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Una aproximación a la corrupción, hoy

Fuentes: Infolibre

Hace un año se publicó la Memoria de la Fiscalía Anticorrupción que informaba de su actividad en 2016. Y relataba, resumidamente, la problemática que es objeto de los 420 procesos por las formas más graves de corrupción en los que dicha Fiscalía venía interviniendo dicho año; cifra que, sin duda, ya se habrá incrementado. Compartimos, […]

Hace un año se publicó la Memoria de la Fiscalía Anticorrupción que informaba de su actividad en 2016. Y relataba, resumidamente, la problemática que es objeto de los 420 procesos por las formas más graves de corrupción en los que dicha Fiscalía venía interviniendo dicho año; cifra que, sin duda, ya se habrá incrementado.

Compartimos, como punto de partida de esta exposición, la posición clarividente de Vidal-Beneyto: «La lucha contra la corrupción es, hoy, el desafío fundamental de nuestra democracia». Y, llamaba a «un movimiento general de reprobación ciudadana» como «ejercicio de democracia participativa». El fenómeno de la corrupción en los Estados democráticos tiene causas estructurales que guardan relación con la organización del Estado y sus Administraciones y la ordenación de los poderes públicos. Entre otras, por la insuficiencia de los controles administrativos internos, que abdican de sus funciones por puro burocratismo con la consiguiente pasividad o, peor, por complicidades más o menos encubiertas con los gobernantes que debieran ser controlados. Y, desde luego, por ausencia de una efectiva respuesta sancionatoria administrativa o judicial.

En este último caso, por causas variadas, como la insuficiencia crónica de medios para hacer frente a conductas delictivas complejas -con rasgos propios de la criminalidad organizada-, que se emplea como coartada para justificar la lentitud, causa, a su vez, de una respuesta tardía y débil que conduce a amparar la impunidad. Cuando no, directamente, la falta de una plena neutralidad de jueces y fiscales para enfrentarse al poder económico o político, como se ha acreditado en la recientes recusaciones de magistrados de la Audiencia Nacional, por su vinculación al PP, para enjuiciar conductas delictivas como la causa de Gürtel. En otros casos, la Justicia favorece directamente a los poderosos mediante interesadas y retorcidas interpretaciones legales, como el rechazo por la Audiencia Nacional al enjuiciamiento del Presidente del Banco Santander creando la llamada doctrina Botín, en el caso de las «cesiones de crédito», para impedir su enjuiciamiento.

Son las obligadas consecuencias de un sistema basado en la lógica del mercado, en el enunciado de «enriquecerse». Así lo resumía el analista alemán Michael R. Krätke: «Corrupción, dinero negro, segundas cajas, engaño organizado y manipulaciones contables son prácticas corrientes en el mundo de los negocios». Una economía sustentada en la «codicia humana» es capaz de debilitar o destruir los mecanismos necesarios para garantizar la viabilidad de un sistema basado en el consenso del respeto a la legalidad democrática y a los derechos humanos. Por ello, la codicia, elemento esencial de estos delitos, cuando los sujetos de la corrupción son cargos públicos, va asociada ineludiblemente a una deslealtad a los principios y reglas del sistema democrático.

Para hacer frente a esta realidad tan compleja y difícil de enderezar hacia el imperio de la Ley y el respeto a los Derechos, debe partirse del conocimiento real de quienes, como gobernantes, están obligados a rechazar cualquier forma, por leve que fuese, de corrupción. Porque, ciertamente, parten de una posición de superioridad respecto de cualquier ciudadano, cualquiera que sea el grado de poder público que ejerzan. Porque «disfrutan de una especial capacidad de información e influencia» de la que carecen los ciudadanos, capacidad que les otorga una evidente superioridad sobre el resto de los ciudadanos y ciertas garantías de impunidad. Desde esta posición, es relativamente fácil caminar por el sendero de la corrupción. Que se compone, esencialmente, de los siguientes elementos:

  • Desviación de poder, es decir, no aplicar las normas al servicio del interés general.
  • Arbitrariedad, es decir, aplicar las normas en función de criterios personales ajenos a la estricta legalidad.
  • Favoritismo, es decir, hacer un uso del poder público en beneficio propio o de terceros.

