¿Puede la izquierda gobernar con un programa de izquierda? Las limitaciones impuestas por las férreas estructuras de poder -a nivel nacional y supranacional- son tan enormes que pueden abocarnos a un reformismo sin reformas sustanciales. I Propósito. Hace unos días que se realizaron las elecciones generales y, cuando se publique este artículo, se habrán celebrado autonómicas, […]
Propósito. Hace unos días que se realizaron las elecciones generales y, cuando se publique este artículo, se habrán celebrado autonómicas, municipales y europeas. Esto tiene sus ventajas e inconvenientes, soy consciente de ello. Lo importante, abrir un debate en Unidas Podemos y, más allá, en la izquierda española desde la conciencia de que estamos en un fin de ciclo y que iniciamos una nueva «estabilización» del Régimen del 78; entrecomillar estabilización tiene mucho de advertencia: la etapa histórica es, a nivel global, de excepción, de mutación, de cambios profundos que, de una u otra forma, afectarán a nuestro país.
Para debatir sobre Podemos tenemos una dificultad: es un partido-movimiento ágrafo: no tiene programa, no emite resoluciones políticas y sus órganos de dirección suelen refrendar lo que se discute y se decide en otras partes. Es el secretario general quien define y deslinda las grandes decisiones y lo hace en ruedas de prensa, en libros y, sobre todo, en informes orales de los que no quedan resúmenes escritos ni conclusiones. Saber lo que piensa Podemos no es nada fácil.
II
La extraña soledad del reformista. No hace demasiado tiempo Pablo Iglesias, en un programa de Fort Apache, hizo una reflexión que conviene tener en cuenta: ¿por qué, con nuestro programa tan moderado, nos atacan tanto? La sinceridad iba unida a la veracidad. Los ataques contra Podemos han sido especialmente duros, sistemáticos y planificados. Algunos le hemos llamado trama, una alianza entre poderes económicos, clase política y las llamadas cloacas del Estado. Sin este «poder de poderes» no es inteligible lo que pasa en la política española.
Volvamos a la pregunta de Iglesias. Lo que se viene a decir es que el reformismo, fuerte o débil, ya no es posible tampoco en nuestras sociedades europeas. Esto es lo nuevo. Podríamos caracterizar la fase -lo he hecho alguna vez- del siguiente modo: reformismo imposible, revolución improbable. Estos son los dilemas reales de la izquierda europea; mejor dicho, de la izquierda en cada uno de los países pertenecientes a la Unión Europea. El debate es viejo, ¿cómo se es revolucionario en condiciones histórico-sociales no revolucionarias? Para decirlo de otro modo, ¿cómo luchar por el socialismo en sociedades capitalistas avanzadas, enormemente estables y que han tenido, hasta ahora, la capacidad de usar el conflicto social como instrumento de desarrollo y estabilización?
No quisiera entrar en viejas polémicas. Solo constatar que en Europa apenas ha habido dos o tres coyunturas revolucionarias a lo largo de más de un siglo; lo que realmente ha existido son durísimos conflictos de clase en torno a reformas, a conquistas sociales para las clases trabajadoras que han cambiado profundamente nuestro entorno social. En su centro, una clase obrera organizada y partidos de masas que han actuado como agencias que han socializado la política, desarrollado la democracia y generado eso que se ha llamado el Estado social.
Pero esto es ya el pasado. Lo nuevo es que el sistema no admite reformas sustanciales, reformas estructurales o reformas no reformistas como nos planteó hace muchos años André Gorz. El pensamiento único neoliberal se ha convertido en política económica única que todos los Estados, de una u otra manera, están obligados a realizar. Se ha hablado mucho de candados en la Transición española. El candado más potente ahora lo forman los Tratados europeos que, como es sabido, constitucionalizan las políticas neoliberales y que consagra el artículo 135 de la Constitución española. Sé que hablar de esto es políticamente incorrecto y que de la UE no se habla, ni siquiera en las elecciones europeas. Algún día alguien dirá que el «rey está desnudo» y aparecerá el sistema euro como una jaula de hierro, como una trampa que impide realizar políticas sociales avanzadas y, sobre todo, afrontar nuestro problema más acuciante, construir un nuevo modelo de desarrollo social y ecológicamente sostenible comprometido con la democracia participativa y defensor de la soberanía popular.
