A Anna Hace unos años, mientras charlaba con una amiga francesa, ambos reparamos en una extraña paradoja, algunos de los que luchamos contra el cambio climático nos encanta viajar, sin embargo, el transporte es, en general, uno de los principales generadores de emisiones de CO2 a nivel mundial (1, 2). Es cierto que buena parte […]
A Anna
Hace unos años, mientras charlaba con una amiga francesa, ambos reparamos en una extraña paradoja, algunos de los que luchamos contra el cambio climático nos encanta viajar, sin embargo, el transporte es, en general, uno de los principales generadores de emisiones de CO2 a nivel mundial (1, 2). Es cierto que buena parte de dichas emisiones corresponden al uso del transporte privado dentro de las grandes áreas metropolitanas, y en especial, a ese 50 % de desplazamientos inferiores a 3 km para los cuales se utiliza el transporte privado (3). Sin embargo, el avión se lleva la palma en cuanto a emisiones de CO2, La emisiones de los aviones son especialmente elevadas en el aterrizaje y en el despegue, lo que hace que este sea un medio de transporte especialmente dañino para el medio ambiente cuando se usa masivamente para distancias cada vez más cortas. Se han calculado, por ejemplo, que las emisiones de CO2 para el trayecto Amsterdam-Londres son de 31, 52 y 170 gramos de CO2 por pasajero y kilómetro para el autobús, el tren y el avión respectivamente (2). El que escribe estas líneas se desplaza habitualmente en transporte público y en bicicleta, compra en el mercado del barrio, pertenece a una cooperativa agroecológica de producción, distribución y consumo de alimentos, y en casa, utiliza bombillas de bajo consumo y en invierno, no enciende la calefacción más de lo necesario. Sin embargo, es también un consumado viajero.
Viajar es una forma inteligente de gastarse el dinero. Viajar nos permite tomar contacto con otras realidades y nos ayuda a entender el mundo. Cada viaje, si se viaja bien, es un aprendizaje, una valiosa oportunidad para tomar perspectiva sobre las cosas. Quienes apenas viajan corren el riesgo de empequeñecerse y acabar enredados en las tripas de su propia ignorancia. El ser humano ha viajado siempre, tan sólo ha cambiado la forma en la que viajamos. En la actualidad podemos trasladarnos en pocas horas a cualquier lugar del mundo, sin embargo, en el S. XVIII, quienes se embarcaban en las expediciones científicas de Cook, La Pérouse y Malaspina hacia el hemisferio sur podían estar fácilmente 3 años fuera de casa. Hace menos tiempo, la travesía del Atlántico entre los puertos de Europa occidental y los del Caribe tomaba, como mínimo, diez días. No ha sido hasta las últimas décadas, especialmente en las sociedades industrializadas, que el turismo y los desplazamientos vacacionales se han acabado convirtiendo en algo relativamente rápido y asequible.
En la actualidad vez viajamos más, pero también viajamos peor. Durante las últimas décadas, ha aumentado enormemente el número de vuelos intercontinentales, europeos y nacionales, y también los desplazamientos por carretera. Ha disminuido, sin embargo, el tiempo de permanencia en los lugares que visitamos (4). Este es un hecho que constatan un gran número de viajeros. Si antes era normal dedicar un mes o incluso más a un viaje a países como India o Brasil, actualmente, en muchos casos apenas se dedican 20 o incluso 15 días a los mismos recorridos. Hace tan sólo unas décadas, un viaje era algo único y especial que se pensaba con meses de antelación. Se miraban mapas, se leían libros, se empapaba uno de las esencias de los nuevos lugares a conocer y se aprendían incluso los rudimentos más básicos de las lenguas de los mismos. En los últimos años, las cosas han cambiado. Con el despegue de las compañías de bajo coste y las cada vez más frecuentes ofertas de las agencias, los viajes se han convertido en un acto más de consumo. Se ha puesto de moda sondear Internet a la caza de chollos para volar a donde sea, cualquier fin de semana. No importa donde vayamos, la cosa es tirar de tarjeta y marcharse de vez en cuando. Hace unos meses, una conocida compañía turística española sacó una promoción de vuelos a Nueva York por menos de 300 euros ida y vuelta… en cuatro días. Aquello me hizo pensar. Comprar un vuelo para ir y volver a Nueva York en cuatro días no sólo supone un enorme derroche de energía y recursos para satisfacer nuestro disfrute personal, sino que es, además, una formidable estupidez. En cuatro días nadie es capaz de tomarle el pulso una ciudad tan inmensa y compleja. Pensé en los viajeros que hubiesen comprado aquella promoción. Sólo conseguirían una ir de un lugar a otro en un maratón absurdo y una colección de instantáneas, Seguramente regresarían a casa más cansados de lo que se fueron. Aturdidos y molestos con el mundo por los violentos cambios de hora y ritmo biológico como en un mal domingo de resaca.
