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Carlo Frabetti y el tránsito de Venus

Yo no quiero ser puta

Fuentes: Rebelión

En el artículo recientemente publicado en esta página con el título de «Todos somos putas» (Rebelión miércoles 9 de junio de 2004 sección España) el matemático escritor y puta –sic.– Carlo Frabetti levaba a cabo una abierta apología de la dignidad de este «oficio» en nombre del «derecho de autodeterminación de las personas y los pueblos». […]

En el artículo recientemente publicado en esta página con el título de «Todos somos putas» (Rebelión miércoles 9 de junio de 2004 sección España) el matemático escritor y puta –sic.– Carlo Frabetti levaba a cabo una abierta apología de la dignidad de este «oficio» en nombre del «derecho de autodeterminación de las personas y los pueblos». El argumento de Carlo Frabetti -que es, dicho sea de paso, completamente irreprochable- podría presentarse resumidamente de la siguiente manera: si defendemos la legitimidad del terrorismo por qué no vamos a defender la de la prostitución. En efecto el argumento es análogo a otro igual de concluyente que fue ya enunciado por Santo Tomás de Aquino (Doctor de la Iglesia y «Príncipe de los Escolásticos», conocido también como el «Doctor Angelicus» por la sublime sutileza de sus razonamientos, que aunque fueron escritos en la segunda mitad del siglo XIII nunca han dejado de estar de actualidad desde entonces, sobre todo en el Vaticano, pero no únicamente allí) y que era usado, en aquella ocasión, para defender la legitimidad de la tortura, sobre la base de que: puesto que es legítimo aplicar la pena de muerte también lo es torturar, ya que lo que se admite como válido para el todo, ha de admitirse igualmente para la parte.

En efecto, a la base de este tipo de argumentaciones hay un principio que es de sobra conocido para cualquier matemático desde los orígenes mismos del oficio, el de que: el todo es igual a la suma de las partes; pero al que se añade aquí otro que se da por sobreentendido, a saber, el de que: el todo no es nada más que la suma de las partes. Sin embargo este otro principio no es ya un principio matemático sino un postulado metafísico -muy útil, por ejemplo, para poder hacer matemáticas- y es, por tanto, precisamente, uno de aquellos principios que eran la especialidad del Doctor Angelicus -filósofo que, no en vano, sigue siendo aun hoy no sólo el teólogo oficial de la Santa Iglesia Católica y Apostólica de Roma, sino, desde tiempos más recientes (a través, por ejemplo, de los oficios de algunos filósofos tan indudablemente rigurosos y admirables en tantos sentidos como Gustavo Bueno) también el modelo de la deriva que parece condenado a adoptar un cierto materialismo matematizante de raíz anarquista y cabreada (sobre todo a medida que se va haciendo mayor)-.

Este principio metafísico es perfectamente justificable desde el punto de vista de una concepción escatológica cristiana como la de Tomás, según la cual los hombres no son sino partes de aquel todo cuya «salvación» está encomendada a la Iglesia, a saber: el género humano, en cuyo nombre no sólo es legítimo, sino que resulta incluso conveniente y hasta necesario, sacrificar a algunas de sus partes integrantes (los individuos) -sacrificios que incluyen, claro está, no sólo el martirio o la inmolación, sino también la tortura inquisitorial, el tormento ejemplarizante y la ejecución sumaria-. De igual manera, el principio está también plenamente justificado desde el punto de vista de una metafísica materialista anarquista como la de Mijaíl Alexándrovich Bakunin, puesto que la «liberación» de la Humanidad justifica igualmente el sacrificio de cuantos integrantes de la misma sean necesarios -aunque fueran todos («hágase justicia y perezca el mundo», decían los clérigos medievales y los terroristas anarquistas del siglo pasado)-.