La presente introducción se explicita rotundamente por la Sentencia de la Sala de lo Penal del TS (de 8/5/2018) confirmando la dictada por el TSJ de la Comunidad Valenciana el 8/2/2017 en el caso Gürtel-Fitur: «Lo característico de la corrupción no sólo es que determinadas personas cometan hechos delictivos patrimoniales, sino que la corrupción surge porque en el actuar delictivo se compromete al Estado y a la Administración, porque se realizan en los aledaños, o desde, posiciones de poder. La conducta típica en los delitos de corrupción se centra en la obtención de puestos dentro del Estado, directamente o a través de influencias, para delinquir, para obtener ventajas patrimoniales, para desmantelar al Estado, o para apropiarse del patrimonio del Estado. En ocasiones, desde esa ocupación, directa o indirecta, se utiliza el puesto estatal para extorsionar a personas, físicas o jurídicas, o para asegurarse la adjudicación de contratos, propiciando situarse en los dos lados de la contratación, como Estado y como adjudicatario de la concesión o del contrato, alterando las condiciones de la libre concurrencia. Son imaginables muchas formas de actuar, asegurándose el enriquecimiento personal y los favores del poder, desde dentro o a través de personas interpuestas. La reacción de los Códigos penales ha consistido en la tipificación de nuevas figuras penales. Junto a las clásicas de prevaricación, cohecho y malversación, han surgido nuevas figuras típicas, el tráfico de influencias, el fraude a la administración, etc., dirigidas a reprimir conductas antisociales en las que la lesión a la ciudadanía es mucho mayor que la que se deriva del coste patrimonial consecuente a un enriquecimiento ilícito, pues se ponen en cuestión aspectos básicos de la ordenación social como los principios de transparencia, de igualdad de oportunidades, de objetividad en el ejercicio de la función pública y, por ende, el propio funcionamiento del sistema democrático que se cuestiona con los comportamientos en los que el sistema de poder es empleado para el enriquecimiento de unos pocos en detrimento de la ciudadanía».

Todo ello lo resumió el Profesor Calsamiglia, calificando la corrupción, en cualquiera de sus formas, como un gran acto de deslealtad a la legalidad y, sobre todo, al Estado democrático.

Las carencias de la lucha contra corrupción

La corrupción, en sus más variadas formas, no solo sigue presente en la política de nuestras instituciones sino que parece cobrar un mayor protagonismo. Los datos económicos resultantes de ella son escalofriantes. «El Banco Mundial cuantificó en 2004 que el precio mundial de la corrupción superaba cada año el billón de dólares». El Fondo Monetario Internacional, en 2016, calculó que «los sobornos pagados en el conjunto de las economías emergentes sumaban entre un billón y medio y dos billones de dólares anuales» y la Comisión Europea, en 2012,»estimó que el impacto de las malas prácticas en las finanzas públicas de los 28 países de la U.E. alcanzaba los 120.000 millones de euros anuales».

La corrupción «lleva aparejada un déficit de gobernabilidad y que sus prácticas obstaculizan el desarrollo económico…», lo que describe con detalle respecto a su incidencia en los países en vías de desarrollo, en los que genera y profundiza la pobreza.

Todo ello conduce, a una corrupción que, en palabras del Profesor Soriano, es «omnipresente, persistente, abrumadora y oscurantista». Ante ello, Transparencia Internacional en el Informe global de la corrupción de 2007 exigió: Independencia, Transparencia, Recursos adecuados y Rendición de cuentas. Pero, sin negar que se producen algunas respuestas legales, son más que insuficientes.

Por ejemplo, en la Ley Orgánica 3/2015, de «control de la actividad económica-financiera de los partidos políticos», algunos avances se produjeron, pese a que se mantienen incólumes normas que impiden la máxima independencia y transparencia de los mismos. Como el benévolo tratamiento de la financiación de los partidos a través de las Fundaciones, que, como es sabido, es una de las vías más oscuras de la financiación de los partidos de las que forman parte.

Después de cuarenta años de Constitución, por fin se acordó suprimir una previsión que nunca debía haber sido admitida. Consiste en prohibir que las «entidades de crédito» efectúen condonaciones totales o parciales de deuda a los partidos políticos. A tal efecto, se entiende por condonación «la cancelación total o parcial del principal del crédito o de los intereses vencidos». Era un privilegio antidemocrático y evidentemente corruptor de que, a diferencia de la ciudadanía, gozaban los partidos. Además, se incluye una previsión que expresa implícitamente lo que hasta ahora era posible: que los partidos en sus relaciones con las entidades de crédito acuerden que «el tipo de interés que se aplique (no) puede ser inferior al que corresponda a las condiciones de mercado»(?) Una muestra más del trato privilegiado que la ley y las entidades financieras han otorgado siempre a los partidos.

