En su sesión del 25 de mayo de 2011 de su seminario «¿Qué significa cambiar el mundo?», el filósofo francés Alain Badiou hace alusiones directas al movimiento 15-M y aporta algunos conceptos y juegos de distinciones altamente precisos, pertinentes y orientadores para pensar lo que (nos) está pasando. Me gustaría partir de la definición que […]
En su sesión del 25 de mayo de 2011 de su seminario «¿Qué significa cambiar el mundo?», el filósofo francés Alain Badiou hace alusiones directas al movimiento 15-M y aporta algunos conceptos y juegos de distinciones altamente precisos, pertinentes y orientadores para pensar lo que (nos) está pasando.
Me gustaría partir de la definición que os di la última vez de los que es una verdad política.
Os la recuerdo: una verdad política es el producto organizado de un acontecimiento popular masivo en el cual la intensificación, la contracción y la localización sustituyen a un objeto identitario, y a los nombres separadores que lo acompañan, por una presentación real de la potencia genérica de lo múltiple.
Voy a puntualizar cada elemento de esta definición recapitulativa.
Una verdad política es (un) producto.
Una corriente importante de la filosofía política sostiene que es una característica de la política la de ser extraña a la noción de verdad, y que desde el momento en que vinculamos la política a una noción cualquiera de verdad empezamos a caer en la presunción totalitaria. De ahí se deduce que no hay sino opiniones. Os daréis cuenta de que aquellos que dicen esto no mantendrían ni por un momento que en ciencia o en arte no hay más que opiniones. Se trata por tanto de una tesis específica sobre la política, cuya argumentación, que se remonta a Hannah Arendt, es que la política, que es la disciplina que tiene por objeto y desafío el estar juntos, debe dotarse de un espacio pacífico en el que puedan desplegarse las opiniones dispares, y que si hay una verdad, ésta necesariamente ejerce una opresión elitista sobre el régimen oscuro y confuso de las opiniones. Esta es la tesis que impera desde hace treinta años -desde la instauración del periodo de reacción cuyo comienzo yo ubico en los últimos años setenta- [19].
Lo que caracteriza el pensamiento político revolucionario es precisamente el hecho de concebir que hay una verdad en política y que la acción política es en sí misma una lucha de lo verdadero contra lo falso. Cuando hablo de verdad política no estoy hablando de un juicio sino de un proceso: una verdad política no es «yo digo que tengo razón y el otro se equivoca», sino algo que existe en su proceso activo y que se manifiesta, en tanto que verdad, en distintas circunstancias. Las verdades no son juicios anteriores a los procesos políticos que habría que verificar, aplicar, etc. Las verdades son la realidad misma en tanto que proceso de producción de acontecimientos políticos, de secuencias políticas, etc. Verdades, ¿pero sobre qué? Verdades sobre aquello que es efectivamente la presentación colectiva de la humanidad como tal -junto con la tesis de que una buena parte de la opresión política consiste en su disimulación. Cuando se decide afirmar que ‘no hay nada más que opiniones’, es la opinión dominante (es decir, la que tiene los medios de la dominación) la que se va a imponer como consenso o como marco general en el que puede darse el resto de las opiniones.
La verdad política arraiga en acontecimientos populares masivos.
No estoy diciendo que se reduzca a ellos: no es cierto que una verdad política no sea a fin de cuentas más que una especie de momento de revuelta o, como decía Trotsky, el instante en que «las masas suben al escenario de la historia», cosa que por otra parte no sucede todos los días. Como dice mi amigo Sylvain Lazarus, la política es rara (la política, claro está, en tanto que producción, en tanto que procedimiento de la verdad, porque lo que es el Estado está ahí constantemente).
Intensificación, contracción, localización.
Intensificación, en el sentido de que después de un levantamiento popular masivo hay una intensificación subjetiva general, que Kant ya había designado en el momento de la Revolución Francesa con el nombre de entusiasmo. Esta intensificación es general, por ser una radicalización de los enunciados, de las tomas de partido y de las formas de acción tanto como la creación de un tiempo intenso (se está en la brecha mañana y tarde, la noche ya no existe, la organización temporal queda trastocada, no sentimos ya el cansancio aunque estamos extenuados, etc.), lo cual explica el desgaste rápido característico de este tipo de momento. Un estado así no puede convertirse en crónico; crea la eternidad sin ser él mismo eterno. Sin embargo, esta intensidad va a desplegarse aún por largo tiempo después de la desaparición del acontecimiento que la vio nacer. Cuando la gente regrese a sus casas, dejará tras de sí una energía que va a ser ulteriormente recuperada y organizada.