En efecto en ambos casos los sacrificios son únicamente corporales, y sería propio de gentes muy pobres de espíritu el no estar dispuestos a afrontarlos si es por defender causas tan elevadas. En el primer caso, los sacrificios afectan sólo a ese «cuerpo místico de Cristo» -por decirlo con las bellas palabras de San Pablo- que es su Iglesia, la cual se puede ver obligada a prescindir de algunos órganos pecadores tal y como mandan las escrituras («si tus ojos pecan, arráncatelos…» etc.); en el otro sólo a ese conjunto de cuerpos moviéndose por el espacio euclideo que son los seres humanos vistos desde una óptica radicalmente materialista. El alma de unos y otros queda, en cambio, en ambos casos, igualmente a salvo, o más aún que antes. En el primer caso porque sigue siendo asunto únicamente de Dios el juzgarla -e incluso Él mismo puede encargarse de enmendar los errores que nosotros hubiéramos podido cometer por precipitación prescindiendo de algunos cuerpos innecesarios («matadlos a todos que Dios conocerá a los suyos» decían respecto de los sospechosos de herejía en la Europa del siglo XVI ante las dificultades que planteaba el diferenciar a un hugonote de un Ugolino -que es como se llamaba Gregorio IX el papa que fundó la Inquisición-)-. En el otro caso, porque no existe tal cosa, a no ser que llamemos «alma» a nuestro intelecto, o a ese órgano nuestro que llamamos «cerebro» -como hace Frabetti en su artículo-; pero entonces éste en realidad sólo comienza a peligrar cuando cometemos una inconsecuencia como la de justificar el terrorismo y no la prostitución o legitimar la pena de muerte y no la tortura, o cuando, en fin, una vez que hemos admitido que el todo no es ni puede ser nada más que la suma de sus partes, nos negamos a admitir las consecuencias que se derivan de ello y que con tanta claridad expusieron en su momento Godofredo Leibniz y Baruch Espinosa, y siguen exponiendo aún hoy en día en España (con los mismos medios, aunque no en los mismos medios) intelectuales como Carlo Frabetti y Gabriel Albiac. Para que luego digan que se ha perdido en el pensamiento español el espíritu de profundidad y el aliento metafísico.

Basta en efecto -como muy consecuentemente apunta Frabetti al final de su artículo- con sustituir (como hacen a menudo los matemáticos en una fórmula) una cosa por otra y con poner «Terrorismo de Estado» allí donde se pone «Barbarie Integrista» y viceversa, o «prostitución» allí donde pone «libre iniciativa empresarial», o con poner «determinismo» y «fatalismo» donde pone «autodeterminación» y «libertad» para convertir un discurso en el otro. Sobra decir que poniendo en esos mismos lugares los términos «herejía», «pecado», «Providencia» se obtienen discursos análogos a los que todavía hoy se conservan en los monasterios de los frailes dominicos a título de apologías de otro oficio -que también puede con justo merecimiento aspirar a ser uno de los más antiguos del mundo-: el «Santo Oficio».

Quienes ejercían este Santo Oficio se dedicaban -como de todo el mundo es sabido- no sólo a defender los derechos de una violencia legítima por encima de los de una violencia ilegítima (derechos que ellos no pretendían basar en aquello que estipulan las leyes positivas de un Estado de Derecho, sino en algún tipo de principio metafísico previamente postulado de un modo que además podría denominarse -al menos desde el punto de vista de un pensamiento crítico- como enteramente dogmático) sino también a ejercer efectivamente, y de hecho -y no sólo de forma simbólica o retórica-, esa misma violencia sobre los cuerpos reales de los condenados, sometiéndolos por su propia mano, o por la de sus verdugos, al tormento y a la muerte. Sin embargo, en lo que concierne a los apologetas de estas actividades, al menos hay que reconocer que la Iglesia Católica siempre estuvo de acuerdo en admitir el carácter de «Dogmas» de aquellos principios cuya validez y consecuencias se encargaba de defender la Inquisición. El pensamiento materialista (al menos el de raíz anarquista cabreada) no suele estar tan dispuesto a admitir el carácter dogmático de sus presupuestos que prefiere presentar como puramente «racionales», enteramente lógicos, y hasta rigurosamente matemáticos y tan indeclinables como el resultado de un cálculo.