El tema se puede mirar desde otro punto de vista: ¿qué poder real tienen hoy los gobiernos de los países de la UE? Menos que antes, mucho menos. El politicismo todo lo confunde y esto mucho más. De aquí no cabe deducir que gobernar no tenga ninguna importancia. Los gobiernos, bueno es recordarlo, no tienen soberanía monetaria ni, en muchos sentidos, fiscal; están estructuralmente limitados por poderes ajenos que los convierten en periferias económicamente dependientes y políticamente subalternas de un centro organizado en torno a Alemania. Lo que intento decir es que gobernar, aquí y ahora, exige plantearse en serio cambiar las relaciones de España con la UE; es decir, prepararse para un conflicto especialmente duro, claro está, siempre que se esté dispuesto a realizar reformas de verdad y no meras correcciones del modelo.
Si algo ha quedado claro, antes y después de las elecciones, es que el gobierno de Sánchez considera los «criterios» de la Comisión Europea punto de partida imprescindible para la gobernabilidad del país. No nos engañemos ni tampoco engañemos; el contenido del consenso de los poderes económicos son las reglas que vienen de Bruselas. La soberanía limitada de España es la condición de su fuerza y su capacidad para influir en los gobernantes. ¿Alguien cree, a estas alturas, que se puede nacionalizar el sector eléctrico sin enfrentarse a la Comisión? ¿Alguien cree realmente que se puede intervenir el sector financiero y crear una banca pública con la aprobación de Bruselas? Se ha dicho que un gobierno de izquierdas tiene que escoger entre traicionar o perecer. Lo que queda claro es que debe elegir entre resolver los problemas vitales y reales del país y sus gentes y unos criterios impuestos por los poderes económicos europeos.
Esto va más allá de la economía y afecta a la democracia y a la soberanía popular. Gobierne quien gobierne, se acaban haciendo las mismas políticas o parecidas. Se degradan los derechos laborales y sindicales, el Estado social entra en una crisis permanente y renace la pobreza en contextos de desigualdad extrema. El día a día puede dejarnos sin estrategia, pero, si esto no cambia, es decir, si las políticas neoliberales no son, de una u otra manera, superadas, los problemas actuales se agravarán, los populismos de derechas seguirán creciendo y los nacionalismos se irán imponiendo en nuestras sociedades. Nuestras democracias solo son viables si se identifican con la justicia social, si fortalecen el poder contractual y de negociación de las clases trabajadoras, si son capaces de controlar a los poderes económicos y ofrecer a las mayorías sociales seguridad, protección y un orden democrático.
Insisto, gobernar importa, pero hay que subrayar sus límites, prevenir sus conflictos y, sobre todo, saber que la UE impone restricciones extremadamente exigentes a todos los gobiernos que intentan ir más allá del modelo neoliberal vigente. Este es el verdadero núcleo duro de un proceso de integración que, justo es decirlo, está en crisis en todas partes.
III
¿Crisis de régimen? ¿restauración vencedora? Vivimos al día, de acontecimiento en acontecimiento. La línea es siempre la misma: de la dirección política a los medios y de éstos, a las instituciones: se cambia de posición política sin decirlo ni someterlo a debate; es un «decisionismo» permanente. Hablar de estrategia es no decir ya casi nada. Ahora que se cierra un ciclo electoral, convendría plantearse en serio lo que, hasta hace no mucho tiempo, era un debate de fondo: ¿está en crisis el Régimen del 78? Uno puede recitar la Constitución como elemento de propaganda política para señalar la contradicción más evidente entre norma y realidad. Lo que no se puede es eludir el dato de que nuestra Constitución tiene un carácter cada vez más nominal, menos normativo y que elementos sustanciales de la misma (destacadamente la llamada cuestión territorial) están en crisis.
Lo que está ocurriendo es que la correlación de fuerzas está cambiando en favor de los partidos que defienden la continuidad de este régimen. Se podría decir de otra forma: se está agotando el impulso transformador del 15M y, con ello, las posibilidades de un proceso constituyente en sentido estricto y de una revisión a fondo de la vigente constitución. El proceso electoral ha dado muchas señales del cambio de esta atmósfera social: desmovilización colectiva y «movilización» individual, privada; miedo e inseguridad vividos en familia y, lo fundamental, la desaparición de la actuación colectiva, solo visible en los actos de Vox.
