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¿Subversión del patriarcado?

Una aproximación a la obra de la escritora cubana Ena Lucía Portela

Fuentes: La Jiribilla

En los primeros acercamientos a la obra de Ena Lucía Portela me llamó la atención principalmente que la violencia era una preocupación constante que articulaba el conjunto de su obra -y cito de La sombra del caminante a la propia autora: «En nuestra época una historia sin violencia no es ya una historia. Es, en […]

En los primeros acercamientos a la obra de Ena Lucía Portela me llamó la atención principalmente que la violencia era una preocupación constante que articulaba el conjunto de su obra -y cito de La sombra del caminante a la propia autora: «En nuestra época una historia sin violencia no es ya una historia. Es, en el mejor de los casos, una historia de segunda»-, me propuse entonces analizar cómo se manifestaba esta en sus novelas e indagar su funcionalidad pero al respecto no diré mucho, pues este es tema del próximo coloquio.

Cien botellas en una pared[1] refleja un contexto determinado: la Habana en crisis de los años 90, la Habana que ha presenciado el desmoronamiento de los valores anexos al gran proyecto social debido a la fuerte crisis económica. Mundo caótico entonces, los elementos que lo conforman se encuentran en estado crítico: el primero de ellos, evidentemente, el poder que se expresa mediante mecanismos de producción de conductas y modos de pensar. Si en una sociedad -como la descrita por Portela- donde, a causa de una profunda crisis aflora la violencia, esta determinará la forma de socialidad que establezcan los individuos, puesto que la interacción entre sujetos también será alcanzada por ella.

Cien botellas… trata fundamentalmente sobre la violencia doméstica, catalogada por un personaje como la peor de todas las formas en que aquella puede expresarse, puesto que la familia es la célula principal de la sociedad. Por ende, si la institución familiar resulta socavada por la crisis, es imposible entonces que existan relaciones orgánicas entre los distintos sectores sociales.

Ante este contexto de violencia y crisis, la autora propone una reorganización -distinta- de todos los valores, que se basará en un discurso genérico. Mientras la paternidad y la virilidad son denigradas por sustentar lo hegemónico, la homosexualidad y lo femenino son potenciados. Dicha proposición autoral no plantea una sacudida estructural de las relaciones de poder, tan sólo una subversión de estas y el paso de una hegemonía masculina a una hegemonía femenina. Pero, si la transformación propuesta no es revolucionaria -en el sentido gramsciano de cuestionamiento de la producción espiritual instaurada por la ideología hegemónica- al menos concibe la esperanza de que en un sistema matriarcal, las cosas serán diferentes para las mujeres, ancestrales víctimas de la violencia masculina y, a fin de cuentas, sexo/género de Portela.

Es en el triángulo conformado por los tres personajes principales de la obra donde se hace más latente este concurrir de poder y violencia que caracteriza toda relación esbozada en ella. Este triángulo se presenta desde el primer capítulo por uno de sus integrantes: Zeta, la narradora-protagonista de la historia y víctima de los desmanes de ambos, su pareja Moisés y su mejor amiga la escritora Linda Roth.

Moisés -lo presento primero pues la autora así lo hace-, si pensamos que no debe haber sido nada ingenua la selección porteliana de este nombre, es profeta bíblico y testigo de la palabra divina, pero niega en la obra muchos de los preceptos sobre los que funciona la Iglesia. Abandona a su familia y reniega de ella; comete actos de violencia contra cualquier ser humano; lejos de amar al prójimo es un misántropo irremediable y carece de espíritu gregario -sobre este último, básicamente, funciona la institución católica-. En resumen, si el profeta y enviado de Dios era una especie de padre justo, el Moisés de Cien botellas… es exactamente la negación de todos los valores de aquel.

Este personaje es (o fue antes de perder la cordura), efectivamente un representante no ya de la ley divina, sino de la humana, en tanto magistrado del Tribunal Supremo de la República. Lógicamente esto lo ubica dentro del poder, realzado por su sexo. Ello implica que, a pesar de estar completamente fuera de sus cabales, sería apoyado por los jueces si Zeta decidiera -como lo aconseja su amiga Linda para revertir la violencia de que es víctima- privarlo de su virilidad a manera de justicia. Según palabras de la protagonista: «…en nuestro país aún se aplicaba la pena de muerte, la mayoría de los jueces eran hombres y, probablemente, nuestra cariñosa faena no les haría ninguna gracia, sobre todo por tratarse de un antiguo colega» (23).