Ahora bien, es precisamente allí donde lo que se pretende poner en juego son principios «meramente» o «estrictamente» racionales, en donde cualquier pensamiento crítico comienza a tener sospechas y puede empezar a buscar el carácter dogmático de los presupuestos; al menos en el momento mismo en el que tales principios pretenden imponerse a cosas que no son simplemente ideas o pensamientos («géneros» -como el género humano-, o «especies» -como esa especie zoológica a la que pertenecen, efectivamente, los hombres considerados desde un punto de vista meramente material-) sino que son también cuerpos (con sus manos izquierdas y sus manos derechas, con su irreductibilidad intacta a pesar de su indiscernibilidad, con sus concavidades y sus convexidades, entrantes y salientes, interiores y exteriores, etc. cosas todas ellas que no pueden a la vez desplegarse ante los ojos de la razón y hacen necesario el uso de los recursos que nos proporciona el pensamiento discursivo y la metodología estructural) y hasta cuerpos vivos (con sus penitas y sus dolores, alegrías y regocijos, tan singulares y tan distintos que nunca pueden acabar de reducirse a una fórmula y hacen necesario el uso de todos los recursos del método fenomenológico). Esto ocurre tanto más cuando encima esos cuerpos resultan ser los sitios en los que viven unas personas (sujetos históricos que hacen necesario recurrir para ser captados en su peculiaridad al tipo de acercamientos característicos de la hermenéutica). De manera que, aunque es verdad que existen unos seres a los que se puede llamar con razón «animales racionales», no se pude decir que en ellos el todo sea meramente igual a la suma de las partes, y ni siquiera que todas las partes puedan ser tratadas de la misma manera, porque el resultado de juntar esas dos cosas da lugar a un ser con unas propiedades tan distintas, respecto de las de sus componentes por separado, como lo son las propiedades del agua respecto de las del oxígeno y el hidrógeno por sí solos. En efecto no puede ser igual de racional que nosotros un ser que no sea además un animal (un ángel, por ejemplo, o un intelectual cuyo único órgano sea, por ejemplo, el cerebro, sin atender jamás, para nada, a otros como la sensibilidad) ni puede ser igual de animal que los otros un bicho que además es capaz de pensar (y que por eso puede serlo hasta más, y convertirse, propiamente, en una auténtica bestia). Nadie hubiera podido llegar nunca siquiera a imaginar todas las cosas de las que es capaz el agua, a diferencia de esos dos gases que la componen, si se hubiera limitado a estudiar a aquellos por separado. Al fin y al cabo, hasta nosotros mismos estamos hechos de eso en más de un 90%, y el resto no son más que unos pocos minerales y metales, pero tampoco diría nadie por ello que no seamos nada más que la suma de esas partes.

Las pretensiones de imponer los derechos y las razones de los pensamientos y de los números, por encima de los de los cuerpos y de los de los animalillos y personas que los habitamos empiezan a ser tanto más sospechosas desde el momento en el que nos damos cuenta de que, al contrario de lo que ocurre con nuestras teorías y nuestros postulados metafísicos -que siempre podemos cambiarlos o buscar otros si nos hartamos de ellos o dejan de convenirnos- al menos de momento sigue sin sernos posible mudarnos a otro planeta o a otro cuerpo. De manera que, ciertamente, seguimos sin tener más remedio que continuar reclamando el derecho de autodeterminación precisamente de éstos, y no de otros -sean místicos o geométricos-. No obstante, ya puestos, quizás sería más interesante intentar defender esos derechos desde un punto de vista más amplio que el que suele proponerse -un paso más a favor de otra rebelión posible-, interpretándolos verdaderamente como todos en términos estrictos, atendiendo también a los caracteres peculiares e irreductibles de esos todos a los que da lugar la coincidencia en un mismo sujeto de cosas tan diferentes como la animalidad y la racionalidad, como intenta hacer un pensamiento crítico; en lugar de seguir tratando de defender por separado los derechos de una cosa y de la otra, o de limitarnos a defender los de una parte más o menos gorda de una cosa o de la otra por encima de las demás, hasta tener que acabar luchando por los derechos de los átomos de carbono y de las identidades idiosincráticas de los puteros zaragozanos. A lo mejor ha llegado el momento de empezar a defender, por ejemplo, la necesidad de una República Cosmopolita dotada de unas leyes justas que la conviertan en un Estado de Derecho instituido a nivel planetario -y, por tanto, de todas las iniciativas políticas que podamos entender como conducentes a su establecimiento-, antes que los derechos de autodeterminación del pueblo de Dios, o del pueblo de Euskadi, o del pueblo del Egido (a no ser que lo queramos considerar «el pueblo elegido», sea a éste último o sea a cualquiera de los otros) o de defender la necesidad de que las mujeres puedan acceder ya de hecho y de derecho a su condición de ciudadanas, antes que preocuparnos por asegurar -siguiera indirectamente- los privilegios de los que disfrutan en España aquellas pichas cuyos dueños pueden permitirse económicamente el autodeterminarse a disfrutarlos.