En el debate electoral, la cuestión catalana perdió su centralidad, al menos, fuera de Cataluña. La derecha intentó seguir tirando de ella, pero no tuvo capacidad de convertirlo en un debate real. En el pasado, en la izquierda, se distinguió entre «crisis de Régimen» y «crisis de Estado»; hoy parecería que la crisis de Régimen devino crisis de Estado. Los que pensaron que el Estado español no existía, que iba a permanecer impasible ante su posible desmembración, se han dado cuenta que ha salido fortalecido del envite y, lo que es más grave, ha emergido un nacionalismo español con vocación de masas. En plena campaña, Pablo Iglesias -citando a Héctor Illueca- habló de que estas elecciones tendrían un contenido «materialmente constituyente», es decir, que de una u otra forma, los problemas de fondo jurídico políticos que requieren de reformas sustanciales, seguirán estando presentes y que deberán resolverse, destacadamente la cuestión territorial.
IV
Pablo y la ballena. Comentar unos resultados electorales invita a la melancolía. Todo el mundo gana, o casi, y pocos reconocen las derrotas. El campo político tiene sus reglas y tiende, sobre todo en etapas de normalidad, a ser auto referencial. Políticos, periodistas y encuestadores acaban definiendo posiciones, vencedores y vencidos, que terminan por construir expectativas que el resultado final confirman o niegan. Con el tercer peor resultado de su historia, el PSOE aparece como claro vencedor; el PP sufre una durísima derrota; Ciudadanos se dispone a hegemonizar el bloque de las derechas y emerge con fuerza Vox. Unidas Podemos «salva lo muebles» con un duro retroceso en escaños y en votos. La campaña electoral ha estado marcada por el miedo, por los miedos transversalizados y la carencia de propuestas políticas claras y solventes que solo Unidas Podemos ha intentado remediar. Pedro Sánchez e Iván Redondo -se veía venir desde hace tiempo- convirtieron su gobierno en una plataforma político-mediática: gobernar para ganar unas elecciones. Así desde el primer día. Cada iniciativa, cada pacto, cada ocurrencia, se convertía en instrumento para conseguir réditos electorales. Convendría recordar que el gobierno del PSOE nunca intentó dar cohesión y coherencia a lo que se llamó la mayoría de la moción de censura y que los pactos con Unidos Podemos fueron muy difíciles y bajo el ritmo que al gobierno le interesaba. Pablo Iglesias ha llamado a estos acuerdos tomaduras de pelo.
No hace falta ser un genio para comprender que la estrategia de Pedro Sánchez no ha variado en lo sustancial: volver a convertir al PSOE en la fuerza central de la gobernabilidad del país y que para ello era decisivo recuperar una clara mayoría en la izquierda; es decir, reducir lo más posible a Unidas Podemos. El PSOE, desde su refundación en Suresnes, siempre ha tenido claro que compartir la izquierda, reconocer su pluralidad interna y buscar acuerdos de gobierno era radicalmente contrario a su estrategia política. Pedro Sánchez ha sido fiel a esta doctrina desde el principio. La campaña electoral ha sido un fiel reflejo de esto. Polarizarse con las derechas, sobredimensionar el factor Vox y reclamar el voto útil para parar la involución que nos amenazaba. Solo le salió mal la jugada de los debates. Tezanos acertó, de nuevo, poniendo en pie una vieja tesis suya: la derecha no gana, pierde la izquierda; por eso, la clave era tensionar, usar el miedo a fondo y movilizar a la izquierda. Se intentó ir más lejos, ocupar el espacio de Ciudadanos centrándose aún más y convirtiéndose en la única fuerza de gobernar desde un «talante» moderado, sensato y racional.
La campaña de Unidos Podemos fue una audaz y típica estrategia populista: a) aprovechó a fondo las revelaciones del caso Villarejo para criticar a los poderes económicos y a los grandes medios de comunicación; b) denunció la injerencia permanente del capital financiero y de las grandes empresas en la vida política, en los partidos y en la formación de los gobiernos; c) criticó moderadamente al PSOE por su tradicional incapacidad para enfrentarse a los que mandan y no se presentan a las elecciones; d) y, genialidad, convertir su apuesta de gobernar con Pedro Sánchez en una reivindicación social, en una conquista democrática contra los poderes fácticos.
