En la clausura de una reciente asamblea gremial, el principal orador calzó ideas propias citando algo que le había contado la dirigente política de una provincia cubana. Ella -pudo haber sido él: no tiene aquí el género, que es factual, otra intención que mostrar el avance de la mujer en la vida del país- le […]
En la clausura de una reciente asamblea gremial, el principal orador calzó ideas propias citando algo que le había contado la dirigente política de una provincia cubana. Ella -pudo haber sido él: no tiene aquí el género, que es factual, otra intención que mostrar el avance de la mujer en la vida del país- le expresó su desconcierto por un hecho: en una reunión de la filial de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba) en su territorio, las intervenciones giraron mayoritariamente sobre otras entidades. Solo una pequeña parte abordó cuestiones internas de dicha organización.
Al oír la anécdota, alguien desde el fondo del salón pronunció el viva que da título a este artículo, y que expresó el reconocimiento de algo inocultable: durante décadas la UNEAC ha sido un espacio de discusión sobre problemas fundamentales del país, con las miras centradas en salvar no solo las conquistas del socialismo, sino el sistema justiciero que estas encarnan y sin él podrían venirse abajo, y el espíritu democrático, participativo, sin el cual no habrá socialismo que valga. Semejantes ímpetus se explican porque la vanguardia de la intelectualidad literaria, artística y de pensamiento de la nación está mayoritariamente identificada con el destino de su pueblo, del cual se sabe parte. Y si bien esa vanguardia no está solo en la UNEAC y sus foros, sobresale en una y en otros, que no por gusto han tenido el aval de la presencia de los guías de la Revolución, empezando por Fidel Castro.
Esa proyección de la UNEAC difiere de cierta tendencia según la cual cada centro de trabajo o de estudio, cada institución, se limitaría a valorar sus respectivas áreas, y que puede estar animada por el deseo de que cada pedazo del país resuelva sus problemas internos. Pero por ese camino los centros y las instituciones se desentenderían de la realidad nacional, y terminarían desconociéndose a sí mismos. Felizmente, nada hasta ahora ha posibilitado el triunfo de tal tendencia, y es de esperar que se le mantenga a raya, sin renunciar a la superación interna de las distintas porciones administrativas o funcionales.
Habría que hacer consideraciones concretas sobre la voluntad de los miembros de la UNEAC de ir más allá de sus fronteras. Después de todo, en su mayoría integran, a la vez, otros centros e instituciones, ni siquiera solo de la llamada gremialmente cultura. El aludido desbordamiento de linderos lo han reforzado, o lo han hecho necesario, los déficits funcionales de instituciones responsabilizadas con un desempeño más abarcador y activo: díganse, para no mencionar más que dos de ellas, el sistema de organismos del Poder Popular -desde la base hasta la cúspide- y también, si es que no sobre todo, la prensa. Contra deficiencias de aquel y de esta se ha pronunciado reiteradamente la dirección del país, de manera señalada Fidel Castro y Raúl Castro, y se pronuncia asiduamente, con seria preocupación asimismo, la generalidad del pueblo.
En vez de lamentar el desbordamiento crítico protagonizado por la UNEAC -cuyas posibles fallas internas tampoco habrá que desconocer- se debería apreciar lo mucho que hay de positivo en él, y procurar que los organismos alcanzados por sus análisis se perfeccionen y cumplan cabalmente su papel. Todo eso es necesario para asegurar que el experimento cubano siga un buen camino, sin desviaciones que lo alejarían de la brújula afianzada en la justicia social. Sería ingenuo pensar, por ejemplo, que todas las críticas lanzadas contra el igualitarismo tienen la mejor orientación.
Es plausible que, gracias a cambios necesarios, felices, en la política migratoria del país, niños y niñas ajedrecistas puedan competir en el exterior. Pero si ello se afinca en que el equipo cubano no lo formen precisamente los mejores talentos, los que mejor juegan, sino que entre los más destacados se escogen los niños y las niñas cuyos familiares puedan pagarles el viaje -acaso sin que se sepa de dónde sale el dinero, y aunque se supiera y su origen fuese el más limpio del mundo-, no solo se arrincona el igualitarismo, sino que se le da un golpe demoledor a la justa equidad. El mensaje iría directamente, en primer lugar, a personas que, por su edad, están llamadas a reproducir lo que se les trasmita, lo que se les enseñe, y por una senda como la esbozada es obvio que tendríamos un funcionamiento social menos igualitario, pero ni remotamente más justo. Tal dinámica satisfaría, eso sí, a fanáticos y beneficiarios del pragmatismo economicista, orientación propia del capitalismo.