Así, aun sin entrar a discutir la validez de los argumentos metafísicos esgrimidos por los apologetas de la prostitución -entre los que se encuentran figuras tan aparentemente distintas como Joaquín Sabina y San Agustín de Hipona- o del terrorismo -entre los que se encuentran sin duda alguna tanto medios como El País, como medios como Gara- lo que no se entiende muy bien es para qué es necesario trabajar tanto legitimado las acciones que emprenden algunas de esas partes, sin duda tan nobles, de algunos individuos, o de algunas sociedades o pueblos, por gordas o pequeñas que sean, y tratar de justificar para ello cosas tan difíciles de justificar como el terrorismo y la prostitución, intentando ayudar con ello, sin duda, a otras, que son las víctimas de una determinada situación ­-tratando así de dignificarlas, pero en su calidad de victimas-, con lo infinitamente más fácil que es intentar defender la necesidad de la abolición de cualquier clase de violencia ilegítima y de cualquier clase de esclavitud y de explotación -si es que no fueran lo mismo- en nombre de los derechos del todo, de los Derechos Humanos y de los Derechos Civiles. En efecto, si se alegara que con esto último sólo se conseguiría escribir bellos textos e incitar a las bellas almas a realizar bellas acciones (sin llegar, a menudo a conseguir ni tan siquiera que las llevaran de hecho a cabo) también se podría decir que en el otro caso lo mejor que podría pasar sería que siguieran ocurriendo ciertas cosas que ya están de hecho ocurriendo todos los días sin necesidad alguna de que nadie trabaje tanto para justificarlas o para convencer a los demás de que las lleven a cabo, con lo que parece que tales discursos acabarían por resultar bastante ociosos, sobre todo, teniendo en cuenta que hay otras maneras igual de efectivas, si no más, de intentar mejorar la situación de las víctimas, incluso dentro del propio marco de la teoría.

Al fin y al cabo, tan pronto como acaben de desparecer los últimos prejuicios católicos que aún pesan en las mentes de gobernantes como Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz Gallardón, la prostitución pasará a convertirse en un oficio más, como otro cualquiera, sin duda alguna. Al hilo de los cambios que irá introduciendo la ANECA en la enseñanza (de acuerdo con sus criterios de calidad y rentabilidad social) pronto aparecerá una modalidad de bachillerato -o una especialidad del de ciencias de la salud o de empresariales- que será el «Bachillerato Putístico», estrictamente regido por unos criterios de excelencia y profesionalidad, y en donde se enseñará a los jóvenes y jóvenas que lo deseen los primeros rudimentos de ese oficio que no será ya, es verdad, ni el de matemáticos ni el de escritores. Con el tiempo habrá también un «Bachillerato Terrorístico» en el que se ensañarán todo tipo de técnicas terroristas para combatir el terrorismo y a partir del cual se podrá hacer el examen de ingreso tanto en la CIA o en el CNI como en la ETA o en Al-Quaeda y dedicarse así a combatir profesionalmente tanto el terrorismo de Estado como el de circunstancias. Sin embargo, aunque está claro que esto acabará pasando (puesto que está visto que al final esas cosas siempre acaban pasando se haga lo que se haga) lo que no está tan claro es que no se pueda contribuir en algo, al menos, para retrasarlo un poco -quinientos, mil o cinco mil años-, y eso que se puede hacer no tiene nada que ver con rebajar la dignidad de las prostitutas o con desacreditar a los combatientes de la resistencia iraquí. Porque no es lo mismo no intentar justificarles, que culpabilizarles y hacerles responsables a ellos de algo que se considera tan rechazable como el terrorismo o la prostitución y de lo que ellos son, ciertamente, las primeras víctimas, y mucho menos responsables que aquellos que no sólo no cargan con las desventajas que conlleva el ejercicio de esos oficios, sino que se quedan, además, con los beneficios inmediatos que producen (tanto para los clientes como para los proxenetas -que hace tiempo, por cierto, que dejaron de ser esas «madames» de las que de manera tan encantadoramente decimonónica habla Frabetti, para convertirse en unos señores con pistolas y despachos bastante peligrosos).