O sea, en una sociedad patriarcal -como es esta-, la masculinidad del personaje es defendida por sus iguales, aunque él execre de ellos. Si en la sociedad de clases, el poder ha de reproducirse y mantenerse dentro de la misma clase; en una sociedad donde el género condiciona la detentación de este, el poder masculino también deberá mantenerse dentro del género. Esta bien pudiera ser una de las ideas que llevan a la solución final de establecer una hegemonía femenina, preferentemente lésbica, para que así la subyugación masculina sea total.

La dominación que Moisés personifica, es propugnada por algunos elementos dignos de mención: su masculinidad en un mundo patriarcal es el primero, seguido por su alto cargo en el aparato jurídico del Estado. Como último aspecto cabe mencionar algo nuevo, la extensa cultura del personaje. En él se encuentran todas las referencias a la filosofía y a la cultura greco-latina, lo que, desde la óptica de la narradora, constituye otro aspecto de su superioridad. Subrayo esto pues luego hablaré de estereotipos de géneros y esta supuesta superioridad intelectual masculina es uno de ellos.

En el personaje de Zeta también es significativo el nombre. Al respecto dice: «Mi nombre es Zeta, lo que no deja de suscitar todo tipo de cuchufletas por parte de Linda con respecto a mi posición en el alfabeto, idéntica según ella a mi posición en la vida» (28). Y es que Zeta de alguna manera se siente inferior, no sólo a Moisés o a Linda, sino a cada ser con que se relaciona, lo cual se evidencia en la articulación de su discurso.

La automarginación o la marginación a que otros la someten y que ella tácitamente acepta, es un interesante aspecto en cuanto a su construcción, pues como Linda, Zeta es graduada de Filología en la Universidad de La Habana, lo que debería garantizar auto-confianza, al menos en el plano intelectual. Pero no ocurre así y llega a decir de sí misma: «… pienso en Moisés. No se trata de pensar en el sentido recto, lógico, riguroso de la palabra. Eso creo que nunca he sabido hacerlo. Qué pena, con lo importante que es» (26).

Sin embargo, Zeta es una mujer independiente económicamente. Siempre lo ha sido, pues la casi ausencia de una figura paterna autoritaria así lo determinó. Desde niña tuvo que cuidar de sí misma y todo lo que aprendió, comenzando con peinarse una vez al día hasta «los rudimentos de la mecánica automotriz, o sea, a desarmar y volver a armar un vehículo sin que sobre ni falte ninguna pieza» (40) fue aprendido por casualidad o por «ciencia empírica» (41). Y esto de que sea la mecánica la profesión de una mujer tan ordinaria, es otra de las pícaras transgresiones portelianas a los estereotipos genéricos. No obstante, en sus relaciones más cercanas crea una especie de dependencia artificial. Artificial, pues en la práctica afronta y resuelve sola sus problemas. Los personajes con quienes estrecha vínculos siempre son merecedores de su admiración. Al igual que hacia Moisés, los comentarios sobre su amiga Linda rezuman la admiración por esta y a la vez, reflejan un sentimiento de inferioridad: «…ella es la más sabia, la más perspicaz, la que se esfuerza por llevar la luz a mi vida tenebrosa» (23).

En resumen, el rasgo más significativo de Zeta, es la dimensión de inferioridad en que ella misma se coloca, la auto-discriminación en que se sume sin tener motivos reales para ello. En dicho sentido -a mi juicio- el personaje es resultado de un poder (patriarcal) que, siendo ubicuo, fija mecanismos para que su reproducción se ciña a la misma clase (o género) hegemónica.

La escritora judía Linda Roth es la mejor amiga de Zeta y tercera integrante de la tríada de poder en la novela. En su voz recaen muchos de los planteamientos de la ideología autoral, lo que legitima su discurso y propuestas a pesar de características suyas que pudieran ser consideradas como negativas desde el punto de vista más tradicional: su homosexualidad. Esto es motivado por la existencia en la obra de una subversión de los códigos en la caracterización de los personajes femeninos principales: Linda, que por ser judía y lesbiana debía ser el personaje más marginado, es potenciada por la autora como personaje positivo, mientras que todo en Zeta conduce a la marginación incluida su heterosexualidad.