Muchos riesgos puede abonar el exceso de confianza, la ausencia de la percepción que debe fomentarse rigurosamente por igual contra epidemias biológicas -dígase el cólera, por ejemplo- y contra torceduras de índole social. No pueden dejarse las cosas a la inercia, a la confianza ciega en la buena voluntad de nadie, ni a la fatalidad, por muy buenos que se crea que pueden ser los resultados de esas actitudes. Insístase en que ya, además de saberse -y nunca debió ignorarse- que el socialismo es reversible, se conoce asimismo que su triunfo no es un acto inevitable, ni siquiera donde se crea que existen o pudieran crearse las mejores condiciones para que sea próspero y sustentable. Hay lúcidas reflexiones revolucionarias, socialistas -como la hecha recientemente por Darío Machado-, sobre qué deben significar para nosotros conceptos como prosperidad, avance y desarrollo. Y habrá que insistir seguramente en el significado de socialismo. No basta el comodín de decir que aún no se ha construido en parte alguna y no se sabe cómo se hace.
Todo eso se debe debatir, en la UNEAC y en todas partes, con el mayor orden posible, pero sin coyundas frustrantes. Se trata de buscar y encontrar un buen funcionamiento en la nación, en la sociedad, en el pueblo, que no es monolítico ni homogéneo, pero debe ser el beneficiario principal de cuanto se haga para bien de la patria. Esta se ha de entender como un pedazo de la humanidad, y además valorarse en sí misma, para beneficio de sus pobladores, pues ningún todo podrá marchar bien si no lo hacen sus componentes.
No se trata de complacer a nadie que, aunque siga viviendo de lo que pueda sacarle al capitalismo, condene cuanto Cuba haga en busca de bienestar para su pueblo, para no hundirse y pasar a ser, si acaso -porque los medios dominantes no facilitarían otra cosa-, un mero tema escarnecido en textos donde se hable de intentos frustrados de fundar un tipo de sociedad no capitalista. Conozco, en varios países, ejemplos de verdadera solidaridad con Cuba, compañeras y compañeros que sinceramente la apoyan, aunque objetivamente no tengan para sí más alternativa que seguir viviendo bajo el capitalismo, a veces con monarquías que ni siquiera tendrían que ser corruptas para ser repudiables: bastaría su condición de régimen arcaico incompatible con la democracia y asentado sobre bases cuya demolición ha costado mucha sangre a la humanidad como para que sobrevivan impunemente en espectáculos zarzueleros (dicho sea con perdón de las buenas zarzuelas).
Las críticas endiabladas contra Cuba, contra todo cuanto ella haga para subsistir en medio de un bloqueo que no cesa, de deficiencias internas y de penurias insufribles aun en medio de los grandes esfuerzos del Estado por mantener los mayores logros de la voluntad socialista, no vienen precisamente de esas personas solidarias. Vienen de algunas que se atrincheran en atalayas de sabiduría teoricista -no teórica, que es otra cosa- y certifican que en Cuba ningún cambio busca salvar la justicia social, sino conducirla al capitalismo. De ser esto cierto, el pueblo cubano tendría la misión histórica de impedirlo, y en ello podría contar, aunque no fuera más ni menos que en el plano moral, con el apoyo de personas honradas, cualesquiera que sean sus nacionalidades y plazas de residencia.
Difícilmente esos luchadores se encuentren entre quienes acudan a los seudónimos, aunque tuvieran -y a veces hasta de eso carecen- el talento necesario para conseguir que sus textos parezcan obras de distintos autores, y no de uno solo «multiplicado» en busca de que las críticas contra Cuba parezcan hechas por varias personas. De poco vale que se quieran disfrazar de obreros aguerridos como se disfraza de Caperucita Roja el lobo: la oreja peluda, los colmillos y las uñas se les ven por debajo del antifaz y de la vestimenta. No importa la pasión que simulen para reclamarles a cubanas y cubanos lo que cierta «Solidaridad de barro» refutada hace años en un textículo escrito y publicado en este país: «Hermano, resiste, por ti y por mí / las privaciones. / Yo volveré bien firme a la faena / de ingerir, por los dos, buenos jamones».