No se trata ni siquiera de ponerse a afearle a ninguno de aquellos su mala conducta, sino, simplemente, de emplear el poco tiempo del que dispone uno cuando vive en algo tan frágil como un cuerpo en tratar de sacar de las redes de prostitución a una mujer a la que se retiene hasta su pasaporte (por no hablar de su identidad) o a una menor tailandesa a quien su propia madre se ve obligada a enseñar formas más lucrativas de hacer la «o» con un canuto que las que le enseñarían en la escuela. De lo que se trata, incluso, es de si no emplearíamos mejor ese tiempo intentando, por ejemplo, escribir algún texto que intentase convencer a alguien de la necesidad de dejar de escribir ya más textos justificando la prostitución y el terrorismo y de la de empezar a escribir textos que intenten convencer a alguien de la necesidad de dejar de escribir ya más textos justificando la prostitución y el terrorismo y de la de…, etc.; por vacío y vicioso que pudiera llegar a parecernos este círculo, si no será mejor eso que dedicarnos, efectivamente a escribir textos que justifiquen la prostitución y el terrorismo a pesar de que ni a una ni a otro les haga ninguna falta que los justifiquen.

Porque a lo mejor, empeñándonos tanto en defender los derechos de autodeterminación de esos todos -pero así entendidos: de esos todos que no son más que partes más o menos gordas, es decir, que no son más que meras sumas de sus partes- o de esas partes -pero de esas partes que no son más que todos, monadológicamente clausuradas dentro de su identidad y sin ventanas para abrirse al mundo- lo que estamos haciendo, en realidad, es empezar por legitimar las injusticias distributivas a las que se ven sometidas algunas partes aquí y ahora, y justificar así los privilegios de los que disfrutan otras -a veces muy pequeñitas- gracias a esas injusticias, gracias a la perpetuación de ciertas desigualdades que pasan, en efecto, desapercibidas, cuando se adoptan ciertas perspectivas totalizadoras o generalizadoras demasiado globales. Y lo mismo puede decirse respecto de los todos, de manera que quizás, cuando Carlo Frabetti dice que «todos somos putas» quiere decir, en realidad, -como decía en efecto Eduardo Miñoña en el título del libro aquel que le publicó la Editorial del Cobre dirigida por la entonces responsable del Instituto de la Mujer y en el que Miñoña defendía la dignidad de los pederastas- que «TodAs somos putas», y que «TodOs somos puteros», lo cual son cosas muy distintas y se pueden llegar a ver de maneras muy diferentes según del lado de la picha al que se esté en cada caso.

Porque el caso es que hay mucha diferencia entre una puta y un putero, hasta el punto de que a este último no sólo no se le rebaja despectivamente el calificativo como a la «p(rostit)uta», sino que se le llama incluso el «cliente» para esconder por medio de esa figura retórica llamada eufemismo, una radical desigualdad de fondo: el hecho de que sigue siendo el putero quien emputece a la puta y no a la inversa, y de que es así porque, tal y como están de hecho las cosas, le es inconmensurablemente más fácil al putero dejar de serlo que a la puta. Qué decir entonces de los puteadores -actualmente denominados «empresarios del sexo»-.

Del mismo modo, y aunque considerado en términos tan transgenéricos y metafísicos como lo plantea Frabetti pueda llegar a decirse que, al menos abstracta y simbólicamente, es igual ser una puta que ser un escritor o un matemático vendido al Capital, el caso es que muy poca gente estaría dispuesta a admitir que sean, de hecho, lo mismo, una cosa y la otra, y ni siquiera que el propio Frabetti sea, de hecho, un matemático, o al menos un escritor, enteramente vendido al Capital y una puta, ni siquiera en ese sentido -con independencia de que quiera o no llegar a serlo-.

