Desde hace meses los cubanos lidian con largas colas para adquirir artículos de primera necesidad, mientras las autoridades realizan nuevos recortes y adelantan proyectos de urgencia en el frente económico. La Habana llama a prepararse para lo peor. A mediados de la década del 90, todos los domingos bien temprano, mi padre y yo salíamos […]
Desde hace meses los cubanos lidian con largas colas para adquirir artículos de primera necesidad, mientras las autoridades realizan nuevos recortes y adelantan proyectos de urgencia en el frente económico. La Habana llama a prepararse para lo peor.
A mediados de la década del 90, todos los domingos bien temprano, mi padre y yo salíamos en bicicleta rumbo a la «tumba» que cultivábamos a las afueras de mi ciudad natal. Eran casi treinta quilómetros sumando los viajes de ida y de vuelta, primero por carretera y luego siguiendo un terraplén eternamente enlodado del que partían senderos que se internaban en el monte firme de marabú.
Uno de ellos conducía a nuestra parcela (o «tumba», en el lenguaje local). Eran sólo unas cuantas decenas de metros cuadrados arrancados a los zarzales a fuerza de hacha y machete, en los que mi padre sembraba calabazas, yuca e incluso algo de arroz; yo, desde las contadas fuerzas de mis 13 o 14 años, hacía como que lo ayudaba.
Cuba sufría la crisis económica provocada por la caída del «socialismo real» y la desaparición de la Unión Soviética. «Período Especial en Tiempo de Paz» era el nombre formal de esa etapa de carencias extremas, en la que los cortes de electricidad superaban las 20 horas diarias, el transporte funcionaba en su mínima expresión y conseguir el alimento cotidiano resultaba una odisea.
Aún no sé cómo mi familia consiguió salir adelante. Que lo lograra dependió en buena medida de aquel huerto en donde mi padre exprimía las fuerzas que le quedaban luego de trabajar durante la semana como constructor improvisado. Entre continuar enseñando topografía en un instituto politécnico y marcharse a una microbrigada con la esperanza de levantar su casa al cabo de cinco o diez años, él había tenido clara su elección. Pero mientras se convertía en realidad ese sueño, era necesario superar el día inmediato; muchas veces lo hicimos gracias a lo cosechado en nuestra «tumba».
Tiempos difíciles
El «período especial» nunca tuvo una proclamación oficial. Lo más parecido a tal acto fue un discurso pronunciado por Fidel Castro en enero de 1990 durante la clausura de un congreso sindical. En la ocasión, admitió la posibilidad de «que los problemas fueran tan serios en el orden económico (…) que nuestro país tuviera que enfrentar una situación de abastecimiento sumamente difícil».
Meses más tarde, el 29 de agosto, una nota publicada en los principales diarios anunciaba severas restricciones en el consumo de combustible, alimentos y otros productos, y la paralización de todas las inversiones no relacionadas con el turismo o la defensa.
El desplome de la economía tuvo dramáticas consecuencias sociales, sobre todo a partir de 1993, cuando la «despenalización» del dólar abrió las puertas a la desigualdad. No por casualidad, las tiendas en divisas (N de E: que aceptan moneda extranjera) fueron el blanco predilecto de la ira popular durante el llamado Maleconazo, la inédita manifestación de habaneros a la que debió enfrentarse Fidel en agosto de 1994.
Por entonces, calor y escasez demostraron ser una combinación extremadamente peligrosa, a tal punto que por años el gobierno ha hecho lo indecible para evitar los apagones en los meses más tórridos, a la par que ha incrementado las actividades recreativas y ha estabilizado el abasto de bienes de consumo. En esas circunstancias, sólo una urgencia muy perentoria justifica decisiones como las anunciadas a comienzos de este mes por el presidente Miguel Díaz-Canel y el general de Ejército Raúl Castro, quien en su condición de primer secretario del partido sigue siendo la primera figura del poder en la isla. Aunque en sus intervenciones ante la Asamblea Nacional del Poder Popular ambos resaltaron que el país se «halla en muchas mejores condiciones para superar cualquier dificultad», entre la ciudadanía el optimismo no alcanza cotas tan elevadas.
Desde hace meses los cubanos han vuelto a lidiar con largas colas para adquirir diversos artículos. Las mayores aglomeraciones tienen lugar ante las tiendas donde se vende el pollo congelado, principal fuente de proteína de que disponen los isleños. Pese a su elevado precio (el valor de un quilogramo supera los ingresos diarios de quienes perciben el salario estatal promedio), decenas y hasta cientos de personas pasan horas a las afueras de los establecimientos, no siempre con éxito.
