«Yo lo que quiero es la normalidad que he conocido y la que supongo que queremos todos… Yo no quiero ser ni mejor ni peor, ni más alto, ni más hermoso, quiero vivir como antes, que lo que me sobra no son mis costumbres, ni los hábitos ni los mecanismos del mundo. A mí lo que me sobra es el coronavirus».
(Fernando Savater: declaración en una entrevista radiofónica de 1 de mayo de 2020)
Confieso que siempre he tenido un problema con la idea de normalidad, tanto en su expresión en forma de sustantivo como en forma de calificativo. Se me entenderá rápida e intuitivamente mediante una anécdota. Fue hace casi dos décadas que mi novia y yo fuimos invitados a una fiesta en un chalé de un pueblo de la maltrecha vega granadina. Las anfitrionas del evento eran una pareja de lesbianas amigas nuestras y la mayoría de los congregados eran jóvenes homosexuales de ambos géneros. Nada más llegar nos sentamos en una amplia mesa dispuesta en el jardín de la casa, donde se encontraban ya sentadas un par de chicas que nosotros no conocíamos. Tras los saludos y presentaciones de rigor y ya tomando unos refrescos, una de ellas nos espetó: «vosotros sí sois normales como nosotras, ¿no?». A lo que yo repliqué: «bueno, yo diría más bien que aquí somos los anormales».
Vienen hablando nuestras autoridades en estos días, con el Presidente del Gobierno a la cabeza, de «desescalada», término no recomendado por la Real Academia Española de la Lengua, dicho sea de paso. Sea como fuere, el sentido de lo que se quiere decir desde las altas instancias sanitarias y políticas es claro para todos; se trata del proceso de reducción de las restricciones de movilidad y negocio básicamente, establecidas para ralentizar el contagio del dichoso coronavirus SARS-COV-2. Entre aplausos en apoyo al personal sanitario, silencios como expresión de respeto a los infectados difuntos y caceroladas en protesta por la gestión del Gobierno –según dicten las filias y fobias de cada parroquia– la ciudadanía entrevé esa luz al final del túnel, imagen tan manida como gráfica para representar la clase de las aciagas coyunturas por las que a uno en ocasiones le toca transitar en la vida; igual que lo hace un tren, férreamente sujeto a unas vías que el pasajero no ha trazado premeditadamente ni ha colocado tampoco, pero que fijan el rumbo de todos los que viajan en sus vagones sin poder detenerlos ni saltar de ellos con la locomotora siempre en marcha, solidarios todos a la fuerza camino de nuestro incierto destino.
La luz que dicen atisbar quienes están al mando se plasma mediante el sintagma «vuelta a la normalidad». Aquí es donde mi problema con el concepto de marras prolonga la zozobra del confinamiento al que ya se ansía fijar fecha de caducidad.
Que sí, que es la «nueva normalidad», porque se asegura que no va a ser igual a la precedente (por lo que no sería «vuelta», propiamente hablando), pero sospecho que en ese anhelo de «recuperación de la normalidad», como también se dice, hay un determinante sesgo conservador –y no se me entienda aquí en clave política, no al menos primordialmente (aunque no tengo por detalle menor que, según apuntan las informaciones de alguno de estos días, el Gobierno quiera utilizar la palabra «reconstrucción», mientras que el PP prefiere «recuperación», para denominar a la comisión parlamentaria que entienda del plan a diseñar para afrontar la crisis)–. El caso es que detecto más una aspiración por volver a nuestro modo de vida de antes que por mirarlo con ojos nuevos. La sacralización acrítica de la normalidad me parece prueba de ello, de la que la declaración de Savater citada considero una muestra ilustrativa, congruente por cierto con la ideología del final de la historia: no hay que modificar nada, pues estábamos bien tal y como estábamos, en el mejor de los mundos posibles. Se diría que como utopía sólo cabe la normalidad, nuestra normalidad, que de horizonte parcial pasa a ser el orbe completo. De lecciones que aprender, ni hablamos; si acaso, únicamente en el plano técnico. No se me ocurre mejor antídoto contra el progreso.
No hay que pasar por alto los distintos aspectos semánticos que conforman el sentido de la palabra «normalidad». Todos ellos impregnan la cosa sobre la que el término es proyectado y, sin ser el hablante consciente de ello las más de las veces, definen su realidad. Uno de los prodigios de la humana condición es su poder para crear realidad (es decir, efectos sobre la nuda materia) mediante el lenguaje. Se puede comprobar fácilmente yendo al diccionario la cantidad de acepciones de «normal», vinculadas a «lo que es norma»; es decir, lo que sirve de regla e imprime carácter normativo y justifica la acción, que se asume porque es normal. (Adviértase la petición de principio en la que se incurre, pues se suele hacer lo que se hace porque es lo normal, y es lo normal porque es lo que se acostumbra hacer.) De aquí la contundencia de esa expresión de reproche tan común que reza: «¿te parece a ti que lo que has hecho es normal?», y que no admite réplica.