Así como hay una diferencia entre hacer apología de la tortura y de la Inquisición y ejercerla de hecho participando en las labores del Santo Oficio -que es la que permite a muchos seguir llamando a Santo Tomás «Doctor Angelicus» mientras que nadie se lo llama a Torquemada-, hay también una importante diferencia entre hacer apología de la prostitución y ejercerla de hecho como oficio, diferencia que quizás no valoran en su justa medida muchos de sus apologetas que son, a menudo, profesores y profesoras de universidad y escritores o cantoautores, y muy mayoritariamente hombres varones, individuos -en cualquier caso- que muy raramente ejercen física y corporalmente ese oficio (sino sólo metafóricamente o metonímicamente) y que en menos ocasiones todavía son sujetos que nunca han tenido siquiera la oportunidad de ejercer ningún otro oficio -sujetos estos últimos que son, dicho sea de paso, la más descomunal de las mayorías, cuando consideramos el fenómeno a nivel planetario-.

Pero este tipo de dificultades se plantean mucho, en general, en todas aquellas cuestiones que tienen que ver con eso mismo que no tienen los ángeles, a saber: sexo, y sobre todo cuando se intenta resolver ciertas cuestiones que competen a los cuerpos que lo tienen acudiendo a determinadas argumentaciones que podrían estar muy bien para los ángeles y los dioses, o para los animalitos y las bestias, pero no acaban de encajar bien con los que semos pesonas además de cuerpos, y cuerpos, además de personas. Tanto más cuando se pretenden extraer ciertas consecuencias políticas y morales (que todos sabemos cuáles han sido toda la vida) de los mismos, tomando entonces normalmente a las partes (que todos sabemos cuales son) por el todo.

«El sexo y su naturaleza», escribía la escritora Virginia Woolf en Un cuarto propio -que es una conferencia que pronunció ante un grupo de mujeres sobre el tema de la mujer y la escritura, hablando aquí de su sorpresa al consultar los fondos bibliográficos de la gran biblioteca del Museo Británico (donde Marx escribiera El Capital) sobre el tema-, «bien pueden atraer a médicos y biólogos; pero lo sorprendente y de difícil explicación era el hecho de que el sexo -la mujer, es decir- también atrae a ensayistas agradables, ágiles novelistas, jóvenes doctorandos en letras, hombres que se han doctorado, hombres sin otra calificación que no ser mujeres. Algunos de estos libros eran notoriamente frívolos y burlones; muchos por otra parte eran serios y proféticos, morales y amonestadores. La sola lectura de los títulos sugería innumerables maestros, innumerables clérigos escalando sus tarimas y púlpitos y despachándose con una locuacidad que sobrepasaba en mucho la hora que es costumbre conceder a tales discursos. Era un fenómeno singular; y aparentemente -aquí consulté la letra H- exclusiva del sexo masculino».

Es un, cuando menos, curioso fenómeno metonímico éste al que se refiere aquí Virginia Woolf, gracias al cual podemos decir que «TodOs somos putas» -simbólicamente, y de derecho- precisamente cuando nos comportamos o nos obligan a comportarnos como todAs aquellas que efectivamente, y de hecho, lo son -y que toda la vida hemos sido, de una forma aplastante e incomparablemente mayoritaria una parte: nosotrAs-, es decir, con todas aquellas que -en la inmensa y aplastante mayoría de los casos- nunca han tenido la posibilidad de comportarse de otra manera y de ser otra cosa aunque no quieran. Sin embargo, no puede decirse en los mismos términos, y haciendo uso de la misma figura retórica -y eso queda perfectamente claro en la conferencia de Virginia Woolf- que «todos somos escritores», y mucho menos, que «todos somos matemáticos», porque no todAs estamos en disposición de apreciar con tanta penetración y tanto distanciamiento como Carlo Frabetti ese tránsito de Venus al que hemos podido asistir esta semana, ni de darnos cuenta de que el «Lucero del Alba» no es más que la «Estrella Vespertina» cuando prescindimos de los diferentes sentidos y nos quedamos con las meras referencias, en cuyo caso, ciertamente, tiene razón Frabetti, y una puta y una empresaria autónoma del sexo con los medios de producción incorporados (que parece ajustarse plenamente al ideal de «autodeterminación personal») pueden ser, en efecto, indiscernibles. Pero precisamente por eso mismo, a veces los matemáticos, precisamente por tener que darle tanta importancia al plano de la sintaxis por encima del de la semántica, son mucho más propensos que los demás a cometer ese tipo de identificación metafísica (que no metonímica) del todo con sus partes -nos referimos (claro está) a las del todo, no a las de los matemáticos-.