Similares tensiones se registran en todo el ámbito comercial. Luego de haber iniciado 2019 con marcadas reducciones presupuestarias, a finales de marzo el Ministerio de Economía y Planificación anunció nuevos recortes en las partidas de divisas para compras en el exterior (casi dos tercios de las cuales se destinan a alimentos y combustible). Ya durante las sesiones extraordinarias de la Asamblea Nacional, el presidente Díaz-Canel detalló la difícil coyuntura enfrentada por las finanzas nacionales y llamó a lograr el «autoabastecimiento territorial», una suerte de autarquía criolla en la que los municipios deberían ser capaces de producir la mayoría de los alimentos que consumen. Además, convocó a elevar la eficiencia en el turismo y los servicios profesionales, y a fomentar nuevas exportaciones dentro de un programa concebido en tres etapas que se extenderán hasta 2030.
Sobre el papel, parecen respuestas lógicas a un escenario complejo y lleno de variables que escapan al control de La Habana; mas el asunto es que, casi treinta años atrás, propuestas muy similares conformaron la estrategia de los máximos dirigentes, con éxito limitado, como dan fe las circunstancias actuales.
Bajo asedio
En 1989, cerca del 85 por ciento del comercio exterior cubano tenía como contrapartes a la Unión Soviética y a las naciones de Europa oriental. Durante la década siguiente, los esfuerzos se concentraron en diversificar los intercambios, tanto con gobiernos como con corporaciones extranjeras. Sin embargo, a comienzos de los años dos mil, luego del ascenso al poder de Hugo Chávez y otros mandatarios progresistas de América Latina, esos impulsos renovadores perdieron fuelle. En sus últimos años al frente del aparato estatal, Fidel Castro volvería a apostar por una alianza estratégica con un socio preferencial (Venezuela) y vínculos especialmente estrechos con un corto número de estados afines (China y Rusia, los más importantes). Hacia 2008, Caracas y Beijing concentraban más de la mitad del comercio exterior de la isla, con la república bolivariana como principal cliente para su catálogo exportador de servicios profesionales y la nación asiática asumiendo el rol protagónico en la provisión de equipamientos y materias primas.
Consciente de la fragilidad de tal esquema de desarrollo, a partir de 2011 Raúl Castro se embarcó en una campaña de reformas agrupadas bajo el genérico nombre de «actualización». La ampliación de los alcances del sector privado, la promulgación de una ley más liberal para la inversión extranjera y la derogación de prohibiciones arcaicas dieron un segundo aire a la economía, que tras el comienzo del «deshielo» pudo por fin renegociar su abultada deuda exterior y retomar la senda de discretos crecimientos del Pbi (con el añadido de lograrlo sin depender de nuevos créditos).
Para la especulación queda la duda de qué derroteros hubiera seguido Cuba de no haber ascendido al poder Donald Trump, firme defensor de la política de sanciones contra La Habana. Con ella retribuye el apoyo que le proporcionaron las principales fortunas de la comunidad cubanoamericana durante las presidenciales de 2016 (cuando «maniobraron» para inclinar a su favor el colegio electoral del estado de Florida, el cuarto con mayor número de compromisarios). A más largo plazo, el magnate neoyorquino busca asegurar un compromiso similar durante los comicios de 2020.
Sólo desde este punto de vista puede comprenderse la decisión de activar el problemático título III de la ley Helms-Burton (véase Brecha, 5-IV-19), al amparo del cual los tribunales norteamericanos quedarían facultados para sancionar a empresas de otros países que «trafiquen con propiedades de ciudadanos estadounidenses», y las limitaciones impuestas al envío de remesas hacia la isla. La primera medida intenta cortar el flujo de inversión extranjera que necesita el país (al menos 2 mil millones de dólares al año, según cálculos oficiales); la segunda, hacer otro tanto con una fuente de recursos que recientemente un think tank norteamericano cifró en alrededor de 57 mil millones de dólares, de 2008 a la fecha.
Luego de perder los cientos de millones de dólares que reportaba la participación de sus especialistas en el programa Más Médicos para Brasil, con la colaboración en Venezuela operando en números rojos (los vitales pagos en combustible han llegado a interrumpirse en ocasiones, lo que ha obligado a realizar compras en Argelia y Rusia a precios de mercado) y sin conseguir que el turismo reporte los ingresos que urgen las arcas estatales, tanto Díaz-Canel como Raúl Castro son conscientes de la necesidad de «estar preparados para la peor variante (porque) la situación podría agravarse en los próximos meses».
Tal coyuntura causa desvelos en los despachos del Palacio de la Revolución y en los del Centro Internacional de Negocios de la exclusiva barriada de Miramar, pero mucho más entre los ciudadanos comunes. Cuando días atrás un periódico provincial alertó que «si en determinado horario del día se agotara el combustible establecido para la jornada, habría que comenzar a quitar la corriente en algún circuito», no pocos tragaron en seco. Un cuarto de siglo después, los recuerdos de la etapa más difícil del «período especial» laten con incómoda vigencia en la memoria colectiva; mi padre, incluso, sigue empleando la vieja bicicleta con la que cada domingo iba a su «tumba».