Esta estrategia electoral ha continuado después de las elecciones y ha ayudado mucho a aliviar los malos resultados. Aquí entra en juego una compleja relación entre percepción y realidad. Dado que las encuestas vaticinaban un resultado mucho peor que el obtenido, la percepción de los mismos no es tan negativa. Esto es verdad, una media verdad que puede dar rendimientos, pero que no puede ocultar la pérdida de peso social de una fuerza política que nació con voluntad de mayoría y de gobierno y que entra en lo que, en otro lugar, he llamado «problemática IU». Se tiende a olvidar que las percepciones no son arbitrarias y que tienen fundamentos sociales. Cuando se dice que la percepción de los resultados de Unidas Podemos son mejores que los resultados mismos, no se tiene en cuenta que ésta estaba también marcada por un 21% de votos obtenidos y por 71 diputados en los anteriores comicios. Los próximos estarán marcados por los resultados de 2019.
La autocrítica de Unidas Podemos ha sido débil, centrada fundamentalmente en las crisis internas y sucesivas de Podemos. Hay un silencio clamoroso que todos vivimos y de lo que no se habla. Me refiero a la crisis político-organizativa de Podemos. La cuestión viene de lejos, se puso de manifiesto en las elecciones de Junio de 2016, en las pasadas andaluzas y estalla en las de 2019. Podemos ha perdido militancia, activismo, compromiso. Los círculos han ido languideciendo y la vinculación social cada vez está más diluida. La articulación organizativa básica lo es a través de los cargos públicos e institucionales y el trabajo real ha ido pasando a profesionales asalariados. Las «nuevas formas de hacer política» se han reducido a la aprobación on line de programas y listas electorales, la pluralidad interna ha ido desapareciendo y, paradójicamente, se hace más conflictual. Podemos se ha ido «cartelizando» y convirtiéndose en la forma usual, hoy dominante, de hacer y practicar la política.
La «problemática» IU, que ninguna percepción social puede borrar, es que, si queremos tener más fuerza en el futuro, mayor capacidad para tener alianzas y gobernar, necesitamos más organización, mayores vínculos sociales y generar un tipo de ejercicio de la política que vaya más allá de los cuadros profesionales. La política es algo más que aparecer en los medios de comunicación, tener poder institucional y gestionar parcelas gubernamentales.
V
Conclusión: gobernar como objetivo; gobernar como problema. El «se hace pero no se dice» nunca ha sido una buena directriz política y suele ocultar derrotas profundas. El paso siguiente es convertir la ruptura en reformas y, lo que es nuestra costumbre nacional, restauraciones permanentes. Cambiar todo para que sigan mandando los grandes poderes; en el horizonte, pasar del «bibloquismo» al bipartidismo en cómodos plazos.
Podemos, Unidas Podemos, han construido un programa que en su centro tenía la voluntad de constituir una mayoría social capaz de gobernar y dirigir el país. Durante años esto se fue convirtiendo en una identidad. Lo que hoy se está defendiendo es otra cosa, gobernar con el PSOE como socio minoritario. Podemos retorcer las palabras hasta ahogarlas; lo que no podemos es engañarnos a nosotros mismos. Convertir a Unidas Podemos en una fuerza política que tenga como objetivo gobernar con Pedro Sánchez supone un cambio de política. Podremos decir que no hay alternativa, que no tenemos elección y hasta que no hay más cera que la que arde, pero la realidad es tozuda y se venga de quienes la desconocen.
Antes he hablado de la genialidad de Pablo Iglesias al convertir la propuesta de gobernar con el PSOE en una reivindicación social anti oligárquica. Así mismo, he señalado que el poder de los gobiernos es hoy menor que antes y que las políticas neoliberales están sólidamente constitucionalizadas en la UE y, derivadamente, en España. Hay un dato del que poco o nada se habla: el programa.
La experiencia de estos últimos meses de aliados preferentes del gobierno de PSOE nos dice que hay diferencias y que estas son muy importantes. Gobernar es siempre producto de una determinada correlación de fuerzas sociales y electorales, de una subjetividad organizada.
Por otro lado, el Partido Socialista sigue con su guion conocido de gobernar en solitario y con geometría variable de alianzas. Las próximas elecciones municipales, autonómicas y europeas serán, a este respecto, especialmente significativas.
La pregunta sigue siendo pertinente: ¿Por qué el PSOE va a querer gobernar ahora con Unidas Podemos cuando casi los triplica en número de diputados? ¿Por qué no antes, cuando eran fuerzas similares?
Fuente: https://www.elviejotopo.com/articulo/vacio-estrategico-monereo/