En la orilla del río Yeniséi, en la remota ciudad siberiana de Krasnoyarsk, una orquestina interpretaba Los remeros del Volga y otras canciones melancólicas, como si quisiera recordar la tierra natal de un joven, Volodia Uliánov, que había llegado allí hacía más de un siglo, y que, años después, sería conocido por el mundo como […]
En la orilla del río Yeniséi, en la remota ciudad siberiana de Krasnoyarsk, una orquestina interpretaba Los remeros del Volga y otras canciones melancólicas, como si quisiera recordar la tierra natal de un joven, Volodia Uliánov, que había llegado allí hacía más de un siglo, y que, años después, sería conocido por el mundo como Lenin. Para escuchar la música, la gente se sentaba en un anfiteatro compuesto por plataformas de madera dispuestas en una de las escaleras que bajan al río, que atraviesa la ciudad para seguir después durante miles de kilómetros por los bosques interminables de Siberia; ante el público atento, pasaban ciclistas y niños que corrían hacia los vendedores de pistachos y cacahuetes. Siguiendo el curso del Yeniséi, al final de la calle Karl Marx, se encuentra un viejo vapor, de casco y chimeneas negras, varado en la ribera. El barco se llamó, primero, Santo Nikolái, y, después, Armada Roja y Friedrich Engels. Había sido propiedad de Alexander Mijailovich Sibiriakov, un dueño de minas de oro que, a finales del siglo XIX, se empeñó en abrir una ruta de navegación por el corazón de Siberia, surcando el Yeniséi, uno de los ríos más caudalosos del mundo. En 1891, el zarévich Nikolái Aleksándrovich Románov se embarcó en él, cuando volvía de Japón, para hacer el corto trayecto entre Berezovka y Krasnoyarsk, y, seis años después, llevó a un pasajero llamado Vladímir Ilich Uliánov, un joven revolucionario que se dirigía al destierro: en ese momento, Nikolái Románov ya era zar, y lo sería durante veinte años más, hasta que el germinal año de 1917 derribó su cetro.
Ahora, el barco es un pequeño museo, que enseña sus catorce camarotes y las cabinas de la tripulación. Dentro, se ve una pequeña exposición sobre Lenin en Siberia, el minúsculo camarote donde dormía, con literas para cuatro personas, una mesa en el centro con libros y un samovar; aquí se refugiaba Volodia, durante días, del viento despiadado del Yeniséi. En otras dependencias, baúles con objetos de la época, pieles de zorro, vitrinas con arpones, pipas, abanicos, cartas y tinteros de pluma, cajitas y binóculos. Fuera, en la cabina del capitán, la rueda de cabillas para dirigir el timón, alta como un hombre; pilas de troncos para alimentar la caldera, la campana de cubierta para los avisos perentorios, la placa que recuerda al pasajero llamado Lenin.
Aquí, en Krasnoyarsk, estuvo Lenin durante cinco semanas, en 1897, camino del destierro, antes de coger ese barco. En el centro de la ciudad, se conserva la vieja casa de madera donde vivió, y donde hoy puede verse una placa de piedra en la pared, y, al lado, el monumento al dirigente bolchevique, aquel hombre de antepasados rusos, judíos, alemanes, kalmukos, suecos, a quien el destino le reservó un papel protagonista en la revolución que iba a cambiar el mundo, y que, un siglo después, sigue estando en el corazón de sus seguidores y de sus enemigos. Desde el temprano testimonio de Trotski, Sobre Lenin. Contribuciones a una biografía, publicado en Moscú el mismo año de su muerte, se han sucedido las obras sobre el dirigente bolchevique, desde las hagiográficas, pasando por las más rigurosas, y llegando hasta las de Richard Pipes o Robert Conquest, de Robert Service a Hélène Carrère d’Encausse, del tramposo y poco fiable El libro negro del comunismo a Aleksandr Solzhenitsin, de Dmitri Volkogónov a Anatoli Latishev, quienes han acusado a Lenin de los más horrendos crímenes, de genocidios, de ser un cínico y de estar movido más por la inclinación al poder que por la búsqueda de la justicia y la libertad. El converso Volkogónov llegó a escribir que «los bolchevique lo destruyeron todo en Rusia». Pero, pese a todos los intentos por enterrarlo, el ejemplo de Lenin sigue teniendo una poderosa influencia en el mundo.