Agrega Zeta sobre Linda: «mi amiga siempre ha sido la mata de la elocuencia, muy sofista, muy leguleya, muy capaz de demostrar que lo verde en realidad es rojo y viceversa, hay quien opina que debería dedicarse a la política» (83); «Fue implacable. Pródiga en recursos, más fría y dura que el témpano que descalabró al Titanic» (86). La Gofia, amiga y antigua pareja de Linda, cuya opinión es secundada por Zeta dice: «Verdad que la polaca arrebata a cualquiera, es una gran tipa, una mujer excepcional (…) Por algo le dicen el Ángel Exterminador» (159). Según esta representación, Linda tiene rasgos que suelen adjudicarse a personajes masculinos. Esto no está dado por su condición homosexual, sino que se debe a la mencionada subversión de los valores y a cierta voluntad de cuestionar el apego a fronteras de lo que implican una feminidad y masculinidad, ancestralmente consideradas antagónicas.

Recordemos también que el sentido común es un instrumento del poder, pues genera una conciencia alienada y una pasividad en el acatamiento del orden social. Yadelis, amiguita de Zeta, dice a propósito de Linda: «Ella se portó como un hombre, gordi, como un hombre -repetía estremecida por la admiración; decía «hombre» como quien dice «Dios» (…) Esa chiquita es durísima, tremenda pingúa» (71). Yadelis es un personaje marginal: jinetera, baja educación, negra, y su única aspiración en la vida es ser la mujer de… Por esto es natural que crea que el hombre es superior a la mujer y que una mujer que se porte con valentía no es una mujer valiente y corajuda, sino una mujer que «se porta como un hombre», lo cual es consecuencia de interiorizar la ideología de un régimen hegemónico masculino y sus estructuras sociales de opresión y perpetuación.

Lourdes Fernández en su ensayo «¿Roles de género? ¿Feminidad vs. masculinidad?», profiere una idea que sirve muy bien para explicar el sentido común en una sociedad de géneros:

Los pilares tradicionales de la masculinidad se encuentran muy asociados a la fortaleza tanto física como espiritual. La primera, además del buen desempeño y la excelencia, incluye la rudeza corporal y gestual, la violencia, la agresividad y la homofobia. La segunda, supone eficacia, competencia; así como el ejercicio del poder, la dirección y definición de reglas, la prepotencia, valentía e invulnerabilidad. La independencia, seguridad y decisión, son también expresión de fortaleza espiritual, unido a la racionalidad y autocontrol.[2]

El poder masculino, no sólo establece que el hombre es portador de estos valores espirituales, dejando a la mujer, en cualquier caso, relegada a un plano de inferioridad; sino que junto a su invulnerabilidad, le da una categoría de incuestionable en tanto «divino». Justamente este es el contenido de la didascalia donde Zeta aclara que la palabra «hombre», pronunciada por Yadelis, tenía un matiz de divino y sobrenatural. Esto es más significativo aún (en el sentido de significar), pues Dios es el máximo creador (desde un punto de vista religioso) y el Hombre, en tanto su representación terrena, encarna entonces la idea de la perfección.

Todo esto nos conduce a la forma en que Linda -símbolo de una hegemonía alternativa- encara al poder masculino establecido. Como decía al inicio, no hay un afán subversivo más allá de la mudanza del poder masculino a femenino y con los mismos instrumentos. Linda se limita a intentar tomar el poder ya determinado y no al replanteo de este. Si el resultado de esta subversión sólo será el trueque, de un género a otro, de los detentadores de poder, pero se mantendrá la hegemonía con iguales basamentos de violencia e imposiciones, no resulta extraño que la escritora asuma posiciones propias de aquellos que poseen el poder actual.