Contracción. La situación se contrae en una especie de representación de sí misma, de metonimia de la situación de conjunto. Durante un tiempo esta contracción es universalmente reconocida: cualquier persona en el mundo sabe que los congregados en la plaza Tahrir pronuncian algo que concierne a todos. Es un rasgo general que, durante los levantamientos populares masivos, la «mayoría silenciosa» desaparece y toda la luz enfoca a la minoría que, por numerosa que sea, sigue siendo una minoría -una minoría masiva.
Localización. Una modalidad fundamental de existencia de todo esto es la creación de lugares políticos. Un lugar político es un lugar en el que tiene lugar el acontecimiento político masivo al que da existencia en una dirección universal. Un acontecimiento político no puede tener lugar en todas partes; un acontecimiento político tiene lugar en un lugar. Esos lugares pueden variar: los lugares políticos de mayo del 68 fueron edificios (la ocupación de la Sorbona, la del Odeón, la de las fábricas…), que no son la misma cosa que las plazas. Las significaciones, los modos de presencia no son los mismos.
Objeto identitario. El Estado crea las normas que determinan los derechos que confiere. El objeto identitario es aquel al que hay que parecerse lo más posible para merecer una cierta atención por parte del Estado. Si somos demasiado distintos del objeto identitario también recibiremos la atención del Estado, pero en un sentido negativo (sospecha, control, expulsión). En el caso del objeto identitario «francés» (del que nadie sabe exactamente el significado, que por lo demás no existe), el Estado puede hacer revisiones drásticas, y declarar un buen día que ciertas poblaciones que se pensaba que eran «francesas» no cumplen las condiciones de similitud respecto del objeto identitario.
Nombres separadores. Este término designa las diferentes maneras de diferir del objeto identitario ficticio; permiten al Estado separar de la colectividad a un cierto número de grupos, apelando así a medidas represivas particulares. Pueden ir desde «inmigrante», «islamista», «musulmán», «romaní» a «joven del extrarradio» y, en camino de constituirse ante nuestros ojos, «pobre». Yo mantengo que todo aquello que en la Francia de hoy es calificado de «político» por parte del Estado se limita a remover algunas consideraciones sobre el objeto identitario y los nombres separadores. Un acontecimiento popular masivo, cuando sucede, tiende por su naturaleza a abolir el objeto identitario y los nombres separadores que lo acompañan. Lo que viene a reemplazarlos es una presentación real, es la afirmación de que lo que existe es la gente que está ahí. Finalmente, hay que decir que ellos representan a la humanidad entera, pues aquello que los mueve en su intensa congregación localizada tiene un significado universal. Y eso es algo que todo el mundo percibe. ¿Por qué? Porque se trata de un lugar en el que, como el objeto identitario ficticio es en lo esencial inoperante o ha sido abolido, lo que actúa ya no es la identidad sino los nombres genéricos, es decir, aquello que concierne a la humanidad en general.
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Me gustaría ahora precisar la relación de la localización con la extensión. En efecto, a todo el mundo le ha impresionado el hecho de que, en los movimientos recientes en el mundo arabe, ha habido por un lado una intensidad extremadamente localizada y, al mismo tiempo, una extensión importante -y que aún está por decidirse- en cuanto a sus límites. ¿Cuáles son los procedimientos de esta extensión[20]? Yo veo ahí tres niveles distintos.
La primera forma de extensión (y la fundamental, desde mi punto de vista) está ligada al sentimiento de que ha habido una modificación brutal de la relación entre lo posible y lo imposible. El acontecimiento popular masivo crea una des-estatización de la cuestión de lo posible. Porque en el orden de la política, es el Estado el que declara lo que entra dentro de lo posible y lo que no (y esto lo hace también mediante mecanismos como el objeto identitario). Esta función le es arrebatada al Estado por el acontecimiento popular masivo; es la gente reunida la que prescribe una nueva posibilidad, comprometiéndose con la idea de que son ellos los que tienen la potestad de definir un posible. Esto es lo que crea las condiciones de una extensión. O, dicho de otra forma, esto es lo que ocurre cuando todo el mundo comprende que ya no se está en el mismo régimen de delimitación de lo posible y de lo imposible.