Aquel joven Volodia se embarcó en Krasnoyarsk en el Santo Nikolái para dirigirse a Minusinsk, que se encuentra quinientos kilómetros al sur, y, después, subido en un carro, a Shushenkoie, el lugar elegido por el zarismo para su destierro. Antes de emprender ese viaje, Uliánov había vivido en su ciudad natal, Simbirsk (hoy, Uliánovsk), patria también de Goncharov, y en Kazán, y había permanecido unos meses en el destierro de Kokushino, cuando aún era un estudiante, para después volver a Kazán, a Samara y a San Petersburgo, antes de ser detenido, encerrado en la cárcel, y condenado al destierro en Siberia, como Nikolái Chernishevski, aunque no tuvo que hacer trabajos forzados como él.
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Conocemos sus preocupaciones de esos años, aunque, forzado por la censura zarista, evita las referencias políticas; cuando las hace, tiene que ocultarlas con eufemismos o listas de libros. Las cartas a su madre (María Alexandrovna, hija de un médico de origen alemán) y a su hermana María, la más pequeña de los hermanos Uliánov son constantes, sobre todo durante los años del destierro en Siberia, y, también, entre 1908 y 1909, cuando Lenin vive en Ginebra y, después, en París. Sus cartas enviadas entonces a Rusia están redactadas con tinta simpática, mientras escribe artículos y libros sin cesar, convencido, como dejaría dicho que «sin teoría revolucionaria, no existe movimiento revolucionario».
Uliánov era un hombre modesto, que vivía con sencillez, acostumbrado a economizar, sobrio. Mártov (que fue, primero, camarada; y, después, adversario) escribió de él: «Nunca noté en él ningún rasgo de vanidad personal». Había dejado atrás la religión cuando murió su padre, y la muerte de su hermano Alexándr, ahorcado por el zarismo, le empuja a la revolución, en unos años marcados todavía por el populismo que había bautizado Herzen y que dominaba los círculos de la oposición en Rusia. Volodia siempre tuvo en gran estima a su hermano asesinado, cuya valentía y entereza llegó hasta su final, leyendo a Heine y encarando la muerte con dignidad. Su hermana mayor, Ana, y la pequeña, María, que murieron después que Volodia, recogieron sus recuerdos sobre él. Había terminado el bachillerato en Simbirsk, donde, ironías de la historia, el director del Instituto en que estudió era Fedor Kérenski, padre de quien sería presidente del gobierno ruso, Aleksandr Kérenski, al que la revolución bolchevique destituyó. Volodia acude después a la universidad de Kazán, la ciudad de los tártaros, pero es detenido y condenado al destierro, que cumplirá en Kokushino, leyendo a Chernishevski, que le apasiona, y a Nekrásov. Después, Volodia lee El capital, muy interesado en la teoría del valor en la economía mercantil, en el concepto de plusvalía, y en la formación del capitalismo industrial. Entonces, Plejánov es para él una referencia imprescindible. Entre 1889 y 1893 vive en Samara, y, tras insistentes peticiones a las autoridades, que no olvidan su papel en las protestas de Kazán, consigue presentarse como «alumno libre» a las pruebas universitarias en San Petersburgo, donde permanece dos meses, mientras su hermana Olga muere de fiebre tifoidea en la misma ciudad. De esa forma, consigue en 1892 el título de doctor en derecho, sin haber podido asistir nunca a clase, consiguiendo ser el primero de su promoción. Samara le resulta pequeña, aburrida, y, en 1893, se va a vivir a San Petersburgo, donde trabaja con el abogado Mijail Volkenstein y se integra en los círculos marxistas, apenas una veintena, que se unificarán en la Unión de lucha para la emancipación de la clase obrera , y que le envían como representante suyo, en 1895, cuando Volodia sólo tiene veinticinco años, a la conferencia que se celebra en Suiza, con el exiliado Plejánov, el padre del marxismo ruso, con quien se entrevista clandestinamente tras despistar a los policías de la Ojrana que investigan y siguen a los círculos de exiliados rusos. Es la primera vez que Volodia viaja al extranjero, y aprovecha para visitar, además, París, donde conoce a Paul Lafargue, y Berlín, donde se entrevista con Karl Liebknecht, mientras anda con apuros económicos, resueltos gracias a los envíos de su madre.