En cuanto a la persecución penal de la financiación ilícita de los partidos, era una exigencia planteada hace quince años por la Fiscalía Anticorrupción que, como tantas otras propuestas, cayeron en el más absoluto vacío. Vacío que ha estimulado el crecimiento desorbitado de la corrupción política. Entonces, decíamos así: «Una de las medidas a adoptar debe ser la tipificación como delito de la financiación ilegal de los partidos políticos precisamente dado el relevante papel que les otorga el artículo 6 de la Constitución en la organización del sistema democrático. Así lo ha considerado también la Conferencia del Consejo de Europa de los Servicios Especializados en la lucha contra la corrupción celebrada en Madrid en octubre de 1998″. El Estado no ha podido sustraerse por más tiempo a configurar como último instrumento una reacción de naturaleza penal ante hechos que, además de revestir una evidente gravedad, están situados de lleno en el ámbito de la corrupción pública con los efectos devastadores que ya han sido denunciados en repetidas ocasiones por el Consejo de Europa. Así resulta de la reforma del C. Penal aprobada por la Ley Orgánica 1/2015, del 30 de marzo. Una reacción penal patentemente moderada que no guarda proporcionalidad con la gravedad de la conducta, ya que solo si la donación prohibida es superior a 500.000 euros la sanción penal es relevante. La sanción prevista para el tipo básico es de una irritante levedad y más que improbable aplicación en los supuestos agravados.

Además, continúa sin incorporarse al Código Penal, en cumplimiento de la Recomendación contenida en el Art.20 de la Convención de NNUU contra la Corrupción, de 2003, el delito de «enriquecimiento ilícito o injusto de los cargos públicos electos…», que estaba incluido en el Acuerdo del Congreso de Diputados de 14 de Marzo de 2013.

Podría continuarse con las manifiestas insuficiencias de la Ley 3/2015 sobre incompatibilidades de Altos Cargos, que continúa sin resolver el gravísimo problema de las puertas giratorias y otros como la exigible publicidad de las Declaraciones de Bienes y Derechos de dichos cargos públicos. Destacando también el vacío legal existente respecto de los lobbies, que representan, como ha expuesto el exfiscal Castresana, la capacidad de los poderes económicos para constituir un factor de abuso de informaciones privilegiadas o de actividades completamente opacas en los delitos de tráfico de influencias.

A ello habría que añadir el trato favorable desde todos los Gobiernos a la corrupción a través de la concesión de indultos. Un anticuado privilegio regio sigue siendo un instrumento del Ejecutivo central para suavizar o anular penas de condenados por corrupción. Exactamente, desde 1996, 227 condenados por dichos delitos han sido indultados total o parcialmente.

Una respuesta positiva: La Agencia Valenciana contra la Corrupción y el Fraude

La Agencia de la Comunidad Valenciana (creada por la Ley autonómica 11/2016, de 28 de noviembre), representa un gran avance en el planteamiento procesal del combate contra la corrupción en el marco competencial que le corresponde. Parte sustancial de dicha ley debería ser asumida por las leyes estatales sobre la materia.

Es necesario destacar su fin básico: «Prevenir y erradicar el fraude y la corrupción de las instituciones públicas valencianas y para el impulso de la integridad y la ética pública». Naturalmente, desde su «independencia» de las Administraciones Públicas.

Entre sus fines, deseo resaltar dos del Art. 4.a) y d): «La prevención y la investigación (…) del uso o destino irregular de fondos públicos y de conductas opuestas a la integridad o contrarias a los principios de objetividad, eficacia y sumisión plena a la ley y el derecho» y, además, «…garantizar los máximos niveles de integridad, eficiencia y transparencia, especialmente en la contratación pública».

La protección de los denunciantes de la corrupción

En este ámbito, puede apreciarse con crudeza que aquellos que ejerciendo una función pública -fuera de la Administración de Justicia-, en cumplimiento de sus deberes institucionales tienen conocimiento de conductas de sus superiores jerárquicos que pueden ser constitutivas de delitos de corrupción están, como norma general, absolutamente desprotegidos.