Lo normal marca un territorio sagrado de alguna manera, un espacio conquistado de una vez para siempre donde reina el sentido común, esto es, donde rige ese criterio supuestamente universal que obliga a actuar de la misma forma a todo el mundo en según qué situaciones, y que si se desafía hay que estar dispuesto a arrostrar las censuras y penalizaciones que conlleva. Como el ser tachado de «anormal», vocablo eminentemente peyorativo. Palabras como «excéntrico» o «extravagante», ambas dentro del ámbito semántico de «anormal», con las que nombramos lo que se sale de lo común, aunque en situación de mayor tolerancia desde el punto de vista del juicio moral, marcan la zona fronteriza de la normalidad. La prueba es que llamando «anormal» a alguien lo podemos ofender, mientras que, en principio, no sería el caso con los otros dos términos. Salirse de ese territorio de la normalidad es lo que quieren decir los prefijos «ex» y «extra» de esos dos calificativos. No dejan de ser inquietantes tanto el excéntrico como el extravagante por lo que tienen de impredecibles, ambos asimismo en la antesala de la locura, provincia destacada de la anormalidad y coartada a menudo aducida para justificar la persecución política del disidente, del heterodoxo.
Así pues, quien, ya sea por inconsciencia o voluntad dolosa, desafía el mandato de la normalidad se expone a ser candidato al título de «anormal», palabra que denota tara, la cual puede ser tanto física como moral. Porque lo que es normal es aquello que forma parte de la naturaleza de algo. La enfermedad –como esta de la COVID-19–, en efecto, es un estado anormal para todos. Así la anormalidad viene a confundirse con lo que es contra natura, y lo natural y lo moral vienen a identificarse en lo normal, que en muchas expresiones incluye la virtud del justo medio. Como cuando se va a la consulta del médico y éste pregunta si bebe uno, y se le responde: «lo normal» (es decir, lo acostumbrado). Si se traspasa el límite que la normalidad dicta, a lo peor se puede incurrir en las formas del «pervertido» o «invertido», en lo que se evidencia la asociación enfermedad-pecado-delito. También en que el calificativo «sano» incluye la acepción «libre de error o vicio, recto, saludable moral o psicológicamente».
Es comprensible que volver a la normalidad –recuperarla como también se dice, dando así por supuesto que se trata de algo valioso que hay que procurar poseer a toda costa– sea una querencia hasta cierto punto natural. Una vez se ha olvidado que el hábito fue el que entronizó la norma, y acaba suplantando sin más a lo razonable y justo, lo que importa es que gobierne lo predecible. ¿Qué mayor tranquilidad puede ofrecer un soberano a sus súbditos que la que otorga lo predecible? Hasta me siento tentado a decir que lo normal es apreciar la normalidad. Nuestra sociedad anhela ahora la vuelta a la normalidad que certifique el final de la epidemia análogamente a como cuando enferma el cuerpo, cuya cura es completa sólo con el regreso a la normalidad.
Ahora bien, la normalidad nada tiene que ver con la naturaleza. Porque aquélla se fundamenta en el juicio de valor, mientras que ésta es ajena a cualquier criterio de jerarquización axiológica. La normalidad es –quiérase o no– una noción esencialmente convencional por moral; la naturaleza es amoral. Una de las más tempranas aportaciones de la historia de la filosofía se dio cuando los conocidos como sofistas, pensadores griegos de hace dos mil quinientos años, distinguieron el mundo social del físico a efectos teóricos, discerniendo el ámbito donde rige la convención de aquel donde manda la naturaleza.
Vale decir entonces que la norma, que a la noción de normalidad alumbra, es cosa humana, producto de la convención social, eso sí, no necesariamente consciente, y en cualquier caso relativa. En consecuencia, la normalidad no debe suplantar ni a la racionalidad ni a la naturaleza, aunque tiene suficiente poder, por las leyes del psiquismo humano y sus fuertes raíces antropológicas, de sesgar decisivamente el juicio de realidad a partir del cual se disparan las conductas. El sentido común es el aval impostor de ese juicio sesgado cuando no se lo quiere vincular a una evaluación comprometida con la verdad, es decir, desde el sano escepticismo y el rigor racional. Qué pobre discurso el que tiene su principal argumento en el sentido común como norma, como mera convención que se quiere hacer pasar por evidencia inapelable. De su práctica fue destacado exponente un exmandatario político nuestro. Ciudadano que presumía de ser normal y predecible, atleta amateur, que –supongo que como tal– no pudo renunciar hace unos días a la práctica de su afición e infringió el confinamiento.