En 1894, el joven Volodia se había encontrado con Nadezhda Krúpskaia, en una reunión. Mientras, vive con escasos recursos, y conoce, al año siguiente, en San Petersburgo a Yuli Ósipovich Zederbaum, a quien la historia conocerá como Mártov. Crean un grupo marxista, Unión de lucha para la emancipación, que incluye, además de Mártov y Krupskaia, a Aleksandr Nikoláievich Potrésov: de los diecisiete miembros, sólo uno es obrero, Iván Bábushkin, que sería asesinado por la policía en 1906. Una célebre fotografía nos muestra a siete integrantes del grupo: Starkov, Krzhizhanovski, Uliánov y Mártov, aparecen sentados, y, tras ellos, de pie, están Málchenko, Zaporozhets, y Vanéiev, todos mirando al fotógrafo. En diciembre de 1895, por su participación en las huelgas, Volodia es detenido y encarcelado en San Petersburgo, donde permanecerá más de un año. Los guardianes son tan severos que Volodia tiene, incluso, que entregar su lápiz al oficial de la prisión para que le saquen punta. No pierde el ánimo, ni el tiempo: lee (a Golovin, Schippel, Chelgunov, Tugán-Baranovski), y pide que le lleven el segundo volumen de El capital.
Permanece en la prisión hasta que, en febrero de 1897 es condenado al destierro en Siberia: tres años en el fin del mundo. A su vez, Mártov es desterrado a Turujansk, un viejo campamento de cosacos a mil quinientos kilómetros al norte de Krasnoyarsk, donde también, en otros años, serán confinados Stalin, Kámenev y Sverdlov. Desde la cárcel de San Petersburgo, Volodia escribe a amigos, como a A. K. Chebotariova, solicitando libros para trabajar, al tiempo que incluye en la bibliografía títulos con interrogante, que, en realidad, son preguntas en clave para saber si han detenido a otros camaradas, citados siempre con nombres clandestinos. En los largos meses de cárcel, que ignora cuándo terminarán, escribe, y propone entonces a Nadezhda Krúpskaia unir sus vidas, escribiéndole para ello una nota (¡con tinta invisible!) en uno de los libros que intercambian. La vida obrera es muy dura: al año siguiente, decenas de miles de tejedores de San Petersburgo se ponen en huelga reclamando una jornada laboral de diez horas y media (trabajaban entonces entre catorce y dieciséis), y Volodia está convencido de que sólo la revolución cambiará la vida miserable de los trabajadores. Volodia, viendo la Rusia que Lérmontov, décadas atrás, había definido («Rusia mal lavada, país de esclavos y señores»), contemplando la apatía del Oblómov de Goncharov que se encuentra en todos los rincones del país, conociendo la desdichada condición obrera, va a dedicar su vida a la revolución.
Tiene que ir al destierro siberiano. A principios de marzo de 1897, Volodia parte desde San Petersburgo hacia Moscú; el día 7, sube al tren, siendo acompañado hasta Tula por su madre y sus hermanas Ana y María. Recorre después la cegadora estepa rusa sepultada en la nieve, atraviesa el helado río Obi en un carruaje de tiro, («el puente no está aún terminado», escribe Volodia a su madre, a quien da cuenta de «la diabólica lentitud del tren») y, finalmente, llega a Krasnoyarsk. Allí, en la estación, verá, sin poder hablar con él, a Nikolái Fedosiev, el militante que organizaba a los revolucionarios de Kazán cuando Volodia estudiaba allí. Volverá a tener noticias suyas dos años después, en Shushenskoie: Fedosiev se ha suicidado en el destierro, dejando un mensaje para el joven Uliánov, quiere que sepa que no muere desengañado de sus ideas, y que, pese a suicidarse, lo hace «con fe absoluta en la vida». Volodia cree que su trágico fin es a consecuencia de las calumnias que había hecho correr Yudjotski, un deportado en Verjolensk.