Lo que genera varias consecuencias. Que si, por razones fundadas en la naturaleza ilícita de la orden que recibe, se opone a su cumplimiento queda expuesto a un acoso más o menos intenso que dificultará el ejercicio de sus funciones y hasta la continuidad en su cargo a través de medidas disciplinarias. Además de la posibilidad de ser víctima de actuaciones civiles o penales por supuestas lesiones al derecho al honor de los presuntos corruptos.

Ante esta realidad, el sistema legal español no contempla ninguna medida para amparar a dichos funcionarios, para crear una barrera de medidas que los protejan frente a quienes, presuntamente corruptos, pueden amenazarlos, coaccionarlos y hasta expulsarlos de la función pública generándoles daños personales y profesionales muy graves, todo desde una absoluta impunidad. Y continúa ocurriendo. Con motivo de la apertura de un proceso penal contra la empresa pública Acuamed, los cuatro empleados que denunciaron a sus superiores las irregularidades que estaban cometiendo han sido despedidos. Uno de ellos ha dicho: «Nos presionaban y nos amenazaban con el despido disciplinario».

Pero tiene solución, si los Gobiernos de turno se hubieran tomado en serio acabar con la corrupción o reducirla drásticamente. Bastaba con aplicar, como estaban obligados, el Art. 33 de la Convención de NNUU contra la Corrupción, vigente en nuestro país desde 2006. Dicho precepto dispone que «cada Estado Parte considerará la posibilidad de incorporar en su ordenamiento jurídico interno medidas apropiadas para proporcionar protección contra todo trato injustificado a las personas que denuncien ante las autoridades competentes, de buena fe y con motivos razonables, cualesquiera hechos relacionados con delitos tipificados con arreglo a la presente Convención». Llamamiento reiterado por el G20 en 2010, en Seúl, al reclamar «proteger de acciones discriminatorias y represalias a los denunciantes que informen de buena fe sobre actos sospechosos de corrupción». El 25 de noviembre de 2011, la OCDE hizo público su informe, titulado G20 Anti-Corruption Action Plan. Action point 7: Protection of Whistle blowers. Aún no se ha incorporado a nuestra legislación.

Continúa el silencio de las autoridades políticas ante esta realidad. De esta forma se constituyen en cómplices o encubridoras de los cargos públicos que, además de ser corruptos, gozan de impunidad para hostigar a quienes les denuncian. Es evidente que la Ley 19/1994, de protección de testigos, es manifiestamente insuficiente, entre otras razones porque la función que desarrolla el denunciante es radicalmente distinta de la del mero testigo y está expuesto a muchos mayores riesgos, como revela la actual persecución del ciudadano Falciani, que tanto colaboró con su denuncia ante las autoridades españolas en el conocimiento del fraude fiscal masivo cometido por acaudalados ciudadanos españoles.

Como pueden advertir, estamos aún lejos de un marco legal amplio y riguroso que haga frente eficazmente a tan potente enemigo.

Pero, aparte de otros avances que se echan de menos en la legislación estatal en el ámbito de la cooperación entre instituciones públicas, el gran salto hacia delante de la Ley de la Agencia valenciana es, sin duda, el Estatuto de la persona denunciante. No solo para garantizarle la «confidencialidad» sino, y esto es un ejemplo para el conjunto de la normativa europea incluida la española, para que «no sufran (…) ningún tipo de aislamiento, persecución o empeoramiento de las condiciones laborales o profesionales ni ningún tipo de medida que implique cualquier forma de perjuicio o discriminación». Y esta previsión es importante porque va acompañada de medidas cautelares para garantizar el cumplimiento de dicha protección. Es un verdadero paradigma, que, más temprano que tarde, debería cumplir el Gobierno del Estado. Si esta previsión ya estuviese en la normativa estatal, además de haberse evitado evidentes abusos contra los denunciantes, seguro que la ciudadanía, en general, habría asumido con más intensidad su compromiso contra la corrupción.

El camino es, pues, muy largo, pero solo las instituciones no podrán acabar con la corrupción, es indispensable la colaboración ciudadana. Mientras tanto, el actual Gobierno está obligado a impulsar las leyes necesarias para suplir tantas insuficiencias frente a ese devastador fenómeno delictivo.

Carlos Jiménez Villarejo es jurista y fue fiscal Anticorrupción entre 1995 y 2003.
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