Los viajes como acto de consumo afectan también no sólo a la relación tiempo de estancia y lejanía de los viajes, sino también a las cosas que estamos dispuestos a aceptar cuando viajamos. Actualmente, la comodidad es la reina indiscutible de los viajes, a la que nadie quiere renunciar. Mucha gente pretende conocer los trópicos pero sin sudar demasiado, subir a las montañas más altas sin pasar frío y adentrarse en una gran ciudad magrebí o latinoamericana sin toparse con sus miserias. Hace no tanto, viajar implicaba pasar por ciertas molestias e incluso serios riesgos. No importaba, ello era asumido por quienes anteponían a ello su deseo de entender el mundo más allá de la realidad cotidiana que les hubiera tocado vivir. Este tipo de viajes afectan también a los lugares que se visitan. Los viajeros pasan cada vez menos tiempo en los sitios y quieren ir al grano, con lo que los lugares dejan de ser lo que eran para convertirse en lo que sus visitantes quieran ver. Así, se instalan tablaos flamencos en Barcelona y San Sebastián, Praga se convierte en un nuevo Disney-World, las ciudades del trópico se ven inundadas de prostitución y drogas, y los lugareños de Marrakech cambian el chándal y las chanclas por los turbantes al modo medieval. El resultado de todo ello es que, al final, el visitante descubre la trampa y acaba perdiendo el interés. ¿Quien no ha oído alguna vez aquello de «No vayáis a tal sitio, es demasiado turístico»?
No quería terminar este análisis de como se viaja actualmente sin reparar en el hecho de que, mientras los occidentales nos movemos cada vez más y con más descaro, muchísimos seres humanos procedentes de países empobrecidos ven cada vez más seriamente restringida su libertad para ir donde les plazca. Vuelven los controles fronterizos exhaustivos y, desde fuera, Europa va pareciéndose cada vez más a una fortaleza inexpugnable. La película «En este mundo» (In this world), de Michael Winterbottom, relata el periplo de dos refugiados afganos, desde su país natal hasta el Reino Unido a través de oriente medio (5). En este mundo en el que quien no tiene miedo al hambre tiene miedo a la comida (Eduardo Galeano) (6), mientras unos viajamos cada vez más por aburrimiento, otros se ven obligados a viajar cada vez más por desesperación.