Aspecto interesante resulta el paralelismo entre Linda y Moisés, a quien la escritora «odiaba con la misma intensidad con que él los odiaba a «ellos»» (21). Ambos personajes constituyen las antípodas de un poder en medio del cual se ubica Zeta, quien soporta estoicamente sus desmanes y maltratos. Si Moisés es cruel con Zeta y le dedica toda clase de improperios, Linda no se queda atrás: «…piensa -dice Zeta- que soy una degenerada con media neurona cuando más y que valgo menos que una lombriz de caño sucio. Hasta se avergüenza de mí, pobrecita» (21). La propia Zeta se percata de la gran semejanza entre sus dos seres queridos que compartían ese instinto de responder con violencia a todo lo que les resultara adverso y «fregaban el piso» con ella, uno literalmente y la otra de manera metafórica.

Linda cree que la violencia ha de estar dirigida hacia los hombres como único medio de subvertir el orden patriarcal del mundo. Prefiere para la mujer el prototipo atlético para que así sea capaz de enfrentar físicamente a un hombre si quisiera, que es ahí donde está la gracia, según sus propias palabras. Considera la violencia una posibilidad a la que no hay que llegar necesariamente siempre que el otro reconozca que es una víctima en potencia. De cierta forma plantea que, de haber un consenso sobre quién está en capacidad de ejercer la violencia y, como en todo consenso, de respetarse esta virtualidad, puede prescindirse del ejercicio de esta. Moisés, en cambio, se dedica al ejercicio de la violencia sin considerar que el temor a esta puede ser un sustituto de su propia ejecución. Por ello y por otras razones ya esbozadas, despliega «todo su esplendor belicoso» (178). Como ya se dijo, la violencia en él es símbolo de la decadencia del poder que representa. Más que un misógino es un misántropo.

La diferencia fundamental entre ambos estriba en la potencialidad/ actualidad de la violencia y esto a su vez se asocia a los poderes por ellos significados. El poder que Moisés simboliza es anquilosado y necesita imponerse mediante la represión, pues el consenso, como el contexto, está en crisis. Linda, por su parte, es integrante de una resistencia que se opone al poder masculino: tanto el instituido como el que, a causa de la decadencia, se ha vuelto violento. Por ello la represión no se adecua tanto a sus pretensiones de instaurarse en la dominación como sí pudiera hacerlo la producción de consenso. El paralelo entre ambos es advertido por Zeta, quien cuenta de su amiga que «durante su última y tempestuosa visita había fregado el piso conmigo. Que si la imbécil, que si la víctima, que si la mujer de los países islámicos. Me había tratado muy mal, casi con el mismo desprecio que Moisés, como si yo fuera una cucaracha o algo así» (217).

Otro aspecto que realza el parecido de Linda y Moisés es la relación de pareja de esta con Alix (al menos el final de ella). Si durante toda la narración Linda se había limitado a ejercer la violencia simbólica, en el capítulo décimo -Disparos en el piso veinte-, lleva a cabo la materialización de la violencia física y se concreta así la analogía.

Su romance con Alix, después de dos años, estaba en pleno e irreversible deterioro, por lo que Linda en una discusión le dijo que se fuera de su apartamento, donde vivían juntas. Tras un forcejeo en el que Linda sacó un arma con la que fue herida, aprovechó la inmovilidad de Alix al ver la sangre «para rajarle un búcaro en la cabeza a su gran amor. ¡Crash! Alix cayó redonda al piso. Mi amiga no perdió tiempo preguntándose qué había hecho. Se bestializó. Había acumulado mucho rencor y estuvo dándole patadas y más patadas a la muchachita del pelo negro, patadas por el estómago, por el pecho, por la cara, hasta el cansancio (esta escena me resulta familiar, pero no se lo diré a Linda, qué va). Luego la arrastró cual saco de papas al ascensor, bajó con ella al garaje, la montó en el Mercedes y la echó a la calle, medio inconsciente y bañada en sangre, a un par de kilómetros de allí» (236).*

Lo interesante no se limita a que Linda, como Moisés, llegue a un nivel tal de enfurecimiento que golpee a su pareja sostenidamente, incluso a pesar de la imposibilidad de esta de defenderse. Lo realmente interesante es que Moisés, tras una de las golpizas en que dejó a Zeta muy lastimada, la llevó al hospital y esperó a que saliera; mientras que Linda, en la misma situación dejó a su ex-novia tirada en la calle, sin identificación, inconsciente y muy mal herida.