Llega, por fin, a Krasnoyarsk. Durante más de un mes, mientras espera que la policía le indique el lugar de destierro definitivo, vive en esa casa de madera (que todavía hoy se conserva, en la ulitsa Markovskogo, 27), y frecuenta la biblioteca pública (donde puede leer revistas de Moscú y San Petersburgo) y la rica colección privada de Yurin, un comerciante de la ciudad que le enseña a Volodia sus «tesoros bibliográficos». Su tiempo lo reparte entre la biblioteca y el callejeo por la ciudad. Las afueras de Krasnoyarsk, hoy la reserva natural Stolby, le recuerdan «Giguli o a Suiza»: debía referirse a las montañas Zhigulí, en la curva del Volga entre Samara y Togliatti. Pide por carta a su familia que le digan a Piotr Struve (entonces, marxista aunque con lazos con los naródniki ) a quien Volodia denomina siempre «el escritor», que le envíe libros.
A mediados de abril, espera que se confirmen los rumores sobre su destino final, y confía en que se reanude la navegación por Yeniséi: podrá así navegar hasta Minusinsk, a cuyo distrito conocen como la «Italia siberiana». Cuando le informan, a final de mes, del lugar de destierro, Shushenskoie, parte, diez días después, en ese barco Santo Nikolái para remontar el Yeniséi: llega a Minusinsk el 19 de mayo, en un viaje que le ha resultado «muy caro e incómodo».
Dos días después, sube en Minusinsk a un coche de caballos hasta la aldea de destino, a donde llega el 21 de mayo. El lugar no le disgusta. Está situado en la orilla del río Schush, un afluente del Yeniséi, que por allí se dirige en varios brazos hacia el norte, y no lejos de las cumbres siempre nevadas de los montes Sayanes, que llegan casi hasta el lago Baikal. Concibe entonces unos de los pocos versos que escribió: «En Schush, al pie del Sayán…» Vive en la modesta casa de un campesino, pasea, se baña en el Yeniséi, caza liebres, perdices, ánades, becacinas, descubre que hay cabras salvajes, y, «en las montañas y en la selva […] martas cebellinas, osos y renos»; lee y escribe, en la monótona vida de una aldea siberiana, avanza con lentitud en sus trabajos, y pide más libros, «economistas y filósofos en los idiomas originales», Saint Simon, Labriola, Marx, Engels, Turguénev, y revistas donde escriben los populistas, además de un juego de ajedrez, de manuales para aprender inglés. Planea reunir sus artículos en un volumen, lucha con los mosquitos. Ese verano de 1897 lo pasa peleándose con el responsable del correo (Iván Andréich, lo llama, por el personaje de Gógol en El revisor) quejándose de la pérdida de cartas, y constatando que, en Siberia, agosto puede ser un mes frío, con viento, lluvioso.
A Shushenkoie habían sido desterrados muchos decembristas, tras el fracaso de 1825, y, después, algunos polacos de la revuelta de 1860. Cuando llega Volodia, el populismo (cuyos primeros exponentes eran, más que socialistas, adversarios del feudalismo), el movimiento está en franco retroceso; ya había desaparecido la vieja Tierra y Libertad, y su sucesora, Naródnaya Volia (La Voluntad del Pueblo), que había optado por el terrorismo para arrancar la libertad, cede terreno a la penetración de las ideas marxistas, que impulsa desde su exilio en Ginebra el grupo de Plejánov, Axelrod y Vera Zasúlich. En Rusia, esas décadas finales del siglo XIX serán un constante enfrentamiento ideológico entre populistas y marxistas, donde aquéllos habían pasado desde un confuso socialismo agrario a la defensa de los pequeños burgueses que sufrían bajo el nuevo capitalismo ruso. Mientras, los demócratas habían fundado Naródnoie Pravo para combatir al zarismo, cuya acción, sin embargo, el joven Volodia juzga insuficiente ya en 1893, cuando vive en San Petersburgo.
