«He aquí nuestra divisa: ¡Reunámonos, e instruyámonos, mejorémonos: tengamos patria, tengamos patria.» Don José de la Luz y Caballero. Cuando en su artículo sobre «La Instrucción pública», aparecido en el Mensajero Semanal, el padre Félix Varela afirmaba que «el fomento de la instrucción pública es una obligación que puede llamarse popular», y concluía […]
«He aquí nuestra divisa: ¡Reunámonos, e instruyámonos, mejorémonos: tengamos patria, tengamos patria.» Don José de la Luz y Caballero. Cuando en su artículo sobre «La Instrucción pública», aparecido en el Mensajero Semanal, el padre Félix Varela afirmaba que «el fomento de la instrucción pública es una obligación que puede llamarse popular», y concluía categórico que «la necesidad de instruir a un pueblo es como la de darle de comer, que no admite demora», estaba sentando los fundamentos sobre los que habría de basarse todo el pensar pedagógico que, en el caso singular de la historia de Cuba, quiere decir también el pensar filosófico, político, patriótico y esencialmente revolucionario que lo sucedería.
Si Varela tenía conciencia de que «tener» -ocuparse de- las escuelas era el único modo de «tener» a Cuba por la vía más perdurable en las cosas humanas, que es el fomento de sólidos valores morales porque «no hay patria sin virtud», su discípulo don José de la Luz y Caballero complementaría este pensamiento asumiendo que la educación de los niños que habrían de nutrir la población adulta de la Isla debía ser conforme a los elementos reales del país, y a sus posibilidades. Este concepto lucista, profundamente revolucionario sería retomado por José Martí como núcleo central del problema americano en su evangélico ensayo «Nuestra América», publicado en 1891, hace ya 120 años.
En sus Escritos educativos, precisará Luz que «ni en la substancia ni en el modo debe concebirse un plan para La Habana como se concebiría para Londres o para Berlín. Trátase de presentar el proyecto más aplicable al país, con arreglo a lo que se pide y con los elementos con que se cuenta.» Además de calificar de impropio y antipatriótico enviar a los niños a prepararse en el extranjero, con lo que sustituiría «una lengua extraña a la nativa» y contraerían «hábitos distintos y quizás contrarios a los de su futura sociedad», consideraba la educación de las nuevas generaciones como la mayor responsabilidad social en la que todos debían aportar su parte de manera oportuna y armónica: «contribuyamos, contribuyamos todos, y vosotros sois los primeros cooperadores natos, padres, profesores y patriotas, cada uno por su parte, para alcanzar el punto de perfección al que aspiramos.» El maestro del colegio El Salvador asumía la educación como un sistema integrado tanto en estructura como en contenido y aspiraciones. Dirá que «en la complicada máquina de la educación no hay rueda alguna indiferente, por más pequeña que parezca; todas han de conspirar simultáneamente a la unidad y uniformidad del sistema», pues aún cuando las reformas educativas podían hacerse en los niveles superiores, creía que «es más segura y más general yendo de abajo hacia arriba, o sea, de las clases primarias a las secundarias.» Aquel que, siendo sabio él, no dedicó su tiempo a poner lo que sabía en los «libros que agradecen» sino «en las almas que suelen olvidar», asumía que la práctica o la teoría, cada una por sí sola, valía muy poco, solo juntas cumplían su cometido, porque a pesar de los miles de libros publicados sobre educación, «por mi parte no vacilo en asegurarles que es más fácil hacer un libro que educar a un niño.»