Analicemos ahora la maternidad, esencia -dicen- de lo femenino. A pesar de lo desalentadora que resulta la propuesta final de esta novela, el embarazo de la protagonista de alguna manera funciona como rayo de luz esperanzador. En El pájaro: pincel y tinta china, a Fabián, personaje protagónico cuya pareja queda embarazada, «aquello de reproducirse le parecía diabólico, más bien propio de las lombrices y las amebas, de negros, indios y chinos, del subdesarrollo más basto».[3] Por eso, tras un accidental aborto a los ocho meses de gestación, Camila, la madre frustrada, se cuestiona si «hay en nuestro tiempo (…) un lugar mejor para los restos de un Zaratustra, un varoncito o algo así, que una cubeta llena de algo sanguinolento».[4] En su segunda novela, La sombra del caminante, ni siquiera hay referencias a la maternidad. Esta, la más desesperanzada de todas las novelas de Portela, concluye con el suicidio del protagonista doble Gabriela/ Lorenzo, solución final a todas luces individualista. Considero pertinente agregar que el exergo de Roberto Friol: La pelota de colores es la pelota de la ira, que rueda rencorosa por la playa, como en la novela que analizamos, prefigura el tono de la obra que encabeza. Si las palabras de Anna Ajmátova traslucen esperanza (Algo pequeño ha decidido vivir), las de Friol sólo anuncian el acíbar que caracterizará la totalidad de la novela.

Este rechazo a la maternidad -lo tocante a la paternidad es distinto- está muy relacionado con el nuevo mundo en el que se quieren subvertir las relaciones genéricas de poder. En el mencionado ensayo de Lourdes Fernández se plantea:

La maternidad se convierte en la exigencia social que da sentido a la vida de la mujer, el eje de la subjetividad femenina, de su identidad genérica y personal (…) La conformación de estos arquetipos culturales y de patrones de comportamiento según los sexos, desde un punto de vista psicológico, producen en la pareja una relación de subordinación y dependencia de la mujer, ‘sexo débil’ hacia el hombre ‘sexo fuerte’.[5]

Si la maternidad constituye para la sociedad patriarcal la única fuente de sentido en la vida femenina, lógicamente, una subversión que no vaya a la raíz del sistema que impone esta ideología, lejos de sembrar el cuestionamiento de dicha idea, censurará la maternidad. Al no constituir este cambio una subversión de la «producción de Verdad» continuará la reproducción del proceso de transmisión de roles que, en el sistema de poder derrocado constituía «elemento esencial en la identidad genérica» y la única forma de cambiar esto será mediante la negación de los preceptos que lo sustentaban.

Por ello me parece tan interesante que el personaje protagónico de esta tercera novela conciba el ser madre como uno de sus sueños y objetivos en la vida, aun inmersa en un ambiente donde la reproducción es abominada. No quiere esto decir que la criatura por nacer sea considerada un Mesías ni nada semejante; pero, indiscutiblemente, todo aquello por nacer suele ser símbolo de algo mejor por venir. El embarazo es para Zeta, no ya otro mecanismo evasivo, sino aquello que la impulsa a dar un cambio en su vida y a salir del círculo de la violencia, aunque esto sea propiciado no por ella misma, sino por Alix mediante un acto de violencia: en la penumbra del cuarto, deja una ventana abierta a través de la cual se precipita, accidentalmente, Moisés y muere. He aquí lo que yo calificaba como propuesta desalentadora. Si bien Zeta no participa de esto, la violencia sólo termina con otro acto de violencia. La resistencia pasiva, los demás mecanismos de evasión y el advenimiento de una nueva vida, no son suficientes para contrarrestar o eliminar la represión. Por tanto, sólo con el asesinato del tirano, terminan sus actos asesinos.

Y hay en esta muerte dos detalles muy significativos: su perpetrador y la muerte en sí. Moisés, figura déspota y tiránica, no es empujado -al menos no directamente- por la ventana, sino que cae por su propio peso. Esto parece ser una advertencia metafórica de lo que acontecerá a todos aquellos que, más allá del consenso, basen su poderío en la represión. Al narrar cómo Moisés se precipitó al vacío por pura inercia, Zeta comenta: «Linda, que jamás se interesa por las ciencias, hizo algunos comentarios más bien cínicos sobre las implacables Leyes de Newton» (265).