A quien de hecho conoce o ha conseguido sensibilizarse mínimamente respecto del sufrimiento que de hecho padecen quienes ejercen ese oficio, no le puede resultar tan fácil ver con el mismo distanciamiento ese tránsito de Venus que pretenden llevar a cabo hoy en día algunas feministas defensoras del reglamentarismo o ciertas místicas de la carne que parecen intentar elevar a los cielos a esa diosa en cuerpo y alma como en tiempos hicieron los clérigos católicos con la Virgen María, que obviamente, en tanto que mujer, no podía por aquel entonces, subir al cielo sin llevarse su cuerpo, puesto que sólo era cuerpo, solo era un animalillo; ¿qué se hubiera podido llevar entonces al cielo?, y sobre todo ¿con qué hubiera podido seguir allí después de su tránsito, dando pruebas de su virginidad -que era en lo único en lo que residía su dignidad-?

Quizás ello se deba al carácter absoluto que todavía hoy se les sigue intentando dar a unas diferencias como las del orden de conexión de ciertas superficies (por ejemplo de esa llamada «himen» -a saber, si tiene o no algún agujero, por decirlo bastamente-) que podrían ser competencia de un investigador o investigadora de la naturaleza (una medico, o un biólogo), o hasta de la de un matemático en cuanto tal: diferencias meramente geométricas como esas que existen entre la concavidad y las convexidad de ciertas regiones del espacio en las que pueden hallarse alojados, y conforme a las cuales han podido verse conformados biológica o históricamente, ciertos órganos, por ejemplo sexuales, o intelectuales, que tendrán por ello unas formas diversamente entrantes o salientes; tratando de convertir esas diferencias en absolutas -dogmáticamente- sin darse cuenta, de que todo saliente no es más que un entrante invertido y viceversa, y de que eso no los hace a ninguno ni mejores ni peores, ni superiores ni inferiores, y ni siquiera, propiamente, los convierte en diferentes, al menos cuando se adopta una cierta perspectiva -por ejemplo la de la mera Lógica, la de la Metafísica o la del Derecho- desde el punto de vista de la cual esas diferencias NO RESULTAN PERTINENTES -como no lo son las de color, nacionalidad, religión etc.-, son, enteramente irrelevantes desde el punto de vista de la necesidad de obtener unos mismos derechos políticos y unas mismas oportunidades, de hecho, de acceso al mundo civil. Ninguna lucha por los derechos de la mujer puede pretender apoyarse en ese tipo de diferencias puramente matemáticas a no ser que pretenda limitarse a llevar a cabo una defensa únicamente de una parte de la mujer -de su cuerpo- y no de los de aquel todo que ella constituye tomada también como un ser racional -en su condición de ciudadana (y de ciudadana del mundo, además)-, condición en contra de la cual atenta, inmediatamente y de forma muy grave, el establecimiento de cualquier tipo de pacto contractual llevado a cabo en desigualdad de condiciones (desigualdad de hecho o de derecho), desigualdad de condiciones en la cual nadie podrá negar que se encuentran hoy en día al menos, aquí y ahora, en España (aunque muchísimo más antes o muchísimo más por ahí fuera) las putas y los puteros y que constituye propiamente el factum del que hay que partir en cualquier intento de analizar la situación, el fenómeno a partir del cual puede obtenerse una mejor orientación para tratarlo con propiedad en toda su extensión.

<$1I> Sábado 12 de junio de 2004
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