Por otra parte, está lo que podríamos llamar una deslocalización subjetiva del lugar, que hace que incluso in situ se produzca ya una extensión. Aquello que se dice en el lugar político no pretende valer sólo para un sitio en concreto, sino todo lo contrario. Los españoles lo han expresado muy bien: «Nosotros estamos aquí, pero esto es mundial, así que estamos en todas partes». La gente se reúne en el lugar para valer en todas partes. Y esta extensión inicial va ser reapropiada desde fuera por gente que dirá: «Como desde cualquier sitio puedo estar ahí, voy tratar de hacer lo mismo». Ahí hay un va-y-viene. Como la subjetividad de aquellos que han lanzado el asunto es ya una subjetividad de extensión universal, en sentido inverso se produce una identificación con respecto a ellos.
El tercer punto está ligado a la imitación de la forma. La forma de las cosas (es decir, el principio de localización) va a tratar de imitarla todo el mundo. Por ejemplo, hoy en día no puede hacerse nada si no se ocupa una plaza. Este punto es mucho más débil que los dos precedentes. Seamos platónicos: la imitación no es lo más fuerte. Se comienza siempre por la imitación de la forma -Platon dice que la imitación comienza por la superficie- cuando lo que hay que hacer es lo contrario: comenzar por la interioridad, por la subjetividad.
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Me gustaría igualmente ver con vosotros la relación entre presentación y representación. En mi definición de lo que es una verdad política está la expresión: «presentación real del poder genérico de lo múltiple». Las tentativas políticas de las que acabo de hablar son tentativas de sustraerse a la representación. En el referido caso español, ha habido una simultaneidad pasmosa entre la aparición de una presentación real (la reunión de la juventud en una plaza madrileña) y un fenómeno representativo (una victoria electoral aplastante de la derecha española). El movimiento ha tenido que declarar la vacuidad total del fenómeno electoral («no nos representan») en nombre de la presentación[21]. Es una lección: la posibilidad de una verdad política por un lado y la perpetuación del régimen representativo por otro se produce en una suerte de teatralidad (por otra parte ya presente en 1848: vid nota 3) de una manera a la vez simultánea y separada. Es una síntesis disyuntiva de dos escenas teatrales.
Disyuntiva, porque a través de un acontecimiento popular masivo lo que se produce es una separación de la representación; lo que se sostiene es que no hay que tener por realmente dado lo que es simplemente visible, que hay que saber ser ciego a la representación. Como dice René Char: «Si el hombre no cerrara de vez en cuando soberanamente[22] los ojos, terminaría por no ver más aquello que merece ser mirado» (Hojas de Hypnos, fragmento 59). Y dice de manera complementaria: «No te quedes en el atolladero de los resultados» (Hojas de Hypnos, fragmento 2). La representación es el régimen del resultado. No quedarse atrapado ahí significa que el proceso, en el terreno de la verdad política, cuenta más que el resultado. Si el movimiento se extendiese en Europa, algo que no hay que dar por sentado, llevaría inevitablemente a una fractura del término «democracia»: dos definiciones antagónicas (o al menos sin concordancia razonable) del término se enfrentarían necesariamente. La fractura de la única idea consensual entre las fuerzas políticas organizadas es una eventualidad que aquéllas en su conjunto pueden legítimamente temer. Pues semejante fractura le haría a todo el mundo plantearse la pregunta: «¿pero de qué democracia estás hablando?». Ya os imagináis que en esta eventualidad pongo yo todos mis deseos…
Notas:
[19] Y de la que puede que hoy estemos entreviendo el fin …
[20] Podemos ya señalar que la comparación con las revoluciones europeas de 1848 es propiamente fascinante: las congregaciones marcadas por una generosidad amplia e ingenua, la extensión en un área cultural (Europa en un caso, el mundo árabe en el otro), el sentimiento de una apertura, pese a las debilidades o las recaídas aquí o allá – apertura en parte vacía, es decir, que no posee aún la plenitud de su propuesta política, pero que, en tanto que apertura, sorprende precisamente por esta mezcla de contracción y de extensión.
[21] Hay que decir bien claro que el término que aquí queda fuera de circulación es el de izquierda: esta desaparece de la escena representativa en el momento mismo en el que sucede algo significativo que concierne al pueblo español.
Traducción: Álvaro García-Ormaechea
¿Qué significa cambiar el mundo? (seminario de Alain Badiou, 2010-2011)