La idea conservadora y acrítica de la normalidad la condensa magistralmente Andrés Rábago, «El Roto», en uno de sus lúcidos dibujos publicados en el diario El País. En la viñeta aparece la cabeza de un androide parecido al C-3PO de La Guerra de las Galaxias (Star Wars) y al menos popular de Metrópolis, el clásico cinematográfico de Fritz Lang. De su boca salen las siguientes palabras: «¡el piloto automático… Qué gran líder!».
Yo no quiero volver a la normalidad, si ello significa verme arrastrado de nuevo por el modo de vida del piloto automático. Todos somos actores afectos a un sistema del que la normalidad representa el vasto conjunto de obligaciones no necesariamente legales cuyo cumplimiento se espera. Cuántas cosas no conscientemente elegidas con las que sin embargo hay que transigir para arrancarle sus instantes de deleite al tiempo. Temo que volver a la normalidad signifique reactivar el piloto automático. No quiero despertar cada mañana con el tiempo ya consumido. No quiero el regreso del ruido ni el de los traslados apresurados siempre con el tiempo tasado y apretado entre plazos (de hipotecas, de jornadas laborales, de cursos, de ocio y negocio). No quiero regresar al pensamiento cautivo de los mil y un estímulos que secuestran mi atención en función de las trampas que los ingenieros del comportamiento diseñan para que consuma, porque si no la economía se hunde. El retorno a la normalidad tiene mucho de imperativo económico; hay que ser conscientes de su finalidad crematística, que conlleva una necesidad de control sobre el comportamiento de las gentes. De aquí el cultivo obsesivo de cálculos que opacan la vida, pero cierran el autocomplaciente círculo lógico de un sistema cuyas premisas ideológicas se tienen por asépticos axiomas, y cuyas conclusiones son resultado de una deducción tan inapelable como tramposa. El piloto automático representa en la viñeta de “El Roto” nuestro modo de vida normal, es decir, en el que no hay que pensar qué hacer. Esa normalidad a la que ansiamos retornar, en la que la mayoría de la ciudadanía compromete sus pensamientos y acciones con sus rutinas, hábitos y costumbres, proporciona el lenitivo que mitiga toda nuestra problematicidad existencial.
Es verdad que regresar a la normalidad se identifica, sobre todo, con volver a disfrutar de la libertad de movimientos y todo lo bueno que ello trae consigo; pero al mismo tiempo supone ingresar de nuevo en ese mundo de las representaciones y de los símbolos con el que enterramos la realidad de la que el coronavirus es su heraldo insolente. Seguramente tornaremos a abrazar con desesperación infantil y desnortada el delirio de la negación de nuestros límites (de nuestros cuerpos), que son los bordes afilados de la materia con los que nos topamos en situaciones como la actual.
Libertad de salir, ¿pero y la libertad de quedarse en casa? Libertad de alternar, ¿pero y la libertad de estar en soledad? Libertad de comunicarse, ¿pero y la libertad de quedarse en silencio? Libertad de consumir, ¿pero y la libertad de abstenerse? Libertad de expandirse, ¿pero y la libertad de contenerse? Libertad de salir corriendo a toda prisa sin mirar atrás, ¿pero y la libertad de detenerse a contemplar? Libertad de perseguir tus sueños, ¿pero y la libertad de conocer la realidad? Nuestra normalidad añorada padece un desequilibrio; es decir, también tiene algo de patológico.
Decía Karl Marx que cuando la historia se repite la segunda vez es una especie de farsa. Si la normalidad antes de la pandemia tenía su ingrediente de impostura, al volver a ella será un patético ejercicio de autoengaño. Porque lo real es lo más fuerte, a nosotros, seres esencialmente frágiles, nos queda la ilusión de la normalidad, guión amable donde lo que ocurre es previsible y el devenir ya no es ese flujo imparable de contingencias que nos estrellará tarde o temprano contra un nuevo escollo que acaso nos destruya.
Cabe esperar que nos volvamos a refugiar en la («nueva») cotidianidad y a planificar un futuro del que somos rehenes. Y así nos sentiremos libres, liderados por el «piloto automático». No nos habremos bajado en ningún momento del tren que atravesó el túnel de la pandemia. Habrá quienes cambien de vagón, pero es poco probable que los raíles vean modificado su trazado.