Son los mismos que calumnian soezmente, que dicen y se desdicen, y, después de despotricar contra Cuba, de condenarla con magistral vehemencia usando como pretexto el restablecimiento de una pequeña propiedad privada que tal vez no debió haber suprimido nunca, se van a un bar para refrescarse a golpe de cerveza, y pagan con un dinero que por esa vía engrosa como norma las arcas de la propiedad privada, no las de una congregación justiciera. Ni Cuba ni ellos se hallan en un planeta regido por el más puro comunismo, sino en el mundo que es, dominado por una realidad contra la cual, hasta donde sabemos, nada concreto hacen los más feroces críticos de Cuba. ¿Hacen algo?
En el afán por despojar a Cuba de toda fuerza que le dé aliento, ponen ellos en duda que existan los jóvenes de vocación anticapitalista mencionados por algún científico social cubano. Invitado por el Movimiento Juvenil Martiano, que está adscrito a la Unión de Jóvenes Comunistas, frecuentemente participo en un plan de animación ideológica llamado Diálogo de Generaciones. Lo he hecho varias veces en La Habana, y -va para unas semanas, tomando para eso parte de mis vacaciones- en un recorrido por las cinco provincias orientales, una cada día, y con tres o cuatro encuentros en cada una de ellas.
No he recibido remuneración material alguna, ni he aspirado a ella. He tenido, sí, una remuneración mucho más importante: el gusto de ver la cifra y la calidad de personas que abogan por mantener el camino socialista e impedir el regreso del capitalismo, un retorno que no está en los planes del Estado y el Partido, y que el pueblo tiene el deber de impedir que llegue a estar en ellos, porque alguien logre colarlo en las líneas trazadas. Habrá otros componentes del pueblo, pero aquí se habla del fraguado en Baraguá y en el Partido Revolucionario Cubano; en la lucha contra un imperio presto ayer y hoy al zarpazo; en la gesta del 26 de Julio y su continuación en la Sierra Maestra. Ese pueblo ratificó su voluntad justiciera en vísperas de la agresión imperialista por Playa Girón y sus inmediaciones, y en la derrota infligida en menos de setenta y dos horas a los mercenarios invasores.
Ese pueblo existe. No hay que perder tiempo intentando convencer de ello a supercríticos y sabios empeñados en negarlo a toda costa. Los intelectuales que forman parte de ese pueblo no son dos ni tres; aunque también eso negarán aquellos sabios que se disfrazan de obreros puros, rojos hasta los tuétanos. Esos quieren que Cuba desparezca, y borrar a cuanta persona defienda el derecho de este país a tomar las medidas necesarias para no perecer. Si pereciera, lo menos grave sería que tales sabios saldrían a vociferar su «convicción» de que ninguna otra cosa es posible, y a festejar, refrescándose con cerveza, su triunfo como agentes de la sabiduría, y quién sabe si de otras formas de inteligencia.
Ellos arremeten contra todo el que -con limpia conciencia de lucha más que con los remilgos de andar creyéndose intelectual o artista: serlo es un hecho y no da ningún derecho especial- defienda la posibilidad de Cuba de mantenerse viva en su camino, y busque alumbrar opciones válidas para este empeño. Contra quienes así actúan es curioso que aquellos críticos concentren su rabia, expresada a veces de manera que da asco. No es un procedimiento nuevo: en él han coincidido la derecha más recalcitrante y lo que suele llamarse extrema izquierda, sin ser siquiera una izquierda cierta.
De ello ha habido antecedentes en el afán de dejar a Cuba sin raíces históricas: no han faltado maniobras para desprestigiar a héroes como Máximo Gómez y Ernesto Che Guevara, e incluso para negar a José Martí, a quien ya apareció alguien que le rindiera, aunque involuntariamente, un homenaje reservado a grandes: ese alguien sostuvo que la obra martiana, de tan colosal que es, no puede haber sido escrita por una sola persona, sino por todo un equipo; y ya antes hubo quien mereciera ser puesto de vuelta y vuelta por haber intentado ridiculizar al héroe. Si contra gigantes se han lanzado fantoches que dan náusea, ¿qué puede quedar para el resto del mundo? Pero Cuba marcha -por ello, aunque la cita no venga del Quijote, hay perros que le ladran-, y tiene instituciones que corren la suerte del pueblo al cual pertenecen. Es justo que se les den sus vivas. Para los fantoches, aunque se disfracen de obreros con lengua aguerrida, aplíquese lo de César Vallejo: ¡Allá ellos!