De tal modo influyó este maestro en sus estudiantes que, sin necesidad de hablarles mal de España, los propios intelectuales españoles confesarían que Luz había educado una generación de cubanos en el odio a España, cosa que no es cierta en el sentido del empleo del odio como premisa, sino que lo que estos llaman «odio a España» no es para aquel «silencioso fundador» sino amor por Cuba. Por eso Manuel Sanguily recordará después como al sonar la hora de la libertad en La Demajagua, «aquella santa casa se quedó vacía». Además del contenido y el sentido de la educación cubana, uno de los discípulos de Don Pepe, el maestro Rafael María de Mendive, le añadirá en la práctica el componente de lo que pudiéramos llamar una «espiritualidad colectiva», al convertir su colegio San Pablo -porque Luz había llamado al suyo El Salvador- en lo que más tarde su alumno predilecto, José Martí, habría de considerar, refiriéndose al deber ser de toda escuela, como «una fragua de espíritus». Las tertulias frecuentes en la casa de Mendive, así como el hecho de que este maestro atraía a su escuela a muchos de sus amigos letrados, y también su vasta cultura, convierten al colegio San Pablo en un hervidero cultural, es decir, ideológico. Mendive, como Varela y Luz, asume la educación como un apostolado en el que, si bien las materias y los métodos impartidos podían instruir a sus alumnos, solo el ejemplo personal, el respeto y la inspiración del profesor podían verdaderamente educarlos. Y en este sentido la educación cubana establece desde sus orígenes su principio esencial consistente en que educar es mucho más que instruir la mente y ejercitar el cuerpo: es educar el corazón además de la inteligencia; prepararlo, no para cualquier tipo de vida, sino para la vida en Cuba conforme a los elevados principios éticos y humanistas que inspiraron en aquellos Padres Fundadores el ideal de República con vocación universal y una espiritualidad originalísima.
Será a su vez José Martí, el más universal de los cubanos, Maestro de su pueblo y Apóstol de su vida futura independiente, soberana y solidaria, quien complementará esa pedagogía con dos elementos que, si bien venían señalándose desde antes, no habían alcanzado el relieve necesario: el amor y la práctica. Lo que la insigne pedagoga cubana Lidia Turner Martí ha llamado la «pedagogía de la ternura», es lo que Martí pone por base del sistema educativo cubano a la altura en que lo encuentra y le aporta. Un elevado concepto de sí mismo en el hombre, porque el respeto propio es la base del respeto ajeno, y este a su vez es el fundamento primigenio sin el cual no puede organizarse una sociedad; la idea luminosa de no ofender jamás la dignidad humana en la propia persona ni en las demás, es la clave para el tantas veces socorrido y olvidado «amor al prójimo». Y la práctica, para que cada niño aprendiera por sí, con lo que se garantizaría el ejercicio propio a cada hombre.
El ideario pedagógico de José Martí se nutre de muchísimas fuentes, y tiene como elemento aglutinador la extensa cultura del Maestro; es universal porque sabe ajustarse a los límites de su espacio y de su tiempo, y a la vez los trasciende. De ahí que, después de Martí, los excelentes pedagogos que han pensado en Cuba se han inspirado en aquel su ideal de hombre que viviría en su República Moral, porque «sólo la moralidad de los individuos conserva el esplendor de las naciones». Siguiendo sus enseñanzas, se ha asumido lo mejor de la pedagogía universal, y se ha injertado en el tronco de la nuestra. Cuando no se ha sabido respetar este principio, se ha caído en errores. En la cartilla del maestro cubano, junto a las Cartas a Elpidio, del padre Varela, a los Aforismos de José de la Luz, y a los escritos pedagógicos martianos -que lo son todos- debe estar siempre esta definición acabada de lo que debemos entender por educar: «es depositar en cada hombre toda la obra humana que le ha antecedido: es hacer de cada hombre resumen del mundo viviente, hasta el día en que vive: es ponerlo a nivel de su tiempo, para que flote sobre él, y no dejarlo debajo de su tiempo, con lo que no podría salir a flote; es preparar al hombre para la vida.» La Campaña de Alfabetización, hace medio siglo, constituyó el mejor homenaje de la Revolución naciente a aquellos padres fundadores, maestros de escuela todos, que tuvieron la grandeza de soñar, en medio de las peores condiciones políticas y morales que pueblo alguno haya sufrido, en una nación singular que, tomando por fundamento la educación de sus hijos en el respeto a la dignidad humana y la justicia, exaltara las conquistas realizadas por el hombre a lo largo de su historia, y se protegiera a la vez de sus desvíos y retrocesos. El pueblo cubano ha estado a la altura de quienes vivieron, padecieron y murieron por él, sabiendo que, si la escuela y la educación eran nuestras, un día Cuba habría de serlo también. Y Cuba es nuestra.
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