Si logramos evitar la catástrofe y construir un mundo de baja energía, gestionando la desaceleración y la re-localización de la economía, tendremos que adaptarnos a una nueva forma de vivir. ¿Seguiremos viajando, entonces? Seguramente. El ser humano ha viajado y viajará mientras el mundo siga siendo un misterio y sienta curiosidad por descubrirlo. Lo que ocurre es que igual aprenderemos a viajar menos y mejor. A ir tal vez a menos sitios, pero más tiempo, a aprovechar un único viaje para hacer más cosas y recorrer más países. A asumir ciertas incomodidades. Es más, tal vez nos planteemos realizar nuestros viajes con algún objetivo concreto, para trabajar en algún proyecto que nos parezca lo suficientemente atractivo, con lo que, de paso, conoceremos más las sociedades que visitemos. ¿Que tal si empezamos a ser el cambio que queremos (7) y vamos aprendiendo a viajar de otra manera?. Podemos ir «quitándonos», por ejemplo, de nuestra dependencia de ciertos medios de transporte. En la actualidad, mucha gente no viaja si no es en avión o en tren de alta velocidad. ¿Que tal si redescubrimos el tren convencional y el autobús para las distancias inferiores a 1.500 Km.? Incluso puede que para las distancias largas el avión tampoco sea tan necesario. Durante los años sesenta y setenta muchos jóvenes europeos viajaban hasta India y el sureste asiático por tierra, y conozco gente que ha ido a Dakar desde la península ibérica en furgoneta. Quien escribe estas líneas ha recorrido Europa entera en tren y ha viajado en autobús de pasajeros entre Managua y México DF, entre Nairobi (Kenia) y Lilongwe (Malawi), y entre Salvador y Belém (Brasil), y ello no le ha impedido llegar a los «treinta y tantos» con buena salud. No sólo eso, el avión puede dejar de ser una alternativa para los viajes transoceánicos, de hecho, un buen número de empresas navieras están empezando a aceptar pasajeros por precios inferiores al de un billete aéreo o exigiendo una pequeña colaboración en las tareas de a bordo (8, 9). Muchos os estaréis planteando que los tiempos de desplazamiento hasta algunos destinos podrían ser inasumibles. Inasumibles desde la perspectiva actual de lo que son los viajes. Igual deberíamos recordar que los «tiempos de desplazamiento» forman parte, también, de los viajes. Nos hemos acostumbrado a estar en la oficina el viernes por la mañana y remojando los pies en una playa croata el sábado por la tarde. Sin embargo, el tener unos días de transición a la ida y a la vuelta nos permite leer, conocer gente, practicar idiomas, completar ese diario que siempre se deja para el final, y preparar la mente para el destino que nos espera o para el regreso a la cotidianeidad. Quien piense que no merece la pena pasar dieciséis horas en un tren rodeado de desconocidos que hablan, duermen y bostezan para llegar a un lugar nuevo y fascinante igual debería empezar a plantearse si realmente desea viajar o si por el contrario, puede satisfacer su legítimo deseo de ocio y descanso en algún lugar más cercano.
Viajar en un mundo de baja energía no es sólo una cuestión de cambiar el medio de transporte, sino de cambiar el enfoque general que tenemos actualmente sobre lo que significa viajar. Hagamos que el hecho de viajar deje de ser un ir poniendo banderitas en distintos lugares del globo y pase a ser de nuevo lo que ha sido siempre, una opción vital, una decisión que llega tras un tiempo de reflexión e información, un asumir de ciertas molestias e incluso riesgos, el sentir un vértigo extraño e indescriptible. Así, no solo le ahorraremos una buena cuota de energía al planeta sino que también gastaremos menos y tendremos, a la vuelta, cosas más emocionantes que contar. En definitiva, de eso es de lo que se trata.
Referencias:
(1) http://www.climnet.org/publicawareness/transportsp.htm
(2) http://www.eco2site.com/News/Dic-04/cop1023.asp
(3) http://www.platabicicordoba.org/NOTICIAS/Noticia_05-09-26(2).htm
(4) http://unwto.org/facts/eng/pdf/highlights/UNWTO_Highlights07_sp_HR.pdf
(5) http://en.wikipedia.org/wiki/In_This_World
(6) http://www.socavon.net/Poetas-y-Escritores/galeano2.htm
(7) http://www.17-s.info/es/publi17m/de-abajo-arriba-un-plan-organizativo-para-que-seamos-el-cambio-que-queremos-introduccion