Además, no es casual el hecho de que sea Alix quien, conscientemente, deje la ventana abierta para que Moisés, a tientas, se precipite por ella. Alix -lesbiana- forma parte de esa hegemonía alternativa que intenta desplazar a los hombres para establecer un poder netamente femenino. Entonces, de manera indirecta, la muerte de Moisés es provocada por una representante de ese grupo que considera a los hombres como «animales apestosos». Que sea un asesinato está en correspondencia con la construcción de Linda -máxima representante del afán por instaurar el poder femenino- y con la oposición que esta intenta ejercer, desde su individualidad, ante los detentadores del poder establecido. Si, como ya habíamos visto, a Linda sólo le interesa derrocar la hegemonía masculina para implantar una femenina con iguales características, y ventajas sólo para las mujeres, no es incoherente que combata a un representante del poder represivo desde la misma violencia que él practica.

Moisés constituye en la obra símbolo de poder y Zeta el ente sobre el cual él ejerce su autoridad por lo que la relación entre ambos no puede sino ser de antagonismo. Si además Moisés «ha perdido la chaveta», no tiene ya la capacidad de dilucidar cuál es la forma más acertada de ejercer la dominación, por lo que en este estado de crisis no establecerá sino relaciones tiránicas.

Linda personifica una posibilidad de respuesta al poder decadente. Si bien pretende derrocar la hegemonía masculina, solo se plantea una subversión de los valores que aquella impone -los que considera anquilosados- y su consecuente sustitución por nuevos valores que reconfiguren la sociedad. Su propuesta es instaurar un poder femenino, pero no de una manera revolucionaria, gramsciana, o sea, de cuestionamiento y desestabilización de la ideología dominante, sino mediante la aplicación de los mismos mecanismos masculinos que ella deplora. Es decir, la violencia y la discriminación de género como medio de detentación del poder.

Entre ambas posibilidades -la de Zeta es resistir pasivamente, sobrevivir- se impone la de Linda y esto de imponerse ya es significativo per se. El tirano que Moisés representa se precipita al abismo por su propio peso; pero este hecho ha sido determinado por la acción de Alix, seguidora de la ideología de Linda, quien lleva a cabo las acciones que posibilitan esta caída: la apertura del acceso al vacío. Esta propuesta no es nada esperanzadora, pues sugiere que la violencia solo acabará si se le impone otra forma de violencia. La resistencia y la pasividad no son lo suficientemente fuertes como para anteponérsele a la represión y acabar con ella sin usar sus propios mecanismos. No obstante, esta novela sugiere aunque de manera incierta, una salida que bien pudiera ser alentadora, pues algo pequeño ha decidido vivir y ese algo, aunque su madre no haya logrado ella misma alejarlo del clima de violencia en que fue concebido, nacerá alejado de este y de la tiranía patriarcal que la existencia de su padre supondría.

En resumen, el texto de Portela muestra una sociedad civil donde la hegemonía dominante está en pleno deterioro, por lo que hay un planteamiento, esbozado por un sector de esta sociedad, de subvertir la decadente lógica de verdad que protege la masculinidad y su poderío y en su lugar imponer otra lógica matriarcal. Quizás este nuevo sistema, en tanto usa los mismos mecanismos del que quiere subvertir, tampoco resulte operante a la sociedad civil y su desarrollo; pero al menos concibe la eliminación de ciertas formas de discriminación al otro, como por ejemplo la homofobia.

[1] Ena Lucía Portela: Cien botellas en una pared, La Habana, Ediciones UNION, 2003.

[2] Lourdes Fernández Ríos: «¿Roles de género? ¿Feminidad vs. masculinidad?», En: Temas, No. 5, 1996, p. 19. (El subrayado es mío)

* El subrayado es mío.

[3] Ena Lucía Portela: El pájaro: pincel y tinta china, Ediciones Unión, La Habana, 1998, p. 38.

[4] Ídem. p, 53.

[5] Lourdes Fernández, Op. Cit, p. 19