazar a los poderes públicos a dar sus propios pasos. En una dirección clara: desmontar las medidas de excepcionalidad -muchas de ellas condenadas por la ONU y otras instancias internacionales- que han limitado el ejercicio de derechos de parte de la ciudadanía vasca. Para ello sería imprescindible que se abandonaran interpretaciones judiciales alambicadas utilizadas para evitar la resocialización de los presos, como la llamada doctrina Parot, o para impedir de manera arbitraria la libertad provisional de actores centrales en el proceso de paz como Arnaldo Otegi. En el ámbito penitenciario debería ponerse fin a una política de dispersión de presos que, además de discriminatoria, ha acabado por criminalizar a los propios familiares. En el ámbito legislativo, por fin, sería fundamental preparar una agenda para el diálogo que incluyera la recuperación de la legislación ordinaria en derechos como los de asociación, participación política o libertad de expresión.
Nada de esto puede conseguirse de la noche a la mañana. Sería imperdonable, empero, que los cálculos electorales de corto plazo o la falta de coraje político acabaran por frustrar la oportunidad de dejar atrás una situación de anomalía que se ha vuelto intolerable, no sólo para la izquierda abertzale, sino para muchos ciudadanos del resto del Estado. Y es que con ello no sólo se pondría en riesgo la consecución de la paz en Euskadi. También se daría carta de naturalidad a una excepcionalidad que, a la larga, sólo puede emponzoñar la vida política y social general, socavando los fundamentos sobre los que asegura sostenerse el Estado de derecho.
Gerardo Pisarello y Jaume Asens son juristas y miembros del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona.
rCR