En mayo de 1898, Nadezhda Krúpskaia (a quien Volodia llama a veces Rípkina) llega con su madre a Shushenskoie. Por el Yeniséi sólo ha podido navegar hasta Sorokin, y ha tenido que esperar una semana en Krasnoyarsk. Nadezhda Krúpskaia ha conseguido cambiar su lugar de destierro, Ufá, por la aldea de Volodia, con la excusa de que va a contraer matrimonio con él; que tendrá que cumplir rápidamente: las autoridades zaristas exigen que se case «de inmediato» o, si no lo hace, debe volver a Ufá, y, en efecto, a finales de julio, se casan por la iglesia, por la sencilla razón de que el matrimonio civil ni siquiera existe entonces en Rusia. Dos campesinos son los testigos del enlace. Nadezna será la compañera de toda su vida, aunque Volodia mantuvo una prolongada relación con Inusia Armand, una parisina militante del partido bolchevique a quien conoció en París, en 1909, que morirá tempranamente en 1920 a causa del cólera. Sería enterrada en la muralla de la Plaza Roja moscovita, junto a la tumba de John Reed, que murió un mes después que ella.
Mientras tanto, Volodia ha estado ocupado escribiendo El desarrollo del capitalismo en Rusia, y, después, reflexiona sobre el libro de Bernstein, Las premisas del socialismo, donde el alemán postula una vía pacífica al socialismo que Uliánov no cree posible: ese reformismo que aparece en los círculos obreros y revolucionarios le preocupa. Recibe con decepción noticias de las nuevas ideas de Bernstein que están golpeando a la socialdemocracia alemana y a otras organizaciones europeas: en octubre de 1899, cuando se celebra el congreso del SPD en Hannover, se discute la posición revisionista de Bernstein impugnando el marxismo, que será derrotada, en una ponencia que defendió Bebel. Volodia considera muy endeble el libro de Bernstein, que, según él, copia ideas de otros, como Sidney y Beatrice Webb. Pese a ello, Volodia juzga muy interesante el debate en Alemania sobre el libro de Bernstein, y antes de que termine 1899, escribe un proyecto de programa para el partido socialdemócrata ruso. También Piotr Struve, autor del manifiesto del POSDR, empieza a alejarse de las organizaciones socialistas: terminará engrosando las filas de los kadetes y, tras la revolución bolchevique, pasará a los blancos y será ministro con Wrangel y Denikin . Todo son dificultades para el pequeño movimiento emancipador. Al año siguiente de la llegada de Volodia al destierro, nueve delegados habían fundado en Minsk el POSDR, ese partido que, años después, se dividirá entre bolcheviques y mencheviques. Lo constituyen con la fusión de las Uniones obreras locales de distintas regiones de Rusia y con el Bund judío. Sin embargo, la Ojrana (policía secreta zarista), que se infiltra en las organizaciones revolucionarias, consigue detener a los delegados del congreso, y el nuevo partido desaparece en la práctica. El joven Volodia, a quien llegan noticias de la detención, cree necesario fundar un partido marxista y un periódico que difunda entre el proletariado la idea de la revolución socialista.
Volodia sigue en Shushenskoie con la forzada rutina. Caza conejos y zorros, pasea por los bosques, escribe a la familia constantemente, a sus camaradas y a otros desterrados en Siberia, con tinta simpática para burlar a la censura. Traduce, escribe artículos para ganar algunos rublos, y trabaja en su libro sobre el desarrollo del capitalismo en Rusia, que publicará en 1899. En septiembre de 1898, vuelve a Krasnoyarsk, para ir al dentista, y aprovecha para consultar libros y reunirse con amigos. Sube al vapor de regreso, ese Santo Nikolái , a principios de octubre; tarda cinco días en llegar a Minusinsk, navegando por el Yeniséi con suma lentitud, y tiene que encerrarse en el pequeño camarote debido al frío, provisto de velas para poder leer. Escribe constantemente, polemizando, combatiendo las ideas que cree nocivas para el socialismo; sigue como puede los debates del movimiento obrero europeo, juega al ajedrez, acaricia la idea de que su madre pueda ir a visitarlos. Requiere información sobre los cambios políticos en Eusia, e intenta seguir las noticias sobre los disturbios en Petersburgo, donde, en febrero de 1899, se habían manifestado los estudiantes; y sobre Finlandia, donde, el mismo mes, se había derogado la constitución finlandesa y se habían desatado protestas.
El 10 de febrero de 1900, Volodia acaba su condena en Siberia. Cuando termina el destierro, emprende el regreso con Nadezhda Krúpskaia, su suegra y otros deportados. Pese a haber terminado su pena, el gobierno zarista le prohíbe, durante tres años más, vivir en Moscú, San Petesburgo, Irkutsk, Krasnoyarsk, y en las ciudades de importante población obrera. A su vez, Nadezhda Krúpskaia tiene que ir al destierro a Ufá. Volodia viaja clandestinamente a Moscú y a San Petersburgo, siempre con la policía en los talones, y es detenido de nuevo en junio, en Tsárskoye Seló, la villa donde reside el zar, junto con Mártov, pero consigue salir libre a los diez días y, tras visitar a su familia en Podolsk (a donde ha viajado, ¡escoltado por un policía de la Ojrana!) y a Krúpskaia en Ufá, toma una decisión. Llevaba meses pensando en fundar un periódico, Iskra, para difundir las ideas del socialismo, pero sabe que ese proyecto sería prohibido por el zarismo: sólo le queda la opción de hacerlo en el exilio europeo, por lo que deberá solicitar autorización a la policía para salir de Rusia, y, el 29 de julio, emprende el viaje hacia Suiza. Tiene sólo treinta años: empieza entonces su exilio en Europa, donde, en 1901, con una carta dirigida a Plejánov, adopta el seudónimo que le hará célebre en todo el mundo. El deportado Volodia se ha convertido en Lenin, un hombre que escribiría más de treinta mil páginas pensando siempre en la revolución.
Vivirá su exilio en Ginebra y en Londres, en Cracovia y en Kuokkla, en París y en Berna, y, finalmente, en Zúrich. Apenas hará un regreso temporal a Rusia en 1905, con la rebelión aplastada, hasta que, finalmente, en 1917, vuelve para dirigir la revolución proletaria. Sabía que tendría que vencer muchas dificultades, y que los enemigos no ocultaban sus propósitos: el 16 de abril Lenin llega a la estación de Finlandia de Petrogrado, la vieja San Petersburgo. Poco después, el general Kornílov, portavoz de la vieja Rusia zarista lo diría con crueldad en esos días cruciales de 1917, antes de la toma del Palacio de Invierno: «Aunque tengamos que quemar la mitad de Rusia, y matar a las tres cuartas partes de la población para salvarla, lo haremos.»
Lenin, con su gorra de visera, sigue hoy mirando al río Yeniséi desde su estatua de la plaza de la Revolución en Krasnoyarsk, por voluntad popular, pese al huracán siniestro de los años de Yeltsin, que quiso destruir hasta el recuerdo de los días de Octubre y de la revolución bolchevique. Pero cuando, en un helado día de febrero de 1900, dejaba atrás las riberas del río en Shushenskoie navegando en el vapor Santo Nikolái, y llegaba, de nuevo, a la estación de Krasnoyarsk, en el momento en que la revolución todavía era un sueño, el joven Volodia había empezado a ser Lenin, aunque él aún no lo sabía.
Lenin en el río Yeniséi , V. Kuznecov: https://www.net-film.